lunes, 18 de diciembre de 2017

EL ARMA DEL LIBRO

Finalizada la guerra civil el mundo del  libro vivió una verdadera ofensiva de las nuevas autoridades para controlarlo. Es muy significativa  la frase que escribe el presidente del Instituto Nacional del Libro (INLE), Julián Pemartín, en el primer número de la revista Bibliografía Hispánica (Mayo- Junio 1942): “Tenemos que esgrimir el arma del libro en todas direcciones y contra toda clase de enemigos…” Y esa política se intentó llevar a rajatabla sobre todo en el primer periodo de la posguerra, y donde la censura es el primer elemento, incluso para algún investigador casi la única política del libro llevada por el régimen en esos primeros años. Lo cierto es que el control que las autoridades ejercieron férreamente sobre la radio, la prensa, el teatro o el cine jamás dio los mismos resultados con el mundo del libro. ¿Por qué? Gabriel Andrés en su documentada visión de este asunto, quizás esté acertando cuando escribe:  “En el entorno del libro, el Régimen encontró mayores dificultades de las esperadas para imponerse y para disciplinar con sus consignas la voluntad de una multitud de sujetos, protagonistas del mundo editorial no siempre fáciles de gobernar: autores, editores, impresores, libreros, bibliotecarios, traductores, ilustradores y, finalmente, los lectores que parecían mostrarse pertinaz y calladamente insumisos ante las prácticas totalitarias anunciadas en el ámbito de la lectura”. Esa política restrictiva sobre el libro iría suavizándose, aunque no antes de la década de los cincuenta, donde aparecen novedosos medios para acercar el libro a los ciudadanos como los primeros bibliobuses (ver ilustración). En alguna ocasión hemos escrito sobre lo que sucedía en Jerez en torno a este asunto, y la verdad es que no fue esta ciudad  una “rara avis” dentro del panorama general. Aquí se vivieron razias sobre  librerías y  bibliotecas de todo tipo, consecuencia de la aplicación de las directrices que sobre el libro regía para todo el territorio peninsular. La aplicación de esa normativa en muchos casos culminaba en la destrucción, pero no fueron pocas también las ocasiones en que la picaresca hizo acto de presencia cuando algunos reputados hombres de letras colaboradores del Régimen, aprovecharon sus posiciones para desviar a fines particulares muchas de las piezas incautadas -las más valiosas- para enriquecer sus propias bibliotecas y salvando así, y no por fines altruistas, un patrimonio que en muchos casos hubiera desaparecido. El caso más llamativo es la gran biblioteca de José Soto Molina, cuyos fondos  se han podido estudiar en profundidad por una finta del destino, ya que a la muerte del bibliófilo, que no dejó herederos, pasaron a la Biblioteca Municipal de Jerez. Pero hay muchos más casos no tan fáciles de rastrear. También sigue aún no estando claro el papel de la mencionada Biblioteca Municipal en aquellos años, lugar donde se depositaban provisionalmente muchos de los libros que incautaban las autoridades. Casos que solo una paciente búsqueda de nuevos datos logrará desvelar. Ramón Clavijo Provencio

INFLUENCER

“¿Estás leyendo algo? No”, con ese lacónico “No” despachaba la pregunta una tal Dulceida, para el siglo Aida Domenech, barcelonesa, veintiséis años, y de profesión ‘influencer’ o, como ella prefiere, 'fashion blogger'. Para introducir la entrevista la periodista nos adelanta unos datos que a aquellos más que iniciados, enviciados en ese mundo de las redes sociales  pueden parecerles estratosféricos: “una marca que vale dos millones de seguidores en Instagram y atrae colaboraciones de firmas de lujo”. Apabullante. Y ya tenía yo ganas de habérmelas con una de estas ‘influencers’, sobre todo para saber de sus gustos, sus estudios, a qué se dedican, sus lecturas… Y aquella entrevista me vino que ni pintiparada para satisfacer mi curiosidad que, después de leída, se trocó en decepción. La entrevista, tanto las preguntas como las respuestas, no era más que un cúmulo de frivolidades que iba perfilando una vida superficial, expuesta a la contemplación en las redes de esos dos millones de seguidores tan vacíos como la protagonista, la tal Dulceida. Que si su línea de ropa, que si los enormes armarios de su casa, que si su móvil, sus viajes, la música que prefiere, cuándo se pone los cascos… Pero mi curiosidad fue aún más lejos, no quería quedarme solo con la imagen hueca de la entrevista, y me metí en su página: cientos de fotos de todos los colores, y en todos los espacios y tiempos, pero nunca leyendo, en ninguna aparecía un libro. Una pregunta como ¿qué estás leyendo ahora? presupone el hábito lector del interrogado, quizá por eso la entrevistadora la formulase en estos términos “¿Estás leyendo algo?” lo que ya es altamente significativo, ¿qué puede haber dentro de ese “algo”? nada, como la respuesta de Dulceida, a la que siguen dos millones de replicantes, un rotundo “No”. Pues bien, estos son los modelos, las influencias que los jóvenes reciben de las redes sociales. Por eso, a la pregunta ¿qué quieres ser de mayor? La mayoría responde “famoso”, es decir, “algo” o nada. José López Romero.

viernes, 1 de diciembre de 2017

EL QUIJOTE DEL CENTENARIO

Mariano Fortuny se encontraba afincado en Roma cuando se enteró de la llegada de un joven pintor español que no había ido a verle. Se dirigió a su estudio a las afueras de la capital,  y examinó con suma atención los cuadros y bocetos del taller, reparando especialmente en uno de ellos llamado “El rey, que Dios guarde”. Le preguntó al autor el destino de ese cuadro, a lo que el incipiente artista respondió: “Para nadie, llevo seis meses en la ciudad y no he vendido nada”. Fortuny se lo compró, y a partir de ese momento la cotización de aquel pintor subió como la espuma. Se trataba de José Jiménez Aranda, que ilustra este artículo, nacido en Sevilla en 1837. Discípulo de cultivadores del romanticismo como Cabral Bejarano o Eduardo Cano, fue incansable viajero que fijó residencia en lugares como Madrid, París o Valencia, pero jamás estuvo pensionado por persona o institución alguna, viviendo hasta el fin de sus días del producto de su trabajo. Nadie lo subvencionó. Qué diferencia con el momento actual, en el que subsidiados, pensionistas y prejubilados que no llegan a los sesenta van a ocasionar que cuando la generación del “baby boom” lleguemos a nuestra edad “jubilosa” estemos haciendo cola en la beneficencia con una mano delante y otra detrás. Aranda se instaló brevemente en Jerez, pero su estancia fue muy fructífera, ya que además de trabajar en la restauración de las vidrieras de San Miguel (Caballero Ragel, 2007), sacó tiempo para echarse novia, siendo la afortunada Dolores Velázquez, que a la postre se convertiría en su esposa. Pero el motivo de traer al pintor sevillano a esta sección es la colección de más de setecientas litografías que ilustraron el “Qujote del Centenario”, publicado en Madrid a partir de 1905, dos años después de su muerte, y continuando hasta completar la obra en 1908. Prologado por el escritor y arqueólogo José Ramón Mélida y Alinari, se convirtió en el primer coleccionable del clásico de Cervantes, saliendo en entregas sucesivas hasta completar doscientos cuadernos con cuatro láminas cada uno. Aunque también se publicó el texto, lo principal son los dibujos, que se suceden en una secuencia tan fiel al texto que parece que estemos leyendo El Quijote visionando las láminas, pues tal era su intención, contar la historia del Ingenioso Hidalgo a base de ilustraciones. Es una obra rara, que solo encontramos catalogada en unas cuantas bibliotecas públicas además de en la Nacional, entre ellas las de Melilla, Bilbao, la “Celestino Mutis” en Cádiz o la de Palma del Rio en Córdoba. En Jerez no tenemos todos los cuadernos, aunque contamos con unas quinientas láminas. No hemos podido fijar con qué legado vino a parar la obra a nuestra Biblioteca, aunque sabemos que alguien llamado Ignacio de la Hera estuvo comprando los cuadernillos en Sevilla en el año de su edición, al precio de cinco pesetas cada uno, según rezan los recibos que nos han llegado. Hoy completan la colección de Quijotes que custodiamos en nuestra ciudad, a la vez que enriquece el fondo de materiales gráficos patrimoniales. NATALIO BENÍTEZ RAGEL.  

FIRMAS

Empezó en una presentación de un libro cuyo autor apenas conocía; una amiga le había insistido tanto que no encontró excusa para no acompañarla aquella tarde de un abril lleno de actividades en torno al libro. “Cuando termine el acto, nos compramos el libro para que nos lo dedique el autor”, le había dicho su amiga con la ilusión dibujada en su cara. Y fue aquella dedicatoria y la firma como un pistoletazo de salida de lo que con el tiempo se fue convirtiendo primero en una afición, para terminar en una obsesión por el autógrafo. Había escuchado que incluso grandes intelectuales habían sucumbido a lo que algunos llamaban mitomanía, hasta el punto de acudir a subastas internacionales con tal de hacerse con fragmentos del manuscrito del ‘Fausto’ de Goethe o una página de un cuaderno de trabajo de Leonardo, preciados tesoros que se contaban entre la colección que había logrado reunir un tal Stefan Zweig. Pero ella no llegaba a tanto, se conformaba con la dedicatoria y la firma de los escritores, y para ello no escatimaba ni el esfuerzo ni la tenacidad. No se perdía ni una presentación de libro, a la que acudía ya no con la ilusión dibujada en su cara, que le notó a su amiga aquella primera vez, sino con la obsesión por hacerse con un ejemplar dedicado y firmado de puño y letra. Y todos los años preparaba al detalle su viaje a la feria del libro de Madrid. Apuntaba en una libreta su recorrido por las diversas casetas para que ningún escritor o escritora se le pasara, aunque tuviera que esperar horas en una cola. Y así fue formando toda una colección de libros dedicados y firmados que enseñaba a sus amigos y visitas con el orgullo y la satisfacción de los que se saben privilegiados, únicos, distintos por el prestigio de su afición. Y contaba las anécdotas más sustanciosas para lograr el ansiado botín. Y en la soledad de su casa, cuando se sabía libre de la mirada de sus suyos, pasaba sus dedos por los libros, sacaba alguno de sus estanterías, lo abría por la página de la dedicatoria y lo volvía a colocar en su sitio. Leerlo habría sido una profanación. José López Romero.