viernes, 26 de enero de 2024

LEYENDO SIN PRISAS

Terminé la lectura de ‘El estómago de los rumiantes’ la novela de Natividad Montaño, un libro merecedor de muchos lectores que, presiento recorrerán, como yo, la historia contenida en sus páginas con un interés creciente; una historia que se bifurca, como aquella de Borges, en otras historias donde la realidad y  la fantasía  son mundos fronterizos que se rozan y nos provocan una cascada de sensaciones: el de esa Tata de piel morena y orígenes caribeños que ella cree conservar en la frágil lima plantada en una lata, y a la que seguimos en su peregrinaje de un lugar a otro confiada y a merced de lo imprevisible donde se esconde la tragedia, y el de la Niña ingrávida e invisible a los mortales que recorre estancias y paisajes y observa a los seres conocidos y desconocidos – como el fugitivo que se esconde en la casona, soñando revoluciones que plasma con mano temblorosa sobre el papel, esperando una suerte que se intuye le será esquiva – mientras se pregunta por qué no los termina de dejar atrás. Son estos dos mundos personificados en las voces de la Tata y de la Niña el hilo conductor de esta novela reciente ganadora del XXVII Premio de novela corta “Salvador García de Aguilar”. Es decir, el descubrimiento del mundo a través de los ojos inocentes de la niña, y la desaparición de otro mundo ante los ojos llenos de decepciones y desgracias de la Tata. Un libro para leerlo sin prisas como antaño se escuchaban, en silencio y con atención, las historias que los abuelos contaban a nuestros padres cuando eran niños, cuando se tenía tiempo para contar y escuchar, también para soñar despiertos después de leer nuestros primeros libros (instante que de manera tan sugestiva ha sabido plasmar en algunos de sus cuadros el pintor norteamericano Jim Daly). No tener prisa no solo es una recomendación, es lo que merece un libro como este del que hablamos, es lo que merecen también sus historias marginales , algunas de ellas promesas de argumentos para nuevos libros como la de Miss Catherine, esa cantante de ópera en un trasatlántico que seguía la ruta de Liverpool a Valparaíso y un insospechado día terminó en Cádiz; o la de la biblioteca del abuelo José por la que teme  la niña, pues en días tan azarosos  leer a determinados autores es un peligro más; o la que nos lleva a conocer a Dominga la negra, una morena nacida en Bristol y que tras muchas vicisitudes y oficios termina por estos lares de la campiña jerezana sirviendo a doña Visitación, solterona que vive sola en una antigua mansión en la que alquila habitaciones para sobrevivir. Los tiempos son duros para los lectores apasionados, y son ellos los que no dejan sumirse en el olvido a tantos escritores y escritoras a los que el mercado editorial condena a la invisibilidad. Estos lectores que no se conforman con las listas de novedades con las que nos bombardean o atestan de forma efímera los escaparates de las librerías, que leen sin prisas, son los que con el boca a boca logran que no nos dejemos llevar por la corriente generalista. Sin duda es ‘El estómago de los rumiantes’ uno de esos libros con los que en un golpe de suerte un lector apasionado se topa muy de vez en cuando, y que en definitiva son los que nos hacen seguir creyendo en la literatura. Ramón Clavijo Provencio

 

  

SANGRE, SUDOR Y SEXO

“Padre (¡mi hijo!, posición de alerta) ¿cómo van esas “novelitas” (la ironía se mastica) con las que os entretenéis tu amigo Ramón y tú? Yo no les veo mucho color, sinceramente (ahora le ha dado al niño por la crítica literaria). Mira, sin ir más lejos, a Carmen Mola con ‘La novia gitana’ y dos o tres más y ya tienen el premio Planeta”. “Ahí te ha dado, father -mi hija, ¡extrañamente de acuerdo con el hermano! ¡el mundo al revés!- Y tiene toda la razón. En vuestras novelas se echa en falta más sangre, descuartizamientos, dos o tres hachazos en la yugular… (mi hija viniéndose arriba), que cuando el lector abra la novela le salpique…”, “y sexo -interviene mi hijo, con la única neurona que dicen que tenemos los hombres en plena ebullición-, que el pobre inspector Castilla le dé una alegría a ese cuerpo, que se enrolle de una vez con Lina y se peguen un buen revolcón, de esos que se le quitan a uno las penas del sentío” (mi hijo también viniéndose arriba). Después de esta lluvia de ideas familiar me acordé de cierta intervención de un director de cine (o era productor, no sé ni dónde ni a quién se la oí), que aseguraba que la base del éxito de una película estaba en las escenas de cama. Quizá este señor, e incluso mis hijos tengan razón, y no hay mejor fórmula para atraer a lectores y espectadores que una buena ración de sexo con sudor y unos buenos litros de sangre, que salpiquen de entre las páginas o corran pantalla abajo. En cualquier caso, halagar la rijosidad o la morbosidad del público con fines exclusivamente comerciales me parece falsear la literatura y el cine y engañar a los incautos o excesivamente morbosos, más cuando detrás del sexo, de su sudor, y la sangre no hay nada consistente, ni un buen guion, ni una buena intriga, ni siquiera un mínimo hilo narrativo y un diseño de personajes que salven la historia. “Entonces, padre, ¿qué? -insiste pertinaz la neurona de mi hijo- de sexo en vuestras novelitas ni hablamos”, “y de sangre menos, ¿no, father?”, mi hija que le ha dado hoy por la casquería. Pues creo que no, porque la sangre es muy escandalosa, y el sexo mejor en directo que en diferido. José López Romero.    

viernes, 12 de enero de 2024

LIBRERÍAS DE VIEJO Y EL TESORO ESCONDIDO

A mediados de los años setenta del pasado siglo comencé, como tantos universitarios sensibilizados con la realidad política del país, a frecuentar librerías como las gaditanas Petrarca o Mignon en busca de libros  de autores y temáticas nada bien vistos por un Régimen que ya agonizaba. También fue en aquella lejana época cuando buscando libros aún no comercializados en nuestro país, descubrí mi primera librería de viejo, aunque en realidad no era tal. Y es que en aquella vivienda señorial ubicada en la calle Rosario, su anciano propietario conservaba una bien nutrida biblioteca en parte heredada de generaciones anteriores, y para subsistir se iba desprendiendo de títulos imposibles de encontrar en el mercado librero oficial. En aquella biblioteca privada que de alguna manera funcionaba como librería a la fuerza, comencé a sentir interés por los viejos impresos a los que la imparable maquinaria editorial iba condenando al olvido salvo para bibliófilos o, como nosotros entonces, universitarios ansiosos por leer “libros prohibidos”, aún cuando aquello era una sensación más romántica que real pues la censura vivía ya una fase de evidente retroceso. Hoy las librerías de lance o de viejo son una rareza y en muchas ciudades han desaparecido de su entramado urbano, pero en aquellas que aún tienen la fortuna de conservar alguna, la experiencia para el visitante puede ser inolvidable y de seguro propiciará nuevas visitas. En Jerez, como en la vecina Cádiz, proliferó este tipo de negocios como lo hicieron al unísono pequeños talleres de encuadernación o empresas de artes gráficas, a los que la industria bodeguera hizo vivir una breve edad de oro durante el primer tercio del siglo pasado. En Jerez también proliferaron librerías de viejo como aquella de “Martínez de Pisón” en la calle Caballeros aunque hoy sus nombres son desconocidos para la mayoría. Sin embargo, en la actualidad aún podemos visitar dos singulares librerías de viejo en nuestra ciudad. Cercana a la plaza de Las Angustias, en un local situado en la calle Granados nos topamos con “La Luna Vieja” donde su propietario, el librero pero también artista y escritor, Evaristo Montaño, guía al visitante por los pasillos y calles de la misma. En las bien ordenadas colecciones de libros podemos descubrir ediciones que creímos para siempre desaparecidas, al mismo tiempo que nos envuelve esa atmósfera irreal que solo en estos últimos reductos de lo imposible podemos encontrar. En la plaza de Vargas el lector curioso encontrará “Planeta Zocar” donde Chencho, su apasionado e inquieto librero parece saber la ubicación exacta de los miles de libros, muchos auténticas rarezas, que se aprietan en un ordenado desorden. En fin, pasión por los libros y algo de tiempo es  de lo único que debemos ir provistos para vivir una experiencia inolvidable. Librerías de viejo, el tesoro escondido de algunas ciudades privilegiadas. Ramón Clavijo Provencio.

 

MARIPOSEO

“¡Cuántas veces me han confesado lectores sin remedio que recordaban como si fuera ayer el primer libro que leyeron o el que les deslumbró y lo convirtieron a esta religión, cada vez con menos vocaciones, que es la lectura!”, me comentaba el otro día una amiga, cuya profesión de fe quedaba fuera de toda duda. “¡Y, por el contrario, cuántos otros lectores que se pasan mariposeando de autor en autor, de género en género, de libro en libro, y nada. Que no dan con el que le produce ese chasquido en el corazón o en la cabeza que eleva a estos libros a esa categoría solo para elegidos de “libro de cabecera”! ¡Y mira si hay libros!”, seguía reflexionando en voz alta mi amiga. “Como en la vida, querida -quise cortar su monólogo-. Ese mariposeo me recuerda a un amigo que desde que falló un penalti (no sé si contra un equipo canario) está dando tantos bandazos que aún no ha encontrado lo que él llama “el libro de su vida”.  Con un gesto en el que adiviné un “¿a qué viene eso?”, prosiguió mi amiga sin prestarme mucha atención: “Nunca me ha gustado la literatura juvenil. En el colegio me obligaron a leer unos libros que casi me convierten al ateísmo lector; por aquellos tiempos yo era más de tebeos. Y sin embargo, ahora, a mis años, no me atraen como lectora las novelas gráficas, aunque reconozco que están muy bien conseguidas, e incluso versiones de clásicos realizadas con mucho arte. Fue ya en el Bachillerato cuando me puse a leer a los grandes autores. Me acuerdo -seguía mi amiga en su monólogo- la lectura de ‘San Manuel Bueno, mártir’ o ‘La Colmena’, o incluso ‘Tiempo de Silencio’, y la antología de la poesía del Siglo de Oro o ‘La Celestina’, pero fueron los comentarios en clase los que me hicieron profundizar en las claves de estas obras y apreciarlas en su excelente calidad. Libros que me llevan cada vez que puedo a dar testimonio permanente de mi fe: la lectura. Son los clásicos y eran otros tiempos, lo sé; pero a la buena literatura siempre se termina por llegar por cualquier camino y en cualquier momento”. José López Romero.