sábado, 26 de mayo de 2012

VENERACIÓN


“Sospecho que esta novela debe de ser una gran novela”, me dijo el otro día una amiga a la que no dudo en considerar una lectora inteligente y capaz de distinguir lo bueno de lo malo, la buena de la mala literatura. Y es que ante ciertos nombres que forman parte del parnaso actual, muchos lectores terminan por agachar la cabeza, algunos hasta se ponen de rodillas en una veneración casi religiosa que les embota no sólo los sentidos, sino hasta el poder de discernimiento. Y sin embargo, en más de un caso esta elevación a los cielos de las letras se debe a campañas publicitarias bien diseñadas, con toda la artillería de medios de comunicación potentes puesta a disposición del encumbrado, cuya calidad literaria aparece y desaparece, como el Guadiana, entre sus libros. No todo lo que escribe un determinado autor debe ser bueno, por el simple hecho de llamarse como se llame, y porque ese nombre haya terminado por considerarse sagrado en ciertos círculos de influencia. El miedo infundado de enseñar nuestras vergüenzas de lector limitado o fácil, nos lleva a ocultar nuestra opinión de lo que nos ha parecido un verdadero bodrio. Es el eterno cuento del traje del rey convertido en crítica literaria: nadie se atreve a gritar que el rey va desnudo por temor a las distintas represalias que cambian según las versiones de la tradición oral. Y son tantas las circunstancias que pueden hacer mala una novela, las cuales se escapan a los lectores, que no debemos renunciar a nuestro espíritu crítico por mucho nombre y muy venerado que éste sea: el tirón comercial, que incluso ha obligado a más de uno a desempolvar viejas novelas de juventud; las urgencias en el cumplimiento del contrato firmado con la editorial y ya cobrado y gastado; la literatura fácil, etc. “Por eso dejé yo –me decía en la misma reunión otra lectora igualmente inteligente- de leer a cierto autor, porque en las continuaciones de cierta saga detectivesca me parecía que se aprovechaba del éxito de la primera novela”. Y nada de sospecha, con toda la razón del mundo. José López Romero. 

ATESORAR ESPAÑA


Bajo ese lema que encabeza estas líneas,  “Atesorar España”, se viene celebrando en Sevilla, en  Santa Clara, desde el pasado marzo  una excepcional exposición fotográfica sobre nuestro país,  con fondos de la Hispanic Society of America. Se trata de una muestra representativa de las colecciones gráficas en su momento reunidas por el hispanista Archer Milton Hutington, y donde se puede extraer una visión total de España, y de Andalucía, en un periodo que va desde finales del XIX  hasta el primer tercio del XX. En la mencionada exposición se recogen series de fotógrafos míticos como Laurent o Clifford, y  de otros tan conocidos por su legado fotográfico como por su halo de grandes viajeros como es el caso del alemán Kurt Hielsche o la intrépida Ruth Matilde Anderson. Como les digo, me parece oportuno comentar esta exposición en esta página literaria, pues el trabajo de muchos de estos artistas de la fotografía y cuyas colecciones fue adquiriendo pacientemente Hutington, fue  responsable de una visión de nuestro país que se puede equiparar a la visión que dejaron los viajeros extranjeros con sus testimonios escritos, en el periodo álgido del movimiento romántico. Una imagen singular, extraña, alejada de la realidad europea, en parte inventada que ha sido santo y seña del país durante décadas, y sobre la que se superpuso esta otra visión, más negra y realista, ya no tanto escrita sino fotografiada,  que dejaba la imagen de un país que tenía la pobreza pegada a la alpargata de un pie, mientras el otro trataba de tocar la modernidad.    Es curioso y a la vez extraño cómo la historiografía española se mantuvo alejada, si prestar atención al movimiento viajero, pese a la indudable influencia que ejercía sobre la imagen del país que se divulgaba en el exterior, prácticamente hasta el último tercio del siglo XX. A partir de dos congresos celebrados en la década de los ochenta del pasado siglo, el de Madrid -“La imagen romántica de España”- dirigido por Calvo Serraller, y el de Ronda en 1984 –La imagen de Andalucía en los viajeros románticos- bajo la dirección de Alberto González Troyano, se puede decir que se produjo una inflexión en ese interés. A partir de entonces multitud de congresos, monografías, exposiciones han tratado de recuperar el tiempo perdido y analizar un fenómeno cuya relevancia e influencia sobre nuestra imagen de país aún no ha sido suficientemente calibrada. Baste decir que mientras los viajeros románticos divulgaban una imagen de España, y por ende de Andalucía, misteriosa, orientalizante, de clima paradisiaco, Clarín redactaba sus crónicas sobre los sucesos de la Mano Negra. Era la Andalucía trágica que los viajeros no mostraban. Una imagen en cambio que sí se  intuye, en muchas de las fotografías, que algunos años después del cenit del movimiento viajero romántico sobre nuestro país, hicieron fotógrafos trotamundos que ahora son recuperados en esta excepcional exposición “Atesorar España”. Ramón Clavijo Provencio

viernes, 18 de mayo de 2012

HOTELES


Hace ya algunos años leí un curioso libro sobre aquellos hoteles donde habían recalado escritores viajeros ilustres. Se titulaba “Hoteles literarios” aquel oportuno  libro escrito por Nathalie de Saint Phalle.  A través de sus páginas se podía recorrer la geografía planetaria, desde Adén a  Zúrich, si seguimos un orden alfabético, enterándote de anécdotas de unos personajes de carne y hueso que escribieron en muchos casos obras que nos enamoraron, pero cuyas vidas personales no iban parejas a las literarias, a tenor de los vestigios que fueron dejando en los establecimientos en los que se alojaron. En algunos de ellos incluso conservan algún recuerdo de tal o cual escritor o escritora, olvidado en su momento en alguna habitación, y que ahora se exhibe con orgullo como reclamo para los nuevos viajeros. La verdad es que en los hoteles los objetos tienden a desaparecer más que a quedarse, y el pequeño hurto por parte de los clientes se ha convertido en casi una moda que ha obligado en muchos casos  a extremar las medidas de seguridad para que la caja, y más en estos tiempos de crisis, no dé un balance final de números rojos. Por ello la noticia de que un conocido hotel madrileño haya abierto una biblioteca con los libros que a lo largo de generaciones se han ido olvidando sus clientes, me parece cuando menos curiosa. Por lo que me cuentan, la nueva biblioteca tiene más de quinientos volúmenes, previamente escogidos de entre un número mayor, y seleccionados en razón de diversos detalles que podían hacerlos atractivos a la nueva clientela,  no sólo por el interés de su contenido. Así, algunos de ellos contienen la firma de algún famoso, otros tienen anotaciones curiosas, incluso alguno está ilustrado profusamente, al parecer por un conocido artista, y que por supuesto después de pedir permiso al autor para conservarlo, se ha convertido en la “joya de la corona”. Entre tantas noticias deprimentes para la cultura que estamos viviendo en estos últimos tiempos, me parece interesante esta iniciativa del hotel madrileño de abrir una biblioteca, y no un spa, como reclamo para su clientela. Suerte. Ramón Clavijo Provencio  

EL MÉTODO


Era tal su admiración por Paul Auster desde que cayeron en sus manos las primeras novelas del escritor norteamericano, que para él era como un ritual la lectura de sus nuevas publicaciones, las mismas que se apresuraba a comprar en cuanto aparecían en los escaparates de las librerías. Con devoción casi mística se sumergía en las páginas de aquellas “obras de arte” sin que problema externo lograra distraerlo o lo sacara de su arrobo. Y allá por los años finales de la década de los noventa leyó o devoró “Leviatán”, que años antes había obtenido el premio Médicis. Pero el personaje que más le fascinó de aquella novela fue María Turner, aquella fotógrafa que perseguía durante todo un día a la primera persona que se cruzaba por la calle por la mañana, y le iba haciendo fotos clandestinas para después imaginarse su vida; en verdad, aquella María Turner era todo un personaje lleno de posibilidades literarias. Y aquel era, lo tenía decidido, el método que necesitaba para convertirse él también en escritor, como lo eran el complejo Sachs y Peter Aaron, los protagonistas del relato de Auster. Y durante años se dedicó a perseguir a personas por la calle, anotar sus movimientos, sus conversaciones, hacer fotos sin ser visto por sus observados, y de ellos fue sacando toda la información que después convertía en novelas, pequeños relatos y hasta ensayos del comportamiento humano. El método funcionaba a la perfección y la materia de trabajo era sin duda inacabable; en realidad no había encontrado un método sino un filón inagotable, sólo tenía que sentarse en la terraza de un bar observar y escuchar, y la novela se escribía sola. Y cuando ya disfrutaba de una más que holgada posición económica y un cierto prestigio en los círculos intelectuales del país, le dio por disfrazarse (no quería correr el riesgo de que lo reconocieran) y empezar a perseguir a sus lectores. Quería saber no la opinión que de sus escritos podían tener, no le interesaba lo más mínimo, sino más bien en qué casas vivían y cómo estaban decoradas, qué coches o amistades tenían; sus familias, especialmente sus cónyuges, o incluso qué les gustaba comer y beber. Para su observación, se trasladaba a una ciudad cercana, entraba en una librería o gran superficie y esperaba con la paciencia de los santos a que alguien eligiera una de sus obras. De inmediato, pasaba a la persecución discreta, en la que ya era un consumado maestro, e iba anotando y tomando fotos de vida, costumbres y hasta vicios ocultos de sus lectores. Se dio de plazo un año de investigaciones, y una vez cumplido decidió hacer balance de sus pesquisas. Comparó sus conclusiones con esas estadísticas de lecturas y lectores que publican libreros y editores y en verdad poca diferencia había entre ambas: las mujeres superaban con creces a los hombres; el nivel cultural era de medio a alto, se leía más pasados los cuarenta, etc. Nada nuevo. Sin embargo, sí le sorprendió una nota que podía diferenciar a sus lectores del resto: después de leer sus libros, inevitablemente leían a Paul Auster. José López Romero.   

sábado, 5 de mayo de 2012

PASIONES TRISTES


Uno de los libros más inteligentes de los que he leído en los últimos tiempos es, sin duda, “Enemigos públicos”, una colección de cartas que se intercambian Michel Houellebecq, muy conocido y transitado por esta página de libros, y el filósofo también francés Bernard-Henri Lévy. Un intercambio epistolar en el que se tocan todos los temas y preocupaciones que hoy día deben hacernos reflexionar, al menos a los que sentimos como propios un mundo y una civilización que hemos y estamos ayudando a destruir, cada uno con su modesta aportación diaria. En una de estas cartas, el lamento de Houellebecq sobre la voracidad con que muchos periodistas, aves de rapiña, suelen atacar a ciertos escritores, entre ellos él mismo, cuando se airea algún lado oscuro o intimidad (el caso de sus relaciones con su madre), y los escasos medios de defensa que contra la infamia se pueden esgrimir, provoca la respuesta de B-H Lévy en la que intenta demostrarle a su interlocutor que esa “jauría” no merece la menor consideración por tres rasgos que la caracterizan: tiene miedo, es débil y es idiota. Pero lo que más me ha interesado de la argumentación de Lévy es la teoría que recoge del filósofo holandés Baruch de Spinoza sobre las pasiones tristes. Hay personas, pocas aunque más de las que quisiéramos y creemos, y lo peor, más cerca de lo que pensamos, cuyas vidas no se mueven más que por “la envidia, la burla, el resentimiento, el odio, el rencor, la maldad, la cólera, la crueldad, el escarnio, el desprecio”, éstas son las pasiones tristes de las que habla Spinoza que no dan fuerza, sino debilidad e impotencia. Mala gente, envenenada por dentro, que manifiesta a través de la mentira o la maledicencia su verdadera condición. Y contra ellos, nuestra alegría de vivir, no una alegría pasiva, sino activa, como le propone a Houellebecq  B-H Lévy: “la alegría te hace inteligente y fuerte; la maldad es un veneno y este veneno, más o menos a largo plazo, mata”. José López Romero.

RECUERDOS DE FANTASMAS


Escuchaba a José Mateos en su exitosa intervención en la Biblioteca, y entre la hilera de frases que me llegaban, me sobresaltó aquella en la que afirmaba algo evidente: que estamos rodeados de muertos, de espectros, o al menos de las señales de su paso. Mientras el admirado escritor seguía con su disertación, yo ya no podía seguir sus palabras, pues aquella referencia al mundo de ultratumba me había descolocado,  y aunque yo era, seguía siendo uno más de los presentes que escuchaban al orador, mi atención empezó a desviarse hacia los libros antiguos que  lo rodeaban  y que me traían los ecos de viejas historias del pasado. Las murallas de libros que se elevaban a metros de alturas sobre él,  estéticamente de una belleza indudable, estaban cargadas de recuerdos espectrales. Espectros que parecían sumarse al acto desde los anaqueles de aquella sala decimonónica de la biblioteca. No, no teman, no  he comenzado a ver muertos como Cole Sear, el protagonista de la película El sexto sentido, pero me preguntaba si el escritor, mientras iba desgranando poemas, algunos en torno a la muerte, era conocedor de que en aquel lugar, ahora hacía un par de décadas, un grupo de estudiantes habían realizado un artesanal experimento sobre la existencia de fantasmas. Era la moda, y además el lugar tenía justa fama, no sólo porque algunos eruditos locales hablaban de que se hallaba enclavado sobre un olvidado camposanto (¿qué edificio del casco histórico de una vieja ciudad no lo está?), sino porque acumulaba al paso de los años incidentes de difícil explicación  y que se habían  ido escribiendo imaginariamente con las experiencias de sucesivos testimonios de propietarios, inquilinos, trabajadores o bibliotecarios. En fin que  aquellos adolescentes desplegaron, una noche olvidada de hace veinte años, su rudimentario instrumental para captar sonidos de ultratumba y, por lo que contaron días después,  no lograron culminar ni la primera noche de vigilia pues uno de los integrantes del equipo se desmayó antes de que la prueba llegara a su fin. Rumores corrieron muchos alimentando la fama del edificio, pero lo que se dice grabar sonidos de ultratumba grabaron pocos. Bueno, alguno capturaron, aunque aquellos sonidos no eran otros que las maderas de  las viejas estanterías al crujir, sonido tétrico y que impresiona a cualquier neófito si no está acostumbrado a ello. Esos recuerdos que el correr de los días y las urgencias terrenales  escondieron en el olvido,  se volvieron más reales que nunca, tras  los poemas que nos recitó el escritor. Lo cierto es que lo que el viejo magnetófono de unos adolescentes se negó a captar, parecía flotar en el ambiente aquella noche, entre las estanterías, envolviéndonos a todos los presentes, como una sombra apenas atisbada que escuchara con admiración el recitar de aquellos bellos poemas. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO