jueves, 28 de mayo de 2009

Revolución


Mi compañero de página, que alardea de visionario, no para de lanzarnos mensajes sobre la revolución que en el mundo del libro se avecina, si no es que ya está aquí. Si no son los e-books un día, son las maquinitas expendedoras de libros como si de condones se tratasen de las que hablaba la semana pasada. ¿Estaremos realmente ante una revolución? Pues en verdad no sería la primera que remueve los cimientos del libro y, como las anteriores, de seguro que abre nuevas perspectivas, y con ellas, algún que otro cambio en las costumbres. Si definitiva fue la de Gutenberg, no menor fue la de Aldo Manucio a principios del siglo XVI y la de la familia Elzevir a principios del siglo XVII que inundaron toda Europa con los primeros libros de bolsillo, ediciones de los clásicos en pequeño tamaño, en letra cursiva o garamond y a módicos precios; fue la mejor forma de democratizar la cultura: ponerla al alcance de cualquier economía, aunque estuviese sumida en profunda crisis; en mí tienen estos impresores un rendido (por no decir “fanático”, que suena a exageración) admirador. Pero ¿qué se cuece en estos tiempos que todos los lectores nos hemos puesto a la expectativa? Si hasta a las páginas de color salmón ya han saltado los dichosos e-books, no nos debe extrañar que algo de verdad puede que lleven las palabras de mi visionario amigo. En otras revistas leo noticias como el magno proyecto de digitalización de la Biblioteca Nacional bajo la dirección del prestigioso filólogo Pablo Jauralde, patrocinado con 10 millones de euros por Telefónica; o los 14 millones de libros que en cinco años quiere Google almacenar en sus depósitos informáticos; o incluso, con cierta visión de futuro, el proyecto de la agente por excelencia de la literatura española, Carmen Balcells, titulado “palabras mayores” que consiste en ofrecer a muy módicos precios lo mejor de García Márquez, Vargas Llosa o Juan Marsé a través de una distribuidora on-line; o la más llamativa: se estima que en el año 2015 (esto es, a la vuelta de la esquina) el libro electrónico represente el 50% del negocio editorial; y no digamos la iniciativa de cambiarle al infante la mochila por un libro electrónico, en el que estén cargados todos los manuales que tanto daño les hacen a sus tiernas espaldas. ¿Revolución? Vayamos despacio. Y para ello nada mejor que acudir a uno de los señores que hoy por hoy saben más de libros y revoluciones culturales: Umberto Eco, quien acaba de sacar un libro que se titula nada más y nada menos que “No esperéis libraros de los libros”, en cuyas 350 páginas despliega el gran semiólogo, novelista y bibliófilo italiano toda una batería de argumentos para defender precisamente el título de su trabajo. ¿Librarme yo de mis libros? Antes me libraría de mi… (no me había dado cuenta de que la tengo a mi espalda leyendo lo que escribo) ordenador. Por mi parte, con una taza aún humeante de café sobre la mesa, me dispongo a leer la novela de Eça de Queiroz El conde Abraños en una deliciosa edición de Renacimiento. Sin duda que a este libro no se le acaba la batería, ¿verdad, cariño? “Eso. Ahora intenta arreglarlo” –le oigo cuando ya se aleja. Hoy, sin postre, seguro. José López Romero.

Encuesta


Cada vez me resulta más insoportable aguantar esa costumbre de los medios de comunicación, consistente en preguntar a todo personaje medianamente popular, cuando fallece alguien relevante dentro del mundo de la cultura, sobre el recién desaparecido. Y claro luego sucede lo que sucede, que con la mayor parte de esas opiniones cogidas a vuelapluma, y que podrían dar para una nueva antología del disparate (aunque éste no precisamente de escolares), muchos famosos se retratan sin complejos ante el público sobre su auténtico bagaje cultural. La reciente muerte de Benedetti, me ha servido para ratificarme en esta opinión, y no es que, ingenuo de mí, pensara que a todo personaje público que preguntaran por el escritor uruguayo, debería haber leído la totalidad de la extensísima obra que nos ha legado, pero a estas alturas aún me sorprendo de la “cara”, o desvergüenza, con la que algunos hablaban sobre su admiración por el autor de “Poemas de oficina”, aunque no cayeran en la cuenta de que El Aleph lo escribiera Borges o que Madrid no es Montevideo . Estas encuestas propiciadas por la actualidad, aunque puedan parecer anecdóticas, nos dibujan el verdadero papel de la cultura en este país. Nos acordamos de ella en las fiestas y en los cementerios, pero el resto del tiempo la inmensa mayoría del país vive ajena a su pulso. Hace unos días conocí a una gran lectora. Su nombre no es popular, ni falta que le hace, y quizás por ello no suele ser abordada por ningún periodista para recabar su opinión cuando viene al caso, pero pasé unos muy agradables momentos cuando me mostraba su biblioteca formada a lo largo de años de inquietud lectora. Siempre es gratificante, ahora que los tradicionales espacios dedicados a la biblioteca familiar, parecen estar siendo desplazados por discutibles ideas decorativas, o por aparatos que representan los últimos avances de la tecnología, conocer a alguien que no solo mantiene a “la biblioteca”, como el corazón de su vivienda, sino que te puede hablar de Benedetti con la sabiduría de una lectora de muchos de sus libros. Ramón Clavijo Provencio

miércoles, 20 de mayo de 2009

Cine


Creo que fue mi amigo y compañero Carlos Rigual por aquellos años del Instituto Asta Regia (de gratísimo recuerdo), quien me dijo la siguiente frase que él mismo había oído: “de una mala novela se puede hacer una buena película, y viceversa: de una buena novela se puede hacer una mala película”. Y así es realmente la historia de las relaciones que, como los matrimonios, han mantenido siempre el cine y la literatura: buenos y malos momentos por igual. Desde el amor hasta la pasión, desde el odio hasta el rencor. Para Juan Marsé su matrimonio con el cine tiene más de lo segundo que de lo primero; nunca se ha cansado de decir que sus novelas no han tenido suerte cuando se han pasado a la pantalla; y eso le ha llevado a la conclusión de que “el problema del cine español no es la piratería, sino la falta de talento”; una afirmación realmente dura y que muestra a las claras su decepción. Y quizá haya que darle la razón al flamante Premio Cervantes porque honrosas por escasas son las excepciones que ahora se nos vienen a la cabeza de películas españolas que, tomando como guión alguna obra literaria, merece la pena verse, aun participando en aquél el autor de ésta. En cambio, mucho mejores son las adaptaciones para la televisión que se han hecho de algunas de nuestras emblemáticas novelas del XIX: La Regenta, Fortunata y Jacinta, Cañas y barro, o incluso Los gozos y las sombras de G. Torrente Ballester. Parece que la televisión, por su posibilidad de convertir una novela en serie, es un medio que se acomoda mejor a la literatura; como pasa con el teatro y aquel añorado programa “Estudio 1”, donde buena parte de muchas generaciones pudimos disfrutar y conocer lo mejor del teatro tanto nacional como extranjero de todos los tiempos. En esto del cine, la televisión y la literatura, quizá los ingleses sean un referente en el que deberíamos mirarnos y aprender. Ahí están series como Yo, Claudio y, sobre todo, las versiones que de las obras de Shakespeare ya hiciera (muchas en blanco y negro) sir Laurence Olivier y, más moderno, el magnífico actor y director Kenneth Branagh, que deberían ser modelos para nuestros directores de cine. En este sentido, guardo como oro en paño en cinta de vídeo su película Enrique V, que me hizo comprar el drama de Shakespeare sólo para poder leer y releer el emotivo discurso o arenga que el rey le dirige a su menguado y exhausto ejército inglés antes de la batalla de Agincourt. ¿Falta de talento de nuestro cine? Salvando excepciones, ya digo, incluso cuando han versionado clásicos, el resultado no ha podido ser más horrible, y ahí están El libro de buen amor, La Celestina o La lozana andaluza para no desmentirme. Nada que ver con los ingleses. Y ya que hablamos de cine español, valga un ejemplo de bodrio; el otro día me castigué con una película titulada Fuera de carta, realizada a la mayor gloria de Javier Cámara. Si ése puede ser el modelo de comedia o cine, en general, que se hace en España, no dudo lo más mínimo que esté en crisis. Si en la esfera internacional, nuestros más célebres representantes son actualmente Almodóvar y sus chicas y chicos, cuando no hace mucho eran Buñuel, Saura, Paco Rabal, Fernando Fernán Gómez e incluso Alfredo Landa en su espectacular madurez, no me extraña que se dude del talento de nuestro cine. Ni talento, ni color. José López Romero.

Máquinas


“¿Pero no estamos hablando que el libro en papel está condenado a desaparecer?” Me pregunta Atanasio, mientras hojea la prensa local entre el penetrante olor a café del “San Pedro “. Y es que le ha llamado la atención esa noticia que da cuenta de una máquina expendedora de libros (Espresso Book Machine). Sí, sí, como lo oyen…Se elige entre un amplísimo catálogo de libros que oferta el artilugio (400.000), y una vez que nos hayamos decidido, le damos a un botoncito y en breves instantes tenemos el libro como recién salido de la imprenta, incluso con su embalaje de plástico protector. “Por lo visto, vuelve a comentar la noticia en voz alta Atanasio, el éxito de la máquina es arrollador, y la librería donde está instalada en Londres, no da abasto. ¿Pero cómo se explica esto, Ramón?” La verdad, le respondo, es que no lo sé; me parece una especie de paradoja esto de que llevemos décadas hablando de que el libro tradicional desaparece (incluso estos meses son noticia la aparición de nuevos modelos de libros electrónicos), y sin embargo aparece esta máquina que expide al instante el libro en papel que queramos, incluido libros descatalogados desde hace décadas (una de sus evidentes ventajas), y arrasa. Atanasio deja el periódico y parece olvidarse de su efímera curiosidad cultural para concentrarse en el bocata de tortilla que le acaban de traer; yo, mientras, le doy un sorbo al buen café de este acogedor bar, y pienso en la evidente influencia de las nuevas tecnologías sobre muchos de nuestros hábitos. Por ejemplo, cómo gracias a ésta podemos decir que se ha recuperado el género epistolar, aunque por otro lado el correo electrónico esté significando que la carta en papel, esté condenada a la desaparición definitiva. Pero no siempre la implantación de algo nuevo tiene que llevar a la desaparición de lo anterior. En el caso del libro más parece que vayamos a una coexistencia entre nuevos y viejos formatos, ello explicaría el éxito de nuevas técnicas aplicadas a la edición del libro en papel (la nueva máquina londinense), sin que por ello se deje de avanzar en la comodidad y prestaciones de los nuevos modelos de libros electrónicos. Ramón Clavijo Provencio.

jueves, 7 de mayo de 2009

Pintores y fotógrafos viajeros


Uno de los aspectos más interesantes, dentro del enorme corpus escrito que nos ha dejado la literatura viajera sobre nuestro país, especialmente la que abarca desde el último tercio del siglo XVIII al primer tercio del siglo XX, es la de los ilustradores. Al mismo tiempo que los viajeros daban cuenta por escrito de sus impresiones sobre España, muchas veces también nos dejaban dibujos e interpretaciones pictóricas de los lugares que visitaban. Unas veces estas eran hechas por acompañantes del propio escritor-viajero, que viajaba solo con este singular cometido; en otras ocasiones concurrían en una misma persona las facetas de escritor y dibujante. ¿Qué imágenes de España, de Andalucía nos dejaron estos dibujantes, y en qué libros y reediciones podemos interesarnos por ellas? Quizás, si hubiera que nombrar a algunos de los más relevantes, apostaríamos por los británicos Edward Locdke (“Vistas de España”, 1824), David Roberts (“Apuntes de España”, 1837) y John Lewis (“Apuntes de España y el carácter español”, 1837, que estuvo precedido por una serie sobre la Alhambra). También los franceses Doré y Davillier (“Viaje a España”) Chapuy, o Parcerisa entre los venidos de la península Itálica. Muy interesante y menos conocido, es el legado fotográfico de los viajeros, cuyo ejemplo más representativo es el libro la “España incógnita”, publicado en 1922, obra del viajero y fotógrafo alemán Kurt Hielscher, cuya visión de nuestro país en los años previos a la segunda Republica, ya con una cámara Nikon y no con los pinceles, siguió reforzando esa España distinta, oscura, trágica, pero cautivadora propia de la mentalidad romántica. Actualmente es la Hispanic Society la que conserva la totalidad de su colección de fotografías (1.600) sobre nuestro país (una de ellas de la Cartuja de Jerez), y de las que solo se han publicado hasta hoy unas trescientas. A Hielscher le precedieron otros ilustres, ahora redescubiertos, como Charles Clifford o Jean Laurent; lo cierto es que cada vez más son los estudiosos que se interesan por el legado fotográfico, de aquellos que recorrieron las rutas peninsulares desde finales del XIX, como lo hemos podido comprobar en la reciente exposición, con vocación itinerante, celebrada en La Carolina “La Andalucía imaginada”. Volviendo a los pintores, nos cuenta el investigador José Alberich (“Del Támesis al Guadalquivir”), que estos debían tener mucho cuidado de no ser detenidos, sobre todo en la convulsa España de mediados el XIX. Era un trabajo incómodo, que levantaba normalmente las sospechas de las autoridades militares. Richard Ford advertía que en cualquier circunstancia serían interrumpidos y arrestados en caso de que el motivo de sus dibujos fuera fortificaciones o vistas de la ciudad. Incluso el mencionado Edward Locdke tiene una obra titulada “El artista vigilado”, lo que demuestra hasta qué punto era obsesivo la preocupación de las autoridades decimonónicas españolas, sobre la actividad de los viajeros extranjeros, especialmente la de los pintores. . Ramón Clavijo Provencio.

La familia




El otro día se me acerca un compañero, con el que trato escasamente pero al que le consta mi devoción por la lectura, y me espeta la siguiente confesión realmente compungido: “Pepe, tengo familiares a los que sólo les gusta leer best-sellers; cuantos más ejemplares vende un libro, más miembros de la familia lo leen”, pero de inmediato se justificaba: “menos mal que es familia en tercer grado, y alguno sólo familia política. No podría llevar esta carga si no fuera de esta manera”. Ya me habían avisado de lo “raro” del personaje y hasta de ciertas fobias o manías, algunos hasta aventuraban una más que sospechosa afición a toda clase de escritos sobre asesinatos en serie. Los escrúpulos, en lo tocante a familia y gustos literarios, no paraban aquí. Quienes lo tratan con más intimidad dicen que recibe en su casa a aquellos familiares (sólo en festividades muy señaladas) con un ejemplar del “Quijote” que les pasa a modo de detector de metales o como sahumerio por todo el cuerpo, y cuando los hace pasar al salón, les va recitando versos de Garcilaso a sus espaldas, como si fueran plegarias purificadoras. Nadie sabía cómo llegaba a enterarse, pero tenía consignadas en una libretita, que guardaba con verdadero celo, las lecturas que hacían aquellos inocentes familiares y, en unas páginas especiales tenía anotados los nombres de aquellos que habían leído “La catedral del mar”, “Los pilares de la tierra”, “Un mundo sin fin” y tres o cuatro novelas históricas actuales a las que, decían las malas lengua, les había hecho vudú y había posteriormente quemado junto con una foto de sus autores. Yo, al igual que este compañero, también tengo familiares que son lectores exclusivos de best-sellers, aunque afortunadamente también son en tercer grado pero, y valga la diferencia, no tengo una libreta en la que anoto sus infamias ni los recibo con el “Quijote” o con versos de Garcilaso, aunque tampoco esperan ya de mí que les haga una fiesta cuando vienen a mi casa; mi mujer me obliga a ofrecerles una copa de vino, que por supuesto les pongo del peor que tengo. Sin embargo, cada vez que en las reuniones familiares se toca el tema de la lectura, me empieza a correr un sudor frío por todo el cuerpo, las manos me empiezan a temblar y la cara se me transfigura. Hasta mi mujer más de una vez me ha comentado después de una visita: “¿Qué te ha pasado esta noche? Te temblaban las manos y se te puso una cara de psicópata que daba miedo”. De mañana no pasa que me compre una libretita. José López Romero.