viernes, 24 de noviembre de 2017

OBSESIÓN

Fue por casualidad, como tantas otras veces en que había seguido la pista de un libro hasta lograr poseerlo. Quizá fuera en una conversación en un congreso de bibliófilos, círculos que frecuentaba por esa obsesión ya tan suya de hacerse con una pieza codiciada, que se enteró de la existencia de un magnífico ejemplar de los ‘Adagia’ de Erasmo, en aquella edición que en 1508 saliera de los talleres de Aldo Manuzio, al cuidado del propio autor. Conocía la historia de aquella edición: el gran humanista había renunciado a su proyectado viaje a Roma con tal de trabajar en la imprenta de Manuzio, de quien admiraba sus tipos y el tamaño de su letra. Erasmo quería un libro manejable y de bajo coste, y solo en los talleres del veneciano podía conseguirlo, como sabía que de su relación con Aldo podía salir buena parte de su obra, siempre bajo su cuidado y atención. Aquel ejemplar de los ‘Adagia’ era una pieza a la que no iba a renunciar y, conocido el poseedor, de inmediato pasó a la estrategia. Y como si de un asesino por encargo se tratase, lo primero fue informarse y seguir a la víctima: su vivienda, sus costumbres, sus amistades, sus gustos, hasta que a través de amigos comunes, lograra introducirse en la casa, y ya allí localizar el preciado tesoro. Por los datos que había recabado, el trabajo no parecía muy complicado, su víctima era un hombre de negocios, que solía invertir parte de su dinero en obras de arte, sobre todo pintura, y seguramente convencido por algún amigo se habría hecho con aquel ejemplar aldino. Su incursión en este mundo del libro antiguo se reducía prácticamente a este texto de Erasmo. Lo que significaba que no era uno de esos bibliófilos profesionales obsesionados por la posesión de libros valiosos. Y dio su último paso: se hizo invitar a una de esas fiestas que aquel hombre celebraba con cierta asiduidad, y una vez en la casa, paseando por sus inmensos salones, descubrió dentro de un mueble, y reposando sobre un atril el maravilloso volumen en 8º. Observó si tenía alguna medida de seguridad que no fuera exclusivamente la cerradura de la vitrina y no vio ningún cable que se conectara a una alarma. “El trabajo va a ser más sencillo de lo que me esperaba”, pensó. En el descuido del anfitrión que se multiplicaba por atender a sus invitados, cerró la puerta del salón y con una simple ganzúa pudo abrir la puerta de cristal que lo separaba de su preciada presa. Cuando tuvo el libro en sus manos, no se resistió a abrirlo, pasar sus dedos por las páginas y acercar su nariz para oler el fuerte aroma a humanismo que desprendía. Pasado aquel momento de éxtasis, se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta, salió del salón y se incorporó a la masa de invitados que en amenas conversaciones se repartían por toda la casa. Cuando, transcurrido el tiempo oportuno, fue a despedirse de su incauta víctima, esta, al saber de su afición por los libros antiguos, le comentó con cierta complicidad: “Nunca perdonaría al que roba obras de arte o libros por negocio, pero puedo perdonar al que lo hace por el deseo de poseerlo, porque usted y yo sabemos que la posesión y la contemplación de lo deseado no tiene precio, solo es pecado. Dentro de dos semanas doy otra fiesta; espero que venga.” José López Romero.


DEL GONCOURT A ANA FRANK

Hace unos días nos enterábamos con cierta sorpresa, debo confesar, que el premio Goncourt, el más prestigioso del país vecino, se le concedía a la novela “El orden del día” de Eric Vuillard. La sorpresa no era tanto por el autor del que conocemos algo de su obra, sino por la temática de la novela premiada que se detiene en la reconstrucción de los primeros días del régimen nazi,  su evolución imparable hasta el fatídico año de 1939 y el inicio de la II G.M. Por supuesto en este momento desconozco las excelencias de la novela, de la que ya prepara una edición en castellano la editorial Tusquets, pero  es una prueba más de que aún a inicios del siglo XXI seguimos mirando con intensidad hacia acontecimientos de los que nos separan más de setenta años, lo que no deja de ser inquietante. ¿Por qué?  Asistimos en la actualidad -aunque pensemos que vivimos en un mundo muy distinto al de los años 30, que son en los que  hurga la novela, y por tanto estamos a salvo de sus consecuencias - al auge de fenómenos como el autoritarismo, la xenofobia, los nacionalismos, las desigualdades etc., que  acercan la realidad que vivimos a aquel mundo que creíamos haber dejado atrás y superado.  Está claro que no lo hemos superado. Un botón de muestra, entre otros muchos, es la polémica por la mofa que hicieron de Ana Frank  algunos “hooligans” del equipo de fútbol la Lazio de Roma, a los que en una sentencia ejemplar se les obligó a visitar  posteriormente el campo de exterminio  de  Auschwitz. Pedía hace poco Guillermo Atares leer el Diario de Ana Frank, repartirlo entre los trenes de línea alemanes, en vez de la pretensión de  la “Sociedad de Ferrocarriles Alemanes” de poner su nombre a uno de ellos. En definitiva, quizás el que la literatura siga fijando su atención con tanta intensidad en aquellos años –como hace  la novela premiada con el Goncourt- con su poder de llegar al gran público, sea un buen instrumento para que no olvidemos aquella gran tragedia que se empezó a gestar en 1933, además de antídoto para evitar  parecidos errores futuros. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO




viernes, 10 de noviembre de 2017

JEREZ Y MIGUEL

Durante la pasada semana se han sucedido en nuestra ciudad una serie de actos vinculados a la literatura, de trascendencia más allá del ámbito puramente local: me refiero a la conmemoración del 75 aniversario de la  muerte de Miguel Hernández. Me voy a detener brevemente en ellos. Más de uno, ya en los prolegómenos de estas Jornadas dedicadas al poeta, se preguntaba por la vinculación de Miguel Hernández con nuestra ciudad para justificarlas, incluso recuerdo que en la rueda de prensa donde se presentaban las mismas, algún periodista preguntó por el particular. Siempre he creído que buscar  esa vertiente localista para programar o realizar algo es una premisa equivocada, y si alguien quería comprobarlo lo tenemos en este homenaje. No existe  vinculación alguna entre nuestra ciudad  y el poeta, es cierto. No la visitó que sepamos, ni dedicó a ella alguna de sus creaciones, pero también es cierto  que en Jerez como en tantos lugares Miguel Hernández arrancó con sus escritos y poemas  emociones en miles de personas. Escritos y poemas que siguen arrastrando a su lectura a otras tantas miles, también muchas de ellas en nuestra ciudad. No había que justificar nada más. Y lo acertado de la propuesta se puso de manifiesto en la respuesta del público y de las colaboraciones: La espléndida ponencia de María José Rucio Zamorano, Jefa del servicio de incunables, raros y manuscritos de la Biblioteca Nacional, que hizo un pormenorizado repaso de los originales que se conservan en  la Biblioteca Nacional del poeta. Fue otra manera de acercarse a la obra de Miguel que atrapó al público presente. Luego continuarían actos en el Ateneo –con proyecciones de audiovisuales sobre el poeta- o la Biblioteca Central –en una noche muy emotiva donde se leyeron poemas a cargo de asociaciones culturales como “A Viva Voz” o “Argónida”, alternándolas con la interpretación de piezas musicales a cargo de la Escuela Municipal de Música en el apropiado marco de su Sala de Investigadores, rodeados de libros, algunos también de Miguel Hernández. Seguiría el concierto de Paco Moyano, cantaor, acompañado por Fernando de la Morena, que congregó a un público entusiasta en la Sala Compañía con su propuesta titulada “Carta a Miguel Hernández”. Al final de una semana intensa, en un acto sencillo  en el exterior de la Biblioteca Municipal Central se descubría una placa en honor del poeta de Orihuela, entre los acordes musicales de la Joven Orquesta Álvarez Beigbeder, por lo que aparte de esa vinculación de los lectores de la que hablábamos antes, a partir de ahora permanecerá en la ciudad esta otra, material, visual, que lo hará estar más presente si cabe entre nosotros.  Pero lo relevante de estas Jornadas  no ha sido solamente la altura de algunas de sus propuestas, sino la implicación de tantos particulares y colectivos culturales  en un homenaje, ya no solo merecido sino especialmente  sentido. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO   

A LA INMENSA...

“Anda. Pásate esta tarde por aquí y nos tomamos un café. Tengo una buena noticia que darte”. La llamada de su editor le cogió por sorpresa, y más aún lo de la buena noticia, de la que no quiso avanzarle nada. Y con la misma expectación se presentó en el despacho, donde lo esperaba con el café humeante. “Tu libro –le dijo con una sonrisa de oreja a oreja- se está vendiendo muy bien, pero que muy bien. Te confieso que no nos lo esperábamos”. Él se removió en el sillón y se acercó a la mesa para coger la taza y saborear un sorbo de aquel brebaje que le sabía a gloria. Se quemó la boca, pero ¡cómo iba a quejarse ahora! El editor prosiguió: “la campaña publicitaria no ha estado mal; pero hemos tocado a algunos críticos y, oye, ha funcionado. Ya hemos cubierto gastos y todo lo que se venda ya son beneficios. Lo mismo sacamos una segunda edición”. Cuando se terminó el café a duras penas y se dieron el abrazo de despedida, de camino a casa iba rumiando un éxito un tanto inesperado, intentaba digerir el apabullante número de ejemplares vendidos y por vender y el dinero que podía ganar. Pero una sombra, la maldita sombra de la conciencia se le abalanzó de pronto. Él no quería ser un autor de éxito popular, no ahora, en su espléndida madurez como escritor, y recordaba aquella anécdota del divino Borges que ya a una edad provecta se asombraba de las enormes ventas de sus libros, cuando en 1932 había publicado un texto del que solo se habían vendido en todo el año treinta y siete ejemplares. Él quería ser así, un autor de culto, un escritor para pocos (“a la inmensa minoría siempre”), no uno más de entre las listas de los más vendidos, porque eso sería bastardear su literatura, menospreciar su arte. Ya tendría tiempo de ser leído por cualquiera, ahora solo necesitaba a esos pocos que podían saborear su estilo, como se deleita con un sorbo de un buen café. Cuando llegó a su casa, no pudo por menos que compartir con su mujer todas sus inquietudes, la desazón de convertirse en un escritor de best-sellers. ¿Y el dinero? Fue la pregunta que sonó como un golpe definitivo sobre una conciencia cada vez más débil. José López Romero.  



sábado, 4 de noviembre de 2017

A QUIEN CORRESPONDA

“-Father…” (ya veo venir a mi hija, y de inmediato alcanzo mis posiciones de defensa) “… como tú ya sabes, a mí esto del problema catalán lo veo un poco lejos…” (¡claro! Ahora está trabajando en Inglaterra), “… y me gustaría que con la brevedad que te caracteriza (ironía), me lo expliques sucintamente. Dicho de otro modo, como una de tus clases exprés (nunca he impartido clases exprés) y divulgativas, es decir, “en plan” faena de aliño” (sarcasmo). Consciente de la guasa de la niña, me impuse más que la brevedad, la concisión más precisa: “un grupo de trapaceros y rufianes han declarado el si es no es de una república inexistente”. “-Father, te has superado a ti mismo. Ahora entiendo menos que antes. Igual que tus alumnos.” (puñalada ¿trapera?). “Pues ya que insistes (ahora me tocaba a mí la ironía). Te lo voy a explicar con más detalle”. Y empezaré por una cita: “habla para que te conozca y sepa quién eres”, y en este sentido la declaración de independencia es todo un ejemplo para aplicar esta cita: un político hueco que expresa una idea vacía, y si ya nos podíamos suponer lo que era, sus palabras no han hecho más que confirmar y refrendar la opinión inicial, ahora ya lo conocemos y sabemos quién es. Es el mismo vacío, la misma oquedad que se advierte cuando utiliza términos como nación o patria, porque “la patria es algo que cada individuo construye desde la decencia y claridad de su propio ser. Por eso he dicho alguna vez que no deberíamos enorgullecernos por ser de algún sitio, ni siquiera por tener una determinada lengua –se puede ser perfectamente  imbécil en castellano, en inglés, en vasco, en catalán, en francés-. La lengua materna en la que por casualidad hemos nacido tiene que hacerse lengua matriz, convertirse en lengua propia hecha de libertad, de racionalidad y de sensibilidad”. Utilizar y aplicar la razón y la ley, yo creo que no otra cosa se les pide a los políticos, “el entrar en razón es, por supuesto, un amargo despertar cuando la sinrazón nos cerca”. O dicho de otro modo: solo pedimos de los que nos gobiernan el empeño de administrar lo público, lo que es de todos con entrega absoluta a la justicia y a la verdad”. Y, en cambio, bajo el nombre de una inexistencia lo que se ha conseguido por desgracia es “una guerra perpetua y no declarada de una ciudad contra todas las demás… de una aldea contra otra aldea… y una casa respecto de otra casa, y de un hombre respecto de otro hombre”. Un enfrentamiento que recuerda otros tiempos tan negros como estos, cuando todo nuestro empeño tendría que ir dirigido a luchar “por formar una ciudad feliz… no ya estableciendo desigualdades y otorgando la dicha en ella sola a unos cuantos, sino a la ciudad entera”. Nota importante: todas las citas entrecomilladas proceden del libro ‘Los libros y la libertad’ del gran Emilio Lledó (reseñado abajo), la mayoría pertenece a Platón y Aristóteles. Nihil novum sub sole. Y una última perla del mismo libro: “apoderarse de la educación, condicionarla y maltratarla, ha sido una de las pretensiones fundamentales de toda tiranía”. José López Romero.

ABANDONADOS

Llama mi atención una columna de libros que en perfecto equilibrio yace junto a contenedores de basura. En realidad lo que me llama la atención en sí no es el hecho de toparme con unos libros abandonados en la calle –algo lamentablemente más habitual de lo que pensamos- sino que entre el desorden que observo al pie de esos contendores, donde parecen apilarse más objetos fuera que dentro de ellos - bolsas con desperdicios, cartones o restos de muebles destrozados- estos libros parezcan fuera de lugar, tan ordenados entre el caos y la suciedad. Pese a que el contenedor azul de papel está a apenas medio metro de ellos, intuyo que su propietario  ha preferido darles una  oportunidad,  y quizás llevado por un remordimiento de última hora, haya dedicado unos instantes en levantar esa columna tan pulcra y ordenada, para atraer quizás a algún transeúnte. Me acerco. No son libros valiosos por su antigüedad o bellas encuadernaciones: apenas diez volúmenes en ediciones baratas de autores tan dispares  –alcanzo a leer en sus lomos- como Lindsey Davis, Mankell, Michael Crichton o Roa Bastos, entre otros. Su interés es el contenido y sin duda pueden dar momentos de variadas emociones al que los rescate. Esta escena me trae a la memoria, aquella otra que aconteció en nuestra ciudad años atrás, cuando un ciudadano ejemplar rescató a los pies de otro contenedor de basura un ejemplar de “Mystica Ciudad de Dios”, un impreso del siglo XVIII que depositó en la Biblioteca Municipal donde aún se conserva. Pero como digo, estos libros no son raros ni valiosos materialmente salvo por el tesoro que son sus historias, y pese a ello  nadie los profana, ni rompe el perfecto equilibrio de esa columna de papel, aún cuando son numerosos los transeúntes que pasan ante ellos. La escena sin duda tiene algo de reverencial, de respeto ante esos modestos libros, y por tanto hacia lo que representan. Tengo la tentación de recogerlos, pero un impulso me hace seguir  mi camino convencido –o quiero convencerme de ello- de que esos ejemplares siguen ahí, brillando entre el desorden y los objetos inservibles, porque el destino les reserva unos lectores desconocidos que  finalmente aparecerán. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO