martes, 29 de diciembre de 2020

RESEÑAS


 Años de hotel

Joseph Roth. Acantilado, 2020.

Con el subtítulo “Postales de la Europa de entreguerras”, se publica esta colección de artículos que el gran escritor del antiguo imperio austro-húngaro fue publicando en distintos periódicos de la época. Seleccionados por Michael Hofmann y traducidos por Miguel Sáenz, los textos son exactamente lo que reza en el subtítulo: postales de los viajes que Roth fue haciendo por pueblos, ciudades y países y que tienen como centro de atención los hoteles, sus empleados, las gentes que van y vienen, la vida, en definitiva, de una Europa que intentaba sobreponerse a la devastación de la Gran Guerra, pero que terminaría por caer en una destrucción mayor. En la mirada de Roth se mezcla la ironía y la ternura, pero también la crítica, la denuncia de pueblos y gentes abandonados a su suerte. Una visión de nuestro continente en unos tiempos siempre convulsos con una prosa excelente. J.L.R.

 


Todo en vano

Walter Kempowsky. Traducción de Carlos Fortea. Libros del Asteroide, 2020.

Es este uno de los libros al que uno acude por una recomendación de otro lector, y una vez terminada su lectura siente la necesidad de que merece la pena  animar a más lectores a hurgar en sus páginas. En ‘Todo en vano’ hay un protagonista indiscutible, y  es en este caso la mansión de Georgenhof que situada en la Prusia Oriental, se convierte en un lugar de paso para los miles de alemanes que huyen del imparable avance del ejército ruso en las postrimerías de la II GM. Desde este singular punto de vista el autor va desplegando un fresco sobre el conflicto, no solo a través de los habitantes del lugar, que ven cómo la guerra se va acercando irremediablemente, sino sobre los distintos personajes que en su huida recalan entre sus paredes. La guerra  vista desde una lejanía ficticia mientras el frente se va moviendo amenazante. R.C.P.

sábado, 12 de diciembre de 2020

LA LITERATURA DE MI YO

Emmanuel Carrère
Tenía el propósito de dedicar este artículo a un grupo de escritores franceses que en los últimos años he ido siguiendo y que merecen al menos una recomendación a los lectores. Iba a citar a Philippe Claudel, a Pierre Michon, a la siempre pasional Delphine de Vigan, o los entrañables Inés Cagnati y Philippe Delerm, por no citar al ya clásico Michel Houellebecq y al deslumbrante Pierre Lemaitre, y tantos otros. Pero se me han cruzado últimamente dos novelas a las que no me resisto dedicar al menos uno de estos artículos. Las dos están en la misma línea narrativa: la novela autobiográfica (otro ejemplo, el descarnado relato ‘Nada se opone a la noche’ de la Vigan), y las dos en la misma línea, en mi opinión, intencional. Me refiero a ‘Un buen hijo’ de Pascal Bruckner y a ‘Una novela rusa’ de Enmanuel Carrère. Con la primera ya me despaché a gusto en una entrada de mi blog (http://colomapepelopez.blogspot.com/) y a ella remito al lector curioso. Y así como no pude dejar pasar la ocasión con la de Bruckner tampoco me resisto, como he dicho, a la segunda. Y la verdad es que empieza bien. La historia del húngaro loco que ha permanecido yo no sé cuántos años en un manicomio de la ciudad rusa de Kotelnich y ahora devuelto a una casa y una familia que ya ha olvidado en calidad del “último prisionero de la II Guerra Mundial” tiene, no lo niego, cierto interés. Pero aquí se acaba este y empieza la larga travesía de una lectura que termina por ser insufrible. ¿Motivo de este cambio tan radical? La literatura de “mi yo”. A partir de aquí la novela “rusa” es una sucesión de acontecimientos que, bajo la supuesta intención de saldar cuentas con su familia de origen ruso, especialmente con un antepasado precisamente gobernador de Kotelnich y, sobre todo, con su abuelo materno, dichos acontecimientos solo sirven para que Carrère nos haga una exaltación de su “yo” en sus más variados registros: familiar, personal, social, literario… Y que tiene como uno de los sucesos más importantes su relación amorosa con la joven Sophie; una muchacha hermosa pero con un lamentable complejo de inferioridad, porque (¡claro!) está muy buena, pero es de extracción plebeya, con amigos de cultura justita que no les llegan a la suela del zapato intelectual a los amigos de Carrère. Que la pobre Sophie no haya seguido al pie de la letra las indicaciones, escrupulosamente preparadas por su amante, para leer en un tren un relato erótico (incluido en la novela) que había publicado ex profeso en Le Monde, desencadena una tormenta emocional que termina con la ruptura de la pareja. Un análisis de las turbulencias sentimentales en el que se recrea el autor que resulta por momentos patética. Como patético es el rodaje de una película sobre Kotelnich que también nos describe Carrère, aunque bordeando ya el ridículo son las referencias que va incluyendo en el relato, en pleno tormento pasional, de los correos de admiración que recibe de los lectores que tuvieron la oportunidad de leer el relato erótico de marras. En resumidas cuentas, una novela en la que el autor no para de decirnos lo encantado que está de conocerse y de lo agradecidos que debemos estar los demás mortales por sus novelas. Pues con su yo se lo coma. José López Romero.

 

CULTURA Y FARÁNDULA

Hace tiempo me detuve en este libro, ‘Farándula’ (Anagrama.  Premio Herralde de novela 2015),  en el que vamos descubriendo a través del texto de esta brillante escritora que es Marta Sanz, la visión personal de la autora – realista y nada subjetiva- sobre el teatro. ‘Farándula’ esconde una historia por momentos divertida, pero que como toda buena novela no olvida tampoco situaciones oscuras, dramáticas y reivindicativas, manteniendo intacto el interés de los lectores hasta el final. Hoy vuelvo la mirada a esta novela, pero por otro motivo. El libro en cuestión, pese a centrarse en el teatro, realmente es un brillante alegato, o al menos es lo que entendemos, del papel que le corresponde a la cultura en nuestra sociedad. En estos oscuros tiempos de la pandemia, pero  que parecen iniciarse con el nuevo siglo, la situación de la cultura es tan secundaria y confusa, que incluso hay que reivindicar - lo que se me antoja incluso kafkiano- la recuperación de la denominación “Cultura” a secas para tantos entes administrativos – desde ministerios a  instituciones territoriales de más bajo rango- que  a lo largo de las últimas décadas han ido añadiendo al término, una serie de apellidos que con el paso del tiempo han  distorsionando  la finalidad originaria  de los mismos. No creo que sea una barbaridad decir  en el momento presente, que la palabra “cultura” es en muchas ocasiones  solo una excusa para hablar de otras cosas que siempre han sido secundarias. Para mí la Cultura con mayúsculas siempre la asimilé a dotarnos de buenos museos y  bibliotecas, a la protección del  cine y teatro, pero también al fomento de la lectura entre los más pequeños o  incentivar  la investigación. Cultura es  proteger la cadena de comercialización del libro, especialmente  librerías o  la inversión en proyectos patrimoniales… Por supuesto que la cultura es más, pero por ser un concepto amplio y de difícil definición se impone reivindicar su esencia hoy salpicada y desplazada por sus aspectos más anecdóticos y superficiales. Por todo ello libros como  ‘Farándula’ son hoy de tan necesaria lectura… o relectura. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO 

  

viernes, 27 de noviembre de 2020

REVERTE Y LA LITERATURA DE VIAJES EN ESPAÑA


Hasta hace relativamente poco tiempo, nuestro país no se había caracterizado por tener una relevante presencia en la literatura viajera contemporánea. En esto siempre envidié a los maestros británicos, que han seguido manteniendo  hasta la actualidad un más que nutrido ramillete de autores, que nos han ido dejando a lo largo de los años libros hoy considerados obras cumbres de la literatura de viajes. La obra de Bruce Chatwin o Patrick Leigh Fermor, por nombrar dos de los más admirados de entre los contemporáneos, son una pequeña muestra de lo que decimos. Bueno, esto fue  así hasta que un aún joven Javier Reverte publica en 1994 ‘El sueño de África’, iniciando una trilogía que dejaría huella entre miles de lectores de todo el mundo y, lo que es más importante, volcándose a partir de entonces a compartir con esos lectores su especial mirada sobre los lugares que visitaba, materializándola con pasión sobre el papel. Es cierto, no lo negaré, que la literatura española contemporánea también ha dado libros de viaje que trascienden al tiempo, recordemos algunos de los escritos por Blasco Ibañez (‘La vuelta al mundo de un novelista’), Cela (‘Viaje a la Alcarria’),  Manu Legineche (‘Hotel Nirvana’) o Julio Llamazares (‘El río del olvido’) entre otros, pero también hay que decir que ninguno de ellos consiguió acercar a este género literario, que hasta la irrupción de Javier Reverte era poco visible en las librerías españolas, a tantos lectores como él. Reverte recorrió  el planeta viajando solo, como los grandes escritores viajeros, lo que justificaba con estas  palabras: “cuando viajas solo la gente te toma por un poco idiota y te protege, así es más fácil hacer amistad y obtener material para escribir” (“Los viajes de Javier Reverte comienzan en las librerías”. Juan J. Gómez. El País. 28 de agosto de 2000). Poco  a poco fueron editándose más libros suyos de temática viajera, libros que acrecentaban su prestigio al mismo tiempo que iban aumentando los apasionados por la literatura de viajes en nuestro país: ‘Corazón de Ulises’, ‘El río de la desolación’, ‘El río de la luz’…Reverte tocó también otros géneros literarios, incluso sus novelas sobre la guerra civil tuvieron un importante eco como  ‘El tiempo de héroes’ , ‘Banderas en la niebla’ o ‘Venga a nosotros tu reino’, pero sin duda donde deja un hueco difícil de llenar es en un género: el de viajes. Solo nos queda un consuelo momentáneo,  disfrutar de ese libro que dejó preparado antes de su fallecimiento, y en el que plasmaría su punto de vista sobre el que ya sería su último gran viaje recorriendo Irán y Turquía, pues como él decía, “Si la literatura de viajes gusta, es porque en ella prima lo subjetivo. El punto de vista del escritor es lo que despierta la emotividad. Si viajas cargado de emoción, la aventura siempre será extraordinaria”. Ramón Clavijo Provencio. 

CENTENARIO


Está pasando con mucha más pena que gloria (ninguna) el centenario de la muerte de don Benito Pérez Galdós. Una lástima. Una lástima, digo, para este país tan necesitado de que grandes, enormes autores como Galdós se conviertan en lectura obligatoria para cualquier ciudadano o ciudadana con derecho a voto (otro gallo nos cantaría). Galdós ya en vida no logró la aclamación de sus iguales (aunque pocos estaban a su altura literaria), ya se sabe: la envidia patria. Y con el correr del tiempo, lo que fue una injusticia se ha ido convirtiendo en una costumbre. Más de un escritor, de esos que van o iban por ahí vanagloriándose de su pedigrí intelectual, no hace mucho tiempo le negó el pan y la sal al que estudiosos, sobre todo extranjeros, consideran a la altura de los grandes novelistas del XIX: Dickens, o su amigo Wilkie Collins, Tolstoi, Balzac, Zola o Eça de Queirós. Está claro, no tengo ninguna duda de ello, de que si Galdós hubiera nacido en Inglaterra o en Francia sería una gloria nacional, uno de los grandes clásicos al que todos venerarían. Pero no es el caso en este país que prefiere enterrar a sus grandes hombres antes incluso de que mueran. Por mi parte, desde este verano me estoy dedicando a rendir mi particular homenaje al gran Galdós. Leí ‘La incógnita’ y ‘Realidad’ (reseñadas en esta página), seguí con ‘Las novelas de Torquemada’ y estoy finiquitando ‘Miau’. Y de las cuatro obras puedo decir lo mismo: enseñan y entretienen, que es la máxima clásica por excelencia de la literatura. Otros, los sesudos intelectuales de pedigrí podrán pensar que la literatura no es eso, sino una lucha sin cuartel entre un autor que se las da de intelectual y el pobre lector indefenso ante páginas y páginas en las que el punto y aparte brilla por su ausencia. Allá ellos con sus platos exquisitos de narraciones huecas. A pesar de las circunstancias, que siempre para estas cosas son adversas, yo sugiero a los lectores que se paseen por las páginas de cualquier obra de Galdós. No les va a defraudar. Será un merecido homenaje, el que siempre le niegan. José López Romero.

  

viernes, 6 de noviembre de 2020

LA PEQUEÑA MOIRA

 


Así como la lectura de unos libros te llevan a otros, hay libros y autores o autoras que te llevan a reflexionar sobre estilos, corrientes, formas de entender la literatura, en definitiva. La lectura de ‘La pequeña muerte de Moira Molloney’, segunda novela que publica Mariela Arévalo Barquero, no solo te traslada a ese mundo entre fantasía, sueños y cruda y dura realidad que ya forma parte o incluso define un tipo de literatura especial, que no es de este tiempo, sino de mucho tiempo atrás. Ya en la primera novela, ‘Los hombres de los ojos violetas’ nos había dado muestras inequívocas Mariela de por dónde quería y sabía llevar su literatura: por la senda de una sensibilidad que tiene sus referentes más insignes en esas grandes escritoras del siglo XIX, especialmente las inglesas, nos estamos refiriendo a las hermanas Brönté o Jane Austen. No establecemos comparaciones; solo señalamos una corriente o una visión de la literatura en la que prevalecen los sentimientos, las relaciones personales y, sobre todo, una enorme y sin fisuras confianza en el ser humano por encima de las dificultades, de las circunstancias y de la maldad. Porque esta se entiende siempre no como propia de la naturaleza humana, sino como consecuencia de la ignorancia o del momento que a cada uno le ha tocado vivir. Moira Molloney es un espíritu puro, que irradia felicidad y belleza interior dentro de su mundo perfecto en un pueblo de su Irlanda natal. Hasta que la niña se muere “un poco”. Es a partir de aquí que comienza el largo calvario de la familia Molloney. La ausencia del padre, Dorran, es la que marca ese largo y doloroso camino de desgracias que va asolando a la familia. Pero Dorran no ha abandonado a su única hija, se ha ido a luchar por unos ideales, por dejarle a ella un mundo mejor, más libre, más igualitario y más justo. Por eso lucha en la Guerra Civil española y más tarde se enrola en la Resistencia francesa en la II Guerra Mundial. Y mientras, los latidos de vida de Moira se acompasan al ritmo de esa ausencia, es decir, su corazón se ha muerto un poco. Pero dos serán las fuerzas que se conjuran para sacar a Moira de ese estado: la medicina convencional, representada por los médicos Ryan Byrne, amigo de la infancia de la muchacha, y el doctor MacGrath, y sobre todo la medicina natural, esa fuerza de la naturaleza a la que invoca la sanadora o curandera Biddy. Así contada, a grandes y gruesos trazos, y sin desvelar los acontecimientos que desencadenan el final de la narración, podemos confirmar la afirmación anterior: estamos ante una novela de pura sensibilidad, de personajes generosos, que se duelen y se compadecen con el dolor de los demás. Estamos ante un tipo de literatura que nos hace mejores cuando la leemos, porque nos toca las fibras más sensibles de nosotros mismos, y sobre todo le agradecemos a la autora, a Mariela Arévalo, que nos ponga por delante esta pequeña muerte de Moira Molloney para devolvernos nuestra confianza en el ser humano, tantas veces y por tantos motivos perdida. José López Romero.

PERÓN Y EL BIBLIOTECARIO

 


Días atrás celebrábamos el Día de la Biblioteca en nuestro país, y aquí, en Jerez, se inauguraba con tal motivo, en la biblioteca Municipal Central, una singular exposición titulada “Escritores y bibliotecas”, donde se trata de desvelar el poco conocido pasado bibliotecario de algunos afamados escritores y escritoras. Entre ellos no podía faltar Borges. El autor de La Biblioteca de Babel o El libro de arena entre otras asombrosas historias, tiene también un pasado bibliotecario como se nos desvela en la mencionada exposición, y que creemos  oportuno ampliar en las líneas que siguen. En más de una ocasión el escritor argentino, mucho tiempo después de dejar de trabajar en la biblioteca Municipal “Cané” de Buenos Aires, comentaría algunas anécdotas relacionadas con aquella época que duró casi una década, donde como auxiliar de la biblioteca repartía su tiempo entre las obligaciones que aquel cargo implicaba y una prolífica etapa creativa, en la que fueron germinando libros cautivadores como Ficciones o El Aleph. Sin embargo se conoce poco su salida de la biblioteca “Cané”, que coincidió con la subida al poder en Argentina de Juan Domingo Perón en 1946. Por aquellos años Borges ya era un conocido escritor y no precisamente peronista. ¿Qué mejor forma de castigarlo que apartarlo de aquella biblioteca?, seguramente pensó algún oscuro dirigente del régimen. Sobre la forma que se hizo corren todo tipo de conjeturas. Una de ellas, la que hizo más fortuna y nunca desmentida por el escritor, nos dice que Borges fue trasladado, como castigo por su militancia política, al departamento encargado de la inspección de aves y conejos en los mercados de la ciudad. Real o inventada aquella historia, lo cierto es que Borges pronto abandonaría el Ayuntamiento y afortunadamente para todos los lectores del mundo se dedicó a hacer lo que mejor sabía: tejer historias maravillosas. En su etapa de madurez, y fuera Perón del poder, fue nombrado director de la Biblioteca Nacional  de Argentina, cargo en el que estuvo desde 1955 a 1973. Ramón Clavijo Provencio

viernes, 23 de octubre de 2020

APUNTES PARA UNA BIBLIOGRAFÍA JEREZANA DEL SIGLO XXI


 No era sencillo, hace poco más de un cuarto de siglo, documentarse históricamente sobre Jerez para un trabajo fin de carrera, una tesis doctoral o la preparación de oposiciones. Cierto que no eran pocos los fondos locales de la Biblioteca o del Archivo Municipal, y allí acudíamos en su busca. No teníamos teléfonos móviles para reproducir imágenes, tan solo la socorrida fotocopiadora, si bien pocos no todos los libros podían pasar por ella. Así que bolígrafo, papel y copiando que es gerundio. De este modo íbamos repasando los vetustos volúmenes de temática local que custodiaba nuestra centenaria Biblioteca: Rallón (S. XVII), Bartolomé Gutiérrez (S. XVIII), las guías de Cancela y Ruiz o de Bustamante y Pina (S. XIX), el “Discurso sobre las historias...” de Bertemati (1883), los “Materiales para la historia...” de Góngora Fernández (1901), etc. La “Historia de Jerez” de Sancho de Sopranis (1964) era muy demandada, pues aunque discutida y ya superada, era mucha la documentación acopiada por este portuense de los libros y legajos que le servía su buen amigo Manuel Esteve. En 1999, el catedrático Caro Cancela coordinó una historia integral de la ciudad en la que intervinieron historiadores locales como Aroca Vicenti, Aguilar Moya, De los Ríos Martínez o Rosalía González. Estos tres volúmenes publicados por la Diputación son, hoy por hoy, referencia bibliográfica insustituible sobre nuestra ciudad. Cuando empezaba el siglo, Clavijo Provencio y yo mismo recogimos lo más destacado de la historiografía local hasta esa fecha en el número seis de la Revista de Historia de Jerez. A partir del año 2000, los estudios y los estudiosos han eclosionado. Recién salido del horno están los “Apuntes para el urbanismo en Jerez durante el siglo XIX” (Tierra de Nadie), de Caballero Ragel, doctor en Arte, cuya tesis doctoral (2013) versó sobre este mismo tema. Ya han aparecido varias recensiones sobre esta obra, algunas de ellas en este mismo medio, por lo que no voy a describirla en detalle. Ciertamente, si los historiadores conocen el XIX por el “siglo de las revoluciones”, en Jerez debían llamarlo “el siglo de las obras”. Caballero ha peinado varios archivos históricos (Ayuntamiento, Diputación, el Histórico Provincial) y la hemeroteca municipal para hacer un concienzudo estudio sobre las nuevas infraestructuras con que se fue dotando a la ciudad y trasladarnos a una urbe en crecimiento: el empedrado y la rotulación de las calles con placas de cerámica (1852) o de hierro fundido (1857), la traída de aguas de Tempul (1869), la laboriosa construcción del mercado de abastos (1885), el antiguo teatro de la calle Mesones (1885), el alumbrado eléctrico (1893), la proliferación de las bodegas… En definitiva, todos los ingredientes para pasear en el tiempo por una ciudad que se iba transformando camino del Jerez de hoy. Eso sí, siempre subyaciendo el raquitismo endémico de las arcas municipales. Hay cosas que nunca cambian. NATALIO BENÍTEZ RAGEL.

CABEZA DE VACA


 Quizá por Cabeza de Vaca muchos de nuestros paisanos no logren identificar al personaje, y a algunos solo les traiga ecos de un ilustre apellido jerezano que se pierde en los laberintos de una historia ya casi olvidada. Pero si le anteponemos el nombre y su primer apellido: “Álvar Núñez”, ya muchos identificarán al personaje con el centro de enseñanza al que le da nombre o con el monumento sito en la calle Ancha, el mismo que ha sido mutilado en varias ocasiones, sin que en ello hubiera reivindicación racial, sino por puro vandalismo, que es otra manera (o la misma) de reivindicar la procedencia de algunos especímenes de la fauna humana. Álvar Núñez realizó dos viajes a las Indias, de cuyos trabajos y enormes vicisitudes que padeció, sobre todo en el primero, nos dejó cumplida crónica en dos relaciones, del primero en sus ‘Naufragios’ y del segundo en la titulada ‘Comentarios’. Dos magníficos ejemplos de ese género que proliferó a lo largo del siglo XVI y que se dio en llamar las “Crónicas de Indias”, y en el que se inscriben todos aquellos que tuvieron un papel importante y trascendente en el descubrimiento y posterior conquista de América, escritores como el Inca Garcilaso de la Vega, Bernal Díaz del Castillo, el mismo Hernán Cortés o el padre fray Bartolomé de las Casas, por citar algunos. La aventura de Álvar Núñez ya había sido novelada por el escritor argentino Abel Posse con el título ‘El largo atardecer del caminante’ y ahora, dentro de unos días, se va a presentar en nuestra ciudad la novela ‘Cabeza de Vaca’ del periodista Antonio Pérez Henares, quien aprovecha su narración no solo para presentarnos a Álvar Núñez desde su niñez en Jerez y su juventud en Italia y en la guerra de las Comunidades de Castilla, sino que nos ofrece un cuadro muy acabado de lo que fueron aquellas expediciones hacia las Indias, sus preparativos, su salida desde Sanlúcar de Barrameda, hasta los graves padecimientos que sufrió nuestro protagonista en su primer viaje a las órdenes de don Pánfilo de Narváez. Una novela en la que descubrimos a uno de nuestros grandes paisanos. José López Romero.  

 

lunes, 24 de agosto de 2020

"OPERACIÓN ESTRAPERLO". Un nuevo caso del inspector Castilla.

La última novela escrita  por Ramón Clavijo y José López, “Operación estraperlo” (Canto y Cuento, 2020), es casi un verdadero viaje en el tiempo al Jerez de mediados de los años cuarenta. Conocíamos al inspector Castilla, su protagonista, de “La ciudad que no sueña” (2018). Todo un personaje. Huraño a veces y taciturno siempre, casi siempre escoltado por su subordinado, el subinspector Romero, un policía barbilampiño de ingenio desbordante. Esta vez la pareja tiene que lidiar con un caso que se cruza con la llegada de los restos mortales de quien fuera presidente de gobierno entre 1923 y 1930, el jerezano Miguel Primo de Rivera. Acontecimiento que trajo a la ciudad a personajes relevantes del momento como José María Pemán, Manuel Halcón o  el general Fidel Dávila, el ministro del Ejército que se fue de rositas después de estampar su firma en un manifiesto que solicitaba la restauración de la monarquía en la persona de D. Juan de Borbón en 1943. Marzo de 1947. Un vehículo con matrícula de Gibraltar se estrella en una calle de Jerez. En su interior encuentran al conductor muerto con un tiro en la cabeza, suceso que lleva al inspector Castilla a introducirse en el turbio mundo del estraperlo. Son unos momentos de incertidumbre política y muchos creen que el régimen de Franco será empujado inevitablemente por la presión internacional, a claudicar en favor de la monarquía en la figura de D. Juan de Borbón. Las investigaciones se van desarrollando mientras el veterano inspector nos pasea por la plaza del Arenal, Pescadería Vieja, Letrados, San Antón, Berrocalas…, pero también por lugares emblemáticos de Cádiz, El Puerto, Gibraltar o Madrid.  “Operación Estraperlo” es la segunda novela de una trilogía sobre la posguerra española, protagonizada por el inspector de la policía franquista Castilla. Una  aproximación literaria a la posguerra pero sustentada en un importante cuerpo documental, que permite dar verosimilitud a la historia que aquí se narra, y que se logre eso que es tan difícil en el género de la novela histórica, - en este caso con su pizca también de “noir”- , cual es que no se noten excesivamente las costuras que unen ficción y realidad. Novela de ritmo trepidante que divierte al mismo tiempo que instruye y que nos  evade de esta dura realidad  que nos rodea, siguiendo las andanzas de este atípico inspector Castilla, que cuando puede se escapa a tomarse un oloroso viejo al tabanco de Lina, su debilidad. O a buscar un bar donde no pongan esa infumable mezcla de malta y achicoria sino café-café. De estraperlo, por supuesto. NATALIO BENÍTEZ RAGEL.

lunes, 20 de julio de 2020

NUESTRA NUEVA NOVELA: "OPERACIÓN ESTRAPERLO"

Marzo de 1947. Un vehículo con matrícula de Gibraltar se estrella en una calle de Jerez. En su interior aparece el conductor muerto con un tiro en la cabeza. Este suceso empuja al inspector Castilla y al subinspector Romero a introducirse en el turbio mundo del estraperlo en Jerez. Mientras, la ciudad se prepara para recibir  los restos mortales del general Miguel Primo de Rivera, que será enterrado definitivamente en su ciudad natal.  Esta circunstancia es aprovechada por algunas figuras relevantes de la época para convertir Jerez en centro de intrigas políticas en un momento en el que el Régimen franquista parece arrastrado inevitablemente, por la presión internacional, a claudicar en favor de la monarquía.

Un nuevo caso del inspector Castilla en el asfixiante ambiente de la posguerra española.
Más datoshttps://www.lavozdelsur.es/en-el-jerez-de-la-posguerra-el-de-los-anos-del-hambre-el-delito-mas-comun-era-robar-alimento/



viernes, 12 de junio de 2020

FIEL COMPAÑERO DE VIAJE


En estos meses en los que se multiplican las discusiones en torno a la pandemia, en los que se rebusca en la historia similitudes y diferencias con otros fenómenos trágicos y que también  pusieron a la Humanidad en serios aprietos o, en fin, en lo mucho que este trágico asunto está afectando a nuestras vidas y que -y es algo en lo que todos estamos de acuerdo- nos seguirá afectando en un futuro, qué duda cabe de que uno de esos objetos de nuestro paisaje cotidiano que se ven especialmente afectados por la pandemia son los libros en papel. Me referiré a partir de ahora no tanto a la lectura, sino a uno de los soportes de la lectura, el más tradicional y que cuenta su historia por milenios, cual es el libro en papel. Por un lado ha sido grato comprobar –quizás sea lo único grato de esta historia- cómo el libro sigue teniendo un protagonismo visual en nuestro entorno doméstico mayor del que sospechaba. En esos vídeos caseros, o profesionales, que se van colgando en las redes sociales o cadenas de comunicación generalista, y donde una infinidad de ciudadanos opinan sobre la pandemia, no es raro  observar cómo en  segundo plano, tras la figura que nos habla, ahí está la estantería atestada de libros en papel. Nunca habíamos visto tal variedad de formas y estilos. Desde suntuosas y valiosas procedentes, pienso, de herencias familiares, y donde el valor patrimonial de los libros no desmerece de las maderas nobles donde están depositados, a minimalistas con escasos pero escogidos volúmenes. Aunque a mí particularmente me atraigan más esas modestas, donde las baldas van combándose por el peso de los libros, que allí se aprietan en un caos ordenado y que delatan a un compulsivo lector. Nos habían hecho creer que el libro iba a pasos agigantados desapareciendo del entorno doméstico, que había llegado con la revolución tecnológica una fiebre que nos hacía desprendernos de los libros en papel, y mira por donde las imágenes diarias lo desmienten, o al menos nos tranquilizan. El otro aspecto que quería señalar en estas breves líneas, es el tortuoso circuito en torno al libro en papel, que se ha impuesto en las bibliotecas públicas para preservar la seguridad de sus usuarios lectores, y que me temo  se ha implantado para quedarse, y de camino complicar lo que hasta ahora era un acto tan sencillo como consultar o llevarse en préstamo un libro. Y es que todo libro que nos llevemos en préstamo, o consultemos, ha tenido previamente que pasar al menos una cuarentena de 14 días, de la misma manera que volverá a pasarla una vez lo devolvamos tras su lectura o consulta. Ello implica la creación de depósitos intermedios donde van siendo depositadas estas piezas una vez consultadas por los lectores, y antes de volver a ser recolocadas en sus lugares naturales en las estanterías de las respectivas salas. Quién nos iba a decir que hasta en eso, el libro nos acompaña como un sufrido y fiel compañero de viaje. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO 

TOPLES


De todos son conocidos los filtros que algunas empresas de servicios de Internet imponen para que no se cuelguen fotos o vídeos subidos de tono, es decir, de contenido sexual. Pero también sabemos de las artimañas y argucias de las que muchos se sirven para regatear estas prohibiciones, sobre todo si el personaje se dedica al mundo del espectáculo, y necesita de algún empujón suplementario para atraer la atención, y así subir sus índices de popularidad, o incluso por el simple placer del escándalo. Unas semanas atrás aparecía en algunos medios de comunicación digitales, es decir, en la propia red, la noticia de una actriz española que para colgar en Instagram una foto suya en toples y saltarse esos filtros censores, no se le había ocurrido mejor idea que taparse los pechos con un libro, pero no dejándolo caer, a la manera en que muchos hemos hecho mientras reflexionábamos durante dos horas de siesta, sino en posición de en apariencia sesuda y concentrada lectura. Y digo “en apariencia” porque los ojos cerrados de la actriz me dan que sospechar o que la posición de la cabeza no es la idónea, o que solo ha tomado el libro para hacerse la foto. En cualquier caso, sus admiradores nunca habrán odiado más ese vicio que algunos tienen por la lectura y en los momentos más inoportunos. En honor a la verdad, hice mis averiguaciones por Internet y resulta que el libro que sostiene la mano y oculta las tetas se titula ‘Tu lado del sofá’, un poemario de la escritora Patricia Benito, un título muy sugerente y toda una invitación a compartir la lectura y la tumbona donde descansa la actriz. No es aquí ni el lugar ni el momento para enumerar las infinitas bondades, todas útiles que tiene un libro, incluso como ladrillo, pero quizá la foto, aunque involuntariamente y nunca más lejos de la intención, esconda uno de los grandes mensajes de la literatura: dejar volar la imaginación. José López Romero.

sábado, 2 de mayo de 2020

DOÑA EMILIA Y DON BENITO


Hace unas semanas (¿o ya meses?) tuve la satisfacción de acompañar a Juan Manuel Hernández en la presentación del libro ‘Miquiño mío’, del que es coeditor (junto con Isabel Parreño). Una reedición del que ya publicara la editorial Turner Noema en 2013. El título está recogido de una de las cartas que doña Emilia Pardo Bazán le dirige a don Benito Pérez Galdós, de un total de noventa y tres que conforman el libro, la cantidad que por ahora se conserva de una relación que empezó siendo de admiración de la escritora por el que consideraba su maestro y que tuvo su punto más álgido en un íntimo conocimiento, un romance tórrido y pasional, para diluirse finalmente en la distancia cortés de dos personas que tanto se quisieron. El epistolario comienza en 1883 cuando doña Emilia tiene treinta y dos años y Galdós, cuarenta, y se detiene en 1915, a cinco años de la muerte del escritor y a seis de la Pardo Bazán. Hay que aclarar antes que nada que no se conservan las remitidas por Galdós y que, por supuesto, se debe suponer que el epistolario de doña Emilia no se redujo a este número, pues quedan muchos huecos temporales por cubrir. Pocos documentos, por no decir ninguno, nos definen mejor una personalidad que las cartas a veces íntimas, otras corteses que estos dos grandes escritores se fueron enviando durante lo que podríamos considerar su etapa de madurez tanto personal como literaria. Porque a través de la letra de la Pardo Bazán no solo descubrimos a esa personalidad arrolladora, apasionada de una mujer en permanente lucha a brazo partido contra un mundo de hombres, sino también el talante moderado, discreto, por momentos tímido y siempre reservado de un Galdós que si bien tuvo siempre el reconocimiento de sus lectores, no disfrutó tanto del favor y la consideración de sus iguales (póngase como ejemplo las dificultades para entrar en la Real Academia). Ni en vida, ni después de muertos estos dos grandes monstruos de la literatura española del siglo XIX han gozado de la fama y el reconocimiento que se les debe. Se queja ella amargamente en sus cartas de las enormes dificultades, tan insalvables que a veces claudica en su lucha, para que los colegas, con muchos menos méritos que ella, la acepten como una más de entre ellos. Mujer independiente, viajera, políglota, una mujer de rompe y rasga, llevó siempre como un distintivo de orgullo su naturaleza femenina en tiempos en que las mujeres estaban condenadas a la vida doméstica bajo la autoridad del marido. Y si Galdós también tuvo que sufrir los desplantes de sus presuntuosos e ignorantes contemporáneos, más lleva padeciendo desde que algún que otro “exquisito” no consintiera en sumarse al homenaje que se le iba a rendir en el cincuentenario de su muerte. Pues bien, este año se está cumpliendo el centenario de esta, y el año que viene se cumplen los cien años de la muerte de doña Emilia. Seguramente, como suele suceder en este país, estas efemérides pasen sin pena ni gloria. Pero no tengo la menor duda de que a ellos dos les importa eso bien poco. Que les quiten lo bailao. José López Romero.  


REGALOS DEL AÑO CERO


Los primeros pasos por este nuevo mundo que  a la fuerza nos ha traído el COVID-19, son especialmente duros. Más para unos que para otros, qué duda cabe, porque la tragedia sin careta también planea por este año cero, como ha sido siempre en la transición del  ocaso al renacimiento. En estos días de confinamiento lo que más tenemos es tiempo. Tiempo. ¿Quién lo iba a decir cuando tan solo unas semanas atrás era el bien preciado, y todo se desarrollaba a un ritmo frenético del que no éramos capaces de escapar? Entonces añorábamos la lentitud, perseguíamos migajas de esta como un tesoro, y ahora tenemos todo el tiempo del mundo, pero rodeados de silencio y tragedia, camino de un mundo que tendrá un nuevo rostro, lo que no deja de ser inquietante. En estos días de transiciones no buscadas  me topo con la recomendación de un amigo, porque ahora  tenemos tiempo también para atender a nuestros amigos, aunque sea en la lejanía, apoyado en las nuevas tecnologías que hasta hace poco criticábamos. Y este amigo lector empedernido como yo, me recomienda no un libro que mereciera la pena leer en la etapa del confinamiento, sino una serie  televisiva –ya sabemos que hoy las series televisivas son los nuevos dioses del entretenimiento-, aunque inspirada en un libro del gran escritor ya desaparecido Rafael Chirbes, ‘Crematorio’ (2005). Y resulta que a este lector que le impactó hace años aquel libro, duro y crítico, pero a la vez  de lenguaje deslumbrante, que también hablaba de alguna manera del ocaso de otro mundo, de fracasos, tragedias y liberaciones, le ha parecido un gran regalo esta serie. Una serie olvidada del año 2012, en la que he invertido sin remordimientos mi tiempo, como ya lo hiciera con el libro de un  Chirbes que hace años se fue y se ahorró todo esto. Gracias, amigo Juan Carlos, por el regalo. Ramón Clavijo Provencio

martes, 7 de abril de 2020

DE CAMUS A CRICHTON


El  duro golpe que está suponiendo la irrupción de la pandemia del COVID- 19 en todas las esferas de nuestra vida,  afecta ya a nuestros hábitos más cotidianos, entre ellos la lectura. No solo muchos han vuelto su mirada hacia los libros como compañeros de viaje en este tiempo oscuro, sino también sobre historias que parecían sepultadas bajo el peso del tiempo. Hace días comentaba un conocido su sorpresa ante la inesperada aparición como super ventas del libro de Camus ‘La Peste’. De una manera más discreta pero también notoria vuelve ‘La Amenaza de Andrómeda’ de Michael Crichton, libro anterior a aquel ‘Parque Jurásico’ que lo catapultaría al Olimpo de los escritores más conocidos. En relación a la versión cinematográfica de ‘La Amenaza de Andrómeda’ - el libro lo leí por primera vez el mismo año de su publicación en nuestro país, 1972, a través de una cuidada edición del ya también desaparecido Círculo de Lectores-, sucedió un curioso fenómeno: un inicial interés del público por visionar la cinta, al rebufo del éxito que había tenido la novela, y un fracaso de esta tras los primeros días desde su estreno cuando el público comprobó -se supone que la mayor parte de él no había leído la novela y se acercaba a las salas por el eco de su éxito literario- que aquello no iba de batallas contra alienígenas invasores, sino de un virus procedente del espacio exterior. Pero lo cierto es que en aquel año de 1969 en el que se editaba el libro en Norteamérica (a las pantallas de cine llegaría algo después), las preocupaciones de aquella ya lejana sociedad eran otras a las que vaticinaba aquella novela: la guerra fría daba sus últimos coletazos mientras el hombre llegaba a la Luna y la amenaza nuclear era algo muy presente en el imaginario colectivo. Nuestro país, en cambio, seguía atravesando su particular travesía del desierto, y mientras Franco designaba sucesor al que mucho más tarde sería Juan Carlos I,  la tímida apertura al exterior junto a la economía explican que no terminaran de saltar las costuras del régimen franquista. Hoy, más que ‘La Peste’ de Camus, donde si bien es cierto que esa historia centrada en la epidemia que azota la ciudad argelina de Orán, y las consecuencias de tal hecho sobre la población, nos dibuja un escenario en algunos aspectos  asimilables a la situación actual, es en el libro de Crichton donde encuentro una sorprendente y premonitoria visión del futuro, un futuro que se ha hecho presente ante nuestros sorprendidos ojos. Hoy, en la soledad de mi habitación releo nuevamente sus páginas, y siento el escalofrío que en aquel lejano 1972 no sentí, ese escalofrío que nos provoca todo lo desconocido cuando juega con el concepto de nuestra propia existencia. Ramón Clavijo Provencio

ABASTECIIENTO


Aunque a estas alturas quién más quién menos estará del coronavirus hasta la punta de lo que a cada lector se le ocurra, no me resisto a comentar una circunstancia que me llena de nuevo de ese pesimismo cuando del ser humano se trata y, en concreto, de nuestros conciudadanos. Cuando se dio la voz de alerta o alarma, de inmediato todos a la carrera frenética, al asalto a los supermercados; el abastecimiento de alimentos de primera necesidad era la obsesión, y mi pregunta, iluso de mí, fue ¿y las librerías? Por muchas imágenes que salían en la tele, no aparecía ninguna en ellas, solo los rollos de papel higiénico que surcaban los aires con destino al carrito de la compra. En ‘El infinito en un junco’ (un libro que es un pozo sin fondo de posibles artículos y que no me cansaré de recomendar), Irene Vallejo hace un repaso por esas historias en las que el ser humano, ante situaciones límites, ha encontrado el consuelo y la salvación en los libros. Por ejemplo, el testimonio de Nico Rost, prisionero en Dachau, que se atrevió a desafiar las duras condiciones de aquel terrible campo de concentración y que escribió: “Quien habla del hambre acaba teniendo hambre. Y los que hablan de la muerte, son los primeros que mueren. Vitamina L (literatura) y F (futuro) me parecen las mejores provisiones” (pág. 239). O el ejemplo de Elena Korybut, condenada a diez años en las minas de Vorkutá (más allá del círculo polar), para quien un libro de Pushkin, que pasó por miles de manos, fue su salvación (pág. 241). O el de Michel del Castillo en Auschwitz, salvado por ‘Resurrección’ de Tolstói (pág. 242). No estamos afortunadamente ni en un campo de concentración nazi ni en las minas de Vorkutá, pero el efecto liberador, terapéutico de un libro nunca se ha perdido. En estos malos tiempos que a todos nos ponen a prueba, la lectura sigue siendo un alimento de primera necesidad. José López Romero.

viernes, 28 de febrero de 2020

A(NA)LFABETOS


Leyendo el otro día ‘El infinito en un junco’, el maravilloso libro de Irene Vallejo que ya reseñara hace unas semanas en esta misma página mi compañero Ramón Clavijo, me acordé de la historia contada por el explorador y reportero John Wilkins en su viaje a Norteamérica en 1641, que Umberto Eco incluyó en su  ‘Los límites de la interpretación’, en la que refería el asombro de un joven esclavo indio por su ignorancia ante el papel escrito, que lo había delatado por dos veces cuando, encomendado por su amo, le había llevado unos higos a un amigo y en el camino había dado cuenta de buena parte de ellos. La relación de la anécdota terminaba con estas palabras: “Pero como fue reprendido con más firmeza que la vez anterior, confesó su falta y admiró la divinidad del papel, prometiendo cumplir en el futuro todas sus encomendaciones con fidelidad”. Irene Vallejo también aborda en su libro el problema del analfabetismo y nos ofrece el dato extraído del I.N.E.: 670.000 en España, en 2016. Pero lo que interesa no es el dato, sino el sufrimiento que padece el analfabeto en esta sociedad de hoy, definida por todos y por antonomasia como la sociedad de la información y la comunicación. En un relato que nos estremece y nos parece de otros siglos ya lejanos, cuenta Irene Vallejo las graves limitaciones de una persona analfabeta a la que conoció, y los trucos a los que tenía que acudir para solventar situaciones comprometidas, el más socorrido era el olvido de las gafas. I. Vallejo termina con este fragmento: “Recuerdo sobre todo el desamparo, el repertorio de pequeñas mentiras necesarias para pedir ayuda a los desconocidos sin pasar vergüenza”. Es ese mismo analfabetismo el que condena a Hanna, la protagonista de ‘El lector’ de Bernhard Schlink. Hoy, como la propia Vallejo dice, “damos por hecho que todo el mundo aprende a leer y escribir en la infancia”, y es cierto en apariencia. Hoy, a excepción de esas 670.000 personas, nadie puede considerarse analfabeto: todos hemos ido al colegio y allí nos han enseñado a leer, escribir y otros y variados conocimientos, que hemos aprovechado con suerte diversa. ¿Y solo con eso ya podemos considerarnos alfabetizados? Bastaría con ponernos a la puerta de una gran superficie comercial para darnos cuenta de que con eso solo no basta. Leer exige su práctica, como escribir, como incluso actualizar diversos conocimientos y, sobre todo, exige reflexión y sentido crítico ante los problemas que acucian a esta sociedad y que son de todos; pero echamos una mirada a nuestro alrededor y el panorama está más cercano al analfabetismo: no se lee, no se escribe y, según mi compañero y amigo Cipriano, nada se sabe y, lo que es peor, ni ganas de saber que tiene ese vulgo, del que decía Lope de Vega que había que “hablarle en necio para darle gusto”. Hoy todos sabemos leer un rótulo de una calle o la carta de un restaurante (ejemplos que aduce Irene Vallejo), pero eso a muchos no los hace menos analfabetos. José López Romero.

ALEJANDRÍA


Nos llegan ecos de la fastuosa y nueva Biblioteca de Alejandría, donde un exultante Hussein Bassir, director del Museo de antigüedades del complejo, nos habla de las maravillas de estas nuevas instalaciones que albergan ocho millones de libros, y que se está convirtiendo en un foco de atracción turística hacia el país del Nilo. Pero Alejandría no es ya  la ciudad fundada por el Magno, ni siquiera la cosmopolita urbe que en algún momento recorrieron Durrell o Kavafis. Leyendo el magnífico libro de la filóloga Irene Vallejo ‘El Infinito en un Junco’, en el que la autora nos guía por el mundo del libro en la antigüedad, esta nos da detalles de la decadencia de una ciudad, donde dudamos mucho que las nuevas instalaciones de la Biblioteca la hagan recuperar el brillo perdido. “Viajeros que regresan de la ciudad me cuentan que la ciudad cosmopolita y sensual ha emigrado a la memoria de los libros” (‘El infinito en un Junco’, Irene Vallejo. Siruela, 2019). Porqué cuando se habla de este nuevo mega proyecto da la sensación que lo que se pretende es crear un elemento que atraiga a las masas, más que una institución que verdaderamente sea un foco cultural sin par. Y es que en esta sociedad de la información, y donde los hábitos de lectura han cambiado irreversiblemente ante la irrupción de las nuevas tecnologías, una biblioteca como la de Alejandría solo tiene sentido en la mente de personajes excesivos como Hussein Bassir. En la actualidad se siguen necesitando, y diríamos que más que nunca, bibliotecas y bibliotecarios, pero la necesidad real está más en la creación de pequeñas y medianas bibliotecas con personal muy cualificado, para que actúen como referente cultural e informativo de los lugares donde estén ubicadas, que mega proyectos como el de Alejandría. En Jerez como en tantísimos lugares, urge ya el replanteamiento por parte de la administración del nuevo papel de las bibliotecas en esta sociedad de la información. Ramón Clavijo Provencio


viernes, 7 de febrero de 2020

DON PERIQUITO Y OTRAS DELICIAS GRÁFICAS


“Una equivocación en un periódico contenida es una mentira permanente que siempre está haciendo daño…, el periodista tiene que ser persona de talento, limpio de corazón, firme de voluntad, de juicio claro y de conciencia recta.” Parecen frases sacadas de un manual de deontología periodística, pero proceden del primer número de ‘Don Periquito: revista semanal instructiva y recreativa dedicada a la infancia’, publicada en Jerez entre 1912 y 1913 en la Litografía Jerezana y dirigida por Manuel Olías. Tiempos revueltos para España (para variar), con dos presidentes del gobierno asesinados en poco más de diez años a manos de pistoleros anarquistas, los talibanes del momento, y una sucesión de cinco gabinetes en tres años. Aun así, el nivel cultural se intentaba mantener, a la par que el recreativo, surgiendo semanarios que procuraban entretener además de educar al público, como el referido, en cuya presentación ya avisaba: “vengo a distraeros sabiamente”. La primera lección que imparte versaba sobre cómo debía ser un periódico y cómo un periodista, de donde hemos entresacado las frases del comienzo. El editorialista acababa advirtiendo que “si algún hombre malo se disfraza de periodista no dejen ustedes que ande por ahí mucho tiempo disfrazado, quítenle la careta enseguida que puedan y denle al momento una buena mano de azotes”. Actualmente aunque el nivel de los profesionales de la información es alto, másteres a pares incluidos, aún queda alguno por ahí (y alguna, lenguaje inclusivo que no falte) al que habría que “correr a gorrazos”. Y a algún que otro columnista que nos tortura una vez por semana, también. El ‘Don Periquito’ ilustraba sobre literatura, música, ciencias, alimentación…, con alguna que otra poesía y chascarrillos adaptados a los menores. Por la misma época apareció ‘Don Fastidio’, que se refería a la corporación municipal como colección de animales salvajes (“menagerie”) y del que ya hablamos en este mismo espacio. Llama la atención comprobar cómo unos calificativos que hoy conllevarían denuncia segura, eran adjudicados por los medios a los personajes públicos sin pudor alguno y sin represalias legales. Será que vamos progresando. El periodismo gráfico español había empezado a modernizarse con publicaciones como ‘Nuevo Mundo’, ‘Estampa o Crónica’, aunque los antecedentes haya que buscarlos en las caricaturas creadas por John Leech, paraPunch’, un magazine satírico-humorístico fundado en 1841 en Londres. Pero nuestro ‘Don Periquito’ tiene su más claro precursor en ‘The boy’s own paper’, también londinense, que con una longeva existencia (1879-1967) se dedicó a la educación infantil con historias, técnicas de estudio, juegos, deportes o concursos de ensayos. Personajes inolvidables como Corto Maltés, Roberto Alcázar y Pedrín o semanarios como ‘Flechas y pelayos’ conviven estos días con los usuarios de la Biblioteca Municipal Central, en la muestra “Del comic a la novela gráfica”, un ejemplo más de la riqueza patrimonial que atesora. NATALIO BENÍTEZ RAGEL.

DISPERSO


“Te noto disperso, father”. Mi hija y su ojo clínico. “¿Y eso?”, le pregunto sorprendido. “Es que te he visto de acá para allá, que si ahora coges un libro, que si después otro… La edad, father, esos años de más, como los kilos”, mi hija y sus magníficos métodos de motivación y autoestima. Y la verdad es que razón no le falta, lo reconozco (no los años, que también). Desde que le dieron el Premio Nobel a Peter Handke he intentado leer al menos tres novelas y de ninguna de ellas he logrado pasar de la página veinte. ¡Yo, que no cerraba un libro hasta que no me lo hubiera metido entre pecho y espalda, aunque no me hubiera enterado de nada! ¿La edad? Pues habrá que concederle toda la razón a mi hija. Uno se da cuenta de que ya no tiene tiempo suficiente para perderlo en libros o, más extensamente, en una literatura que tiene la descripción por castigo del lector (algún ejemplo podía poner del tal Handke que roza casi lo absurdo). ¿Nobel? Pues con su pan se lo coma. No será el alemán el primero ni el último de una cada vez más larga lista de escritores indigestos. Quizá ya no le encuentre tanto gusto (¿o masoquismo?) a los libros de escritores que como el citado o, por poner un ejemplo patrio, Juan Benet, tienen por uno de sus principales objetivos la tortura lectora. Y sin embargo, siempre he admirado a Bernhard o a Juan José Saer, por citar escritores de estilo poco condescendientes con el lector. Es posible que mi dentadura lectora ya no esté para carnes demasiado duras. Pero ha dado la casualidad de que al mismo tiempo que mi dispersión de Handke, me he topado con ‘Génie la loca’, una novela de Inès Cagnati (reseñada en esta misma página). ¡Y con cuánta sencillez, con cuánta simplicidad se puede transmitir tanta sensibilidad y estremecedora belleza! Y aunque todo estilo es respetable y tiene su lugar, muchos de privilegio bien ganado en la historia de la literatura, uno no puede por menos que preguntarse si es necesaria tanta complicación, cuando Cagnati nos da una lección de lo que es una literatura que está al alcance de muy pocos por su extrema y conmovedora sencillez.  José López Romero. 

domingo, 19 de enero de 2020

HAROLD BLOOM


La muerte de Harold Bloom puede significar un antes y un después para la crítica literaria. Desde hace muchos años el británico se había convertido en una referencia para tomarle el pulso a la historia y evolución de la literatura, tanto más si cabe desde la publicación de ‘El Canon Occidental’ (Editorial Anagrama, 2006), que se convirtió de la noche a la mañana en libro de obligada consulta pese a la pobre presencia en él de la literatura en castellano, lo que en su día originó una gran polémica en nuestro país (aunque este Canon más que Universal  gire en torno a Shakespeare y, en todo caso, a la literatura anglosajona, que es la que realmente importaba a Bloom). El panorama que queda tras su muerte es sin duda el de una crítica empobrecida y de poca influencia (salvo contadas excepciones), donde imperan textos calculadamente ambiguos cuando no prescindibles, y que en muchos casos desprenden un tufillo más propagandístico que crítico. Con este panorama no son extraños casos como el de Ignacio Echevarría, que se vio enfrentado con su periódico “El País” por una mala crítica que escribió de un libro de Atxaga, publicado por el  mismo sello editorial que el  del mencionado diario . “La critica está herida de muerte, apenas quedan críticos y el hombre de letras carece del prestigio que tuvo en los años sesenta o setenta del pasado siglo”, escribía no hace mucho el profesor y también crítico literario Francisco García Pérez. “Sin duda se seguirán escribiendo buenos libros, aunque aumentarán los malos”, vaticinaba también José María Merino, por lo que si estamos de acuerdo con esta última afirmación no es difícil prever la creciente importancia de la crítica  y la necesidad de mantener la objetividad, calidad e integridad de la misma en esta feria de las vanidades e intereses encontrados, en la que se ha convertido el universo literario.  Echaremos de menos sin duda a Harold Bloom. Ramón Clavijo Provencio