viernes, 23 de febrero de 2018

FILOSOFÍA


“La Historia y la Filosofía se diferencian en que la Historia cuenta cosas que no conoce nadie con palabras que sabe todo el mundo; en tanto que la Filosofía cuenta cosas que sabe todo el mundo con palabras que no conoce nadie”. Esta frase, extraída de ‘La fugitiva’, extraordinaria novela (reseñada aquí hace unas semanas) del escritor nicaragüense Sergio Ramírez, premio Cervantes del pasado año, no por ingeniosa esconde menos verdad. Algunas áreas del saber se recrean en la complejidad, en la oscuridad del discurso para hacerlas más difíciles de entender por el común de los mortales, en ese prurito por dotar de prestigio a un conocimiento que de antemano ya los iniciados y expertos en estas materias consideran para pocos. La retórica ha sido de siempre un arte especialmente indicado y dominado por encantadores de serpientes o charlatanes de feria. ¡Cuántos votos no habrán conseguido algunos políticos solo con esa verborrea ampulosa pero hueca! ¡Divina la palabra! Y viene todo esto a relación por un breve artículo que José Luis Melero dedica a Juan Benet, incluido en su libro ‘La vida de los libros’ (de muy recomendable lectura). “Si me pidieran que hiciera un listado de mis libros favoritos, en él figuraría sin duda en lugar destacado ‘Otoño en Madrid hacia 1950’ de Juan Benet. Cómo alguien capaz de escribir ese libro extraordinario escribió a sus vez otros muchos completamente ininteligibles es cosa misteriosa que a mí se me escapa”, dice Melero en su texto. Y viniendo de quien venía esta opinión, de un acabado ejemplo de lector sin remedio como Melero, en ella he hallado gran consuelo porque a Juan Benet lo tengo apuntado en esa libreta negra que anda por casa, y que he titulado “escritores a los que no entiende ni su puñetera madre”; no pude en su momento con ‘Volverás a Región’ que creo recordar fue lectura obligatoria de algún curso de aquel lejano y llorado COU, para martirio de estudiantes, hoy convertidos en desertores de la lectura, y solo aguanté ‘El aire de un crimen’ y en cuanto leí a Melero me hice con un ejemplar de ‘Otoño en Madrid hacia 1950’ por ver si paso a Benet a otra libreta, aunque sea gris. Porque hay escritores que, como la Filosofía, piensan que más arte tienen cuanto más oscuro y enrevesado es su estilo, y cuentan esas cosas que todo el mundo sabe de una forma que no entiende nadie. Y como en la Literatura, en cualquier manifestación artística. Por eso también mucho consuelo me acaba de dar el gran Boadella, flamante presidente de Tabarnia, al comentar que las tres cuartas partes de las pinturas de Picasso son “una mierda” (literal). Y yo ya no sé si este consuelo mío responde a un sentir general, aunque silencioso (recuérdese el tradicional cuento del traje inexistente del rey, a quien nadie se atrevía a decirle que iba desnudo), o a una incapacidad personal por gozar de un arte solo para entendidos y apasionados diletantes. En cualquier caso, yo prefiero los potajes a lo Galdós, que las exquisiteces de Benet, quien por cierto despreciaba el arte para todos del “garbancero”. José López Romero.


NOTICIAS RELEVANTES


No ha estado huérfana la actualidad informativa de noticias culturales de cierta trascendencia. Junto a ellas, era inevitable, han llegado a la superficie otras más propia de un sainete, pero que sin embargo han protagonizado las conversaciones fugaces en las barras de los bares, ante ese café mañanero, como la de las “portavozas”, grito que rechina aún en nuestros oídos,  lanzado en una comparecencia en el Congreso por la diputada Irene Montero. Afortunadamente no son estos los hechos relevantes en la actualidad cultural de este país, aunque su monopolio de portadas en los medios de comunicación así nos lo hiciera parecer. Cuando hablo de noticias relevantes me refiero a algunas como la que nos da cuenta de que el historiador Santos Juliá ha sido galardonado con el premio Francisco Umbral. El motivo, la publicación de “Transición. Historia de una política española (1937/2017)”. Premio que aunque solo reconoce la aportación que se hace a nuestra historia colectiva en un excepcional texto –que algunos vaticinan pudiera ser considerado para el galardón de Premio al libro del año- , todo apunta a que es  también un reconocimiento a toda una obra. Pero la noticia que más me ha interesado estos días es la llegada –por fin- de   los archivos privados del gran escritor español Arturo Barea a la Biblioteca Bodleian de Oxford.  Esta importante donación ha estado potenciada con la realización de una importante serie de actos de homenaje a este escritor muerto en el exilio, y al que se deben libros como “La forja de un rebelde” o “La raíz rota”, la mayoría de ellos auspiciados por el Instituto Cervantes y localizados en Londres y Oxford, lugares representativos en su exilio británico. Pero lo que no podemos olvidar es la muy interesante exposición “Arturo Barea, la ventana inglesa”,  inaugurada el pasado diciembre en la sede madrileña del mencionado Instituto y a la que aún quedan algunas semanas para la clausura. Una propuesta esta indispensable para todo aquel que se quiera aproximar no solo a la figura de este escritor, sino a lo que significó el exilio para la historia de la cultura reciente de nuestro país. Ramón Clavijo Provencio

sábado, 10 de febrero de 2018

MÁS SOBRE JOYAS CARTOGRÁFICAS

Un mapa antiguo, tal como escribíamos en mayo del pasado año, puede ofrecernos valiosa información no solo geográfica sino también histórica, política o administrativa. Cambios de régimen político, alteración de los límites administrativos territoriales, desarrollo de campañas bélicas, progresos de las infraestructuras viarias, ubicación de lugares o monumentos desaparecidos, etc., son aspectos fácilmente legibles en cualquier mapa realizado con un mínimo rigor científico. En aquella ocasión, nuestro artículo abordaba algunos de los ejemplares más interesantes que conserva la Biblioteca Municipal Central de nuestra ciudad. Pero contamos con otra valiosa colección de estos materiales en la Municipal del Coloma, donde custodiamos el fondo antiguo del Instituto más antiguo de nuestra provincia, y seguramente de Andalucía. Concretamente son catorce las piezas de esta naturaleza, cuatro del siglo XVIII y el resto del XIX. Si existe algún colectivo profesional que se haya beneficiado especialmente de la aparición de Internet, éste es sin duda el de los bibliotecarios. Hemos llevado a cabo una exhaustiva búsqueda por las principales bases de datos bibliográficas que existen, tanto nacionales como extranjeras: la red de bibliotecas públicas del Estado, el catálogo colectivo del patrimonio bibliográfico español, la red de bibliotecas universitarias,la Biblioteca Nacional de España, la Library of Congress, la British Library, la Nacional de Francia o metabuscadores como “el buscón”, entre otros recursos. Gracias a esta labor de rastreo podemos afirmar con rotundidad que cinco de los ejemplares que conservamos pueden catalogarse como una rareza, por ejemplo la “Geographie moderne” del francés Jean Baptiste Clouet, publicado en París en 1793, un detalle del cual ilustra este artículo. Los sesenta y ocho mapas,  impresos a doble hoja de gran formato, están enmarcados por orlas adornadas con motivos marinos y vegetales. Además de nosotros, solo lo tiene la Biblioteca Pública del Estado en Ávila. Sin embargo, no es la pieza más rara de la colección. Ese honor se lo lleva el “Grand atlas de geographie physique et politique ancienne et moderne”, una edición parisina de P. Lethielleux que no hemos hallado en ningún otro centro por más que hemos buscado. Tampoco es que sea el mapa más llamativo ni más vistoso, ni siquiera el más antiguo, pues el impresor ejerció a principios del siglo XX, pero por escaso es siempre valioso. El más atractivo es otro que solo hallamos en la Nacional de España, el “Orbis vetus”, una obra monumental del cartógrafo de Luis XV de Francia, Didier Robert de Vagaundy. El “Atlas zu Alexander Humboldt's kosmos” (Stuttgart, 1861), otra de las muestras, solo está en la British Library. El  “Atlas del itinerario descriptivo de España”, de Laborde (Valencia 1826), o la serie, en tela desplegable, del“Atlas de España y sus posesiones de Ultramar”, de Francisco Coello (Madrid, 1848-1870), aunque presentes en muchas bibliotecas, son otras de las  joyas cartográficas conservadas en la Red de Bibliotecas Municipales, en particular en la del centro docente P.L. Coloma. NATALIO BENÍTEZ RAGEL.    

PRESTIGIO

“Y en cuanto a los pequeños libros que todo el mundo llamaba ya aldinos, de formato octavo, era evidente que habían cambiado el modo de leer de la gente… ¿Cuándo se había visto a tantas personas presumiendo con su libro bajo el brazo por la calle, lejos de los oscuros gabinetes?, ¿y las jóvenes leyendo en sus jardines libros que no son rezos? Sentían que los libros los dignificaban.” Este pasaje está extraído de la novela ‘El impresor de Venecia’, de Javier Azpeitia, que recrea la vida de Aldo Manuzio, el impresor que, como bien dice el texto, cambió la historia del libro con sus formatos en octavo, que ahora llamaríamos “libros de bolsillo”. Manuzio no hace mucho también apareció por esta página. Pero no es del impresor del que pretendo que trate este artículo, sino del prestigio del libro. Aún conservo el recuerdo de cómo en aquellos turbulentos años de la década de los setenta (últimos de la dictadura y los iniciales de la transición), la gente (jóvenes y maduritos) sacaban a pasear sus ediciones de Antonio Machado, o de Cernuda, o de algún autor por tanto tiempo perseguido y prohibido por un régimen que, como su caudillo, agonizaba, estaba herido de muerte o había tocado a su fin. En los bares del centro de la ciudad se sentaban aquellos lectores, con sus no menos célebres chaquetas de pana como signo de distinción, “presumiendo con su libro” que exhibían, más que ojeaban a la vista de todos en ese valor de “prestigio” que le confería no solo el libro, sino también y sobre todo su autor. ¿Qué habrá sido de aquellos exhibicionistas o lectores de ocasión? Cuando, con el correr de los años, pasear libros en las terrazas de los bares ya no era signo de prestigio, de la misma manera que desapareció la chaqueta de pana, aquella gente cambió el libro por el periódico, órgano de difusión de otro régimen, y ahora es el móvil de última generación el signo de una distinción artificial y ridícula. Pero no de dignidad. ¡Si Aldo Manuzio levantara la cabeza!  José López Romero.

viernes, 2 de febrero de 2018

ADICCIÓN

Cada vez soporto menos las conferencias o actos culturales en los que, durante un tiempo que se nos hace interminable, un señor o señora se dedica a martirizar a su auditorio con la exposición de un tema que solo a él le interesa, o incluso ni a él o ella siquiera. El formato de monólogo está ya fuera de lugar en una sociedad que se define como la sociedad de la comunicación, y en la que cada vez se exige más la interacción con el público o, si me apuran, al menos la confrontación de distintas opiniones o ideas a través de otras formas de intercambio. Un auditorio sumido en el silencio, siempre incómodo, no puede entenderse si no es porque ya sean familiares del conferenciante, amigos u organizadores del evento (de estos, pocos son los que asisten). Y cuando por los imponderables de la cortesía, formo parte del grupo de “amigos”, me paso toda la conferencia pensando en lo bien que estaría en mi casa leyendo. Y así, la voz monótona que inunda la sala, pero a la que apenas hago caso, se va haciendo cada vez más lejana, distante, como un arrullo… y termino algunas veces por dar una cabezada involuntaria, de la que pronto me repongo, para sumirme de nuevo en ese sueño, ya despierto, de deseadas lecturas. Leer en soledad, al calor de tu mesa y tu flexo, con una taza de café o de té, es un placer incomparable, al que debes renunciar a veces por una insufrible conferencia. ¿Para qué leemos? Nos podemos preguntar. “Leo ficción, dice Philip Roth, para liberarme de mi perspectiva sofocantemente estrecha de lo que es la vida y para entrar en simpatía imaginativa con un punto de vista narrativo distinto del mío. Es la misma razón por la cual escribo”, y continúa Juan Gabriel Vásquez, en su libro ‘El arte de la distorsión’: “El lector de ficciones es un inconforme, un rebelde, y la razón de su rebeldía y su inconformismo es la insoportable camisa de fuerza de la vida humana: el hecho de que esta vida sea sólo una —es decir, que no haya otra después de la muerte—, y además sea sólo una —es decir, que no podamos ser más de un hombre al mismo tiempo”. Es la misma idea que expone con insistencia Vargas Llosa en la serie de textos recogidos en su pequeño gran libro ‘Elogio de la educación’. Leemos novelas para vivir otras vidas que no nos han sido dadas, para imaginarnos paisajes que quizá no veamos nunca, para conocer mundos, ciudades que no podremos visitar. Y a pesar de que todo ello nos pueda crear insatisfacción, o precisamente por nuestra insatisfacción es por lo que leemos, la lectura es un acto que llena todo nuestro tiempo porque nos hace distintos y libres. Leemos para ver con otros ojos, para escuchar con otros oídos. No es un tiempo perdido, como el de las conferencias, sino vivido con la intensidad de nuestra imaginación. Por eso, y como dice Vásquez, “la lectura de ficción es una droga; el lector de ficciones, un adicto”. José López Romero.

PASIÓN POR EL LIBRO

Puede parecer que en esta sociedad que nos ha tocado vivir, donde los medios tecnológicos cada vez copan más parcelas de nuestro quehacer diario, ciertas aficiones o, mejor dicho, pasiones, van quedando desplazadas y pueden ser hoy una rareza o curiosidad en vías de extinción. ¿Es este el caso de la Bibliofilia? Sorprendentemente, y según mi experiencia, la pasión por los libros, el interés y casi necesidad por poseer ediciones en papel que destacan por su belleza, rareza o antigüedad, siguen estando muy presentes y dan sentido a la vida de más personas de las que podríamos pensar por lo dicho inicialmente. Personas que hoy podrían equipararse a bibliófilos de antaño como el marqués de Chalambre que murió de un ataque de desesperación al no poder adquirir un ejemplar de cierta obra que jamás había existido: una Biblia que en un momento de humor había inventado Charles Nodier. También tragico fue el destino de otro bibliófilo, Alejandro Timore. “Timore -en palabras de Javier Lasso- vivía en París con una renta exigua. Su dominio de las lenguas le permitía dar clases particulares que solo le daban lo suficiente para subsistir. En cierta ocasión le visitó en su domicilio de la calle Vieux-Augustins su amigo M. Blanchard, y le encontró trabajando en su biblioteca temblando de frío y envuelto prácticamente en unos harapos que en otro tiempo bien pudiera haber sido una manta”. El círculo de esta precaria vida se cerró definitivamente, cuando la pensión que recibía en cierta ocasión se demoró más de la cuenta, y encontraron al bibliófilo días después muerto por inanición entre sus libros. ¿Por qué Timore no fue capaz de desprenderse de algunas de las piezas valiosísimas que conservaba en su biblioteca, para salir de aquella situación de penuria que finalmente le llevó a la muerte?. Alguien escribió que “el fuego de la bibliofilia no muere sino con el mismo bibliófilo. La edad por tanto no tiene hielo para enfriar esta pasión”. Realmente son muchas las personas enamoradas del libro como pieza  de arte - la mayoría por supuesto sin llegar al sentido trágico de los ejemplos arriba apuntados,-  y que aun hoy sacrifican muchas cosas en pro de esa pasión. Ramón Clavijo Provencio