viernes, 23 de marzo de 2018

FUEGO


Pasaba en su barrio por ser una mujer discreta, que no se metía en nada. Hacía ya más de veinte años que vivía en el mismo bloque desde que se instaló en aquella ciudad, a la que había llegado procedente de un traslado obligatorio y que había convertido con el paso del tiempo en su hogar. “No se es de donde se nace, sino de donde se pace”, les decía a sus amigos cuando le recordaban su procedencia para bromear con ella. Y ella se sentía cómoda, muy cómoda en una ciudad que lo tenía todo para disfrutar y ser feliz; una felicidad que no había querido la vida que compartiera con nadie, pero en su recalcitrante soltería a nada ni a nadie echaba en falta, tenía su buen trabajo y, sobre todo, una afición que le ocupaba esos restos del día en que más se puede echar de menos a alguien a su lado: los libros. Compartía su soledad con los personajes de las novelas que leía, con esa tranquilidad, con la serenidad y el sosiego que produce el sentirse a solas pero viva, intensamente viva y en paz. Pero un día, su librero le avisó: “Ten cuidado. Han venido preguntando por los clientes que compran libros en castellano”. El aviso solo le hizo confirmar algunas sospechas o impresiones que había tenido en las últimas semanas, cuando en la librería paseaba por los estantes y ojeaba algunos libros; más de una vez se le había acercado demasiado un individuo con mala pinta y casi había metido sus narices en el libro que tenía en las manos. E incluso, alguna vez había escuchado murmullos como “habrá que quemarlos todos”, y recordó de pronto una antigua frase que había leído no hacía mucho tiempo en una novela: “los que queman libros tarde o temprano llegan a quemar seres humanos”, que se titulaba ‘Asuntos de un hidalgo disoluto’ de un tal Héctor Abad Faciolince. Cuando llegó a su casa, empezó a notar una sensación que nunca hubiera creído que podría ser capaz de sentir: el miedo, el miedo a una ciudad que la había acogido como ella la había llegado a acoger en su corazón y la había hecho suya. Y de repente se le ocurrió una idea: la resistencia contra la maldad, contra los que lo mismo queman bibliotecas que personas, y recordó una forma ya antigua de conservar los libros, de ponerlos a salvo de la bestialidad humana: el emparedamiento; pero prefirió una variante, la que había leído en el libro de los libros, ‘El Quijote’, en el famoso escrutinio del cura y el barbero: tapiar una de sus habitaciones, aunque abrió por la contigua un acceso muy bien disimulado, y en aquella estancia fue metiendo sus libros en castellano al resguardo de la infamia. Un día, al volver del trabajo, se encontró la puerta del piso abierta, habían forzado la cerradura y el desorden de sus enseres indicaba que habían buscado a conciencia lo que no habían logrado encontrar. Ella sabía que tarde o temprano aquello sucedería y tenía la precaución todas las mañanas, antes de ir a trabajar, de esconder el libro que estaba leyendo y de dejar en la mesita de noche dos o tres a modo de trampa, en esta ocasión les había tocado a dos biografías de un entrenador de fútbol que siempre lucía un ridículo lazo amarillo, y una novela de un viejo cantautor venido a menos, libros en castellano que, por supuesto, no se atrevieron a tocar. Y entonces recordó una frase atribuida a Einstein: “Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y del universo no estoy seguro”. José López Romero.

INÉDITOS


No sé si a todos nos pasa lo mismo, pero lo cierto es que me invaden extrañas sensaciones cuando me contemplo al cabo de los años en una vieja fotografía.   Primero   la   sorpresa   ante   la   juventud   ya   perdida,  pero luego algo más inquietante: la sospecha de tener poco que ver ya  con aquella imagen del pasado, y que el tiempo ha ido alejando irremediablemente del que ahora somos. Contemplamos a un desconocido. Algo parecido se nos antoja le sucede al escritor cuando  se topa con viejos manuscritos  de juventud inacabados algunos, desechados otros y que milagrosamente no han terminado en la papelera. ¿Escribí esto? imagino se preguntan algunos al toparse con esas antiguas creaciones. En ese fortuito encuentro algunos en un acto de sensatez destruirán lo encontrado, otros por nostalgia o cualquier otro inexplicable motivo volverán a cometer el error de devolverlos al cajón donde los encontraron, pensando con ingenuidad que allí permanecerán hasta el fin de los  tiempos. Digo todo esto a tenor de una práctica vieja pero que observamos con preocupación que va camino de cronificarse, cual es  la de dar a la imprenta  textos  de autores  desaparecidos pero que estos en vida descartaron publicarlos  por distintos motivos. No me refiero a aquellas obras perdidas fortuitamente y que hicieron lamentarse a más de uno por tan tremenda pérdida - que no se ven ya con fuerzas para reconstruir- pero que pasados los años alguien por azar o una labor de investigación certera, logran rescatar para el público, enriqueciendo el legado creativo de sus autores. No, me refiero a esos otros textos que solo conoceremos por mediar la traición que llevaron a cabo herederos de algunos legados literarios, publicando textos poco afortunados de autores admirados y que nada aportaron ya, salvo quizás -a veces ni siquiera eso- unos suculentos beneficios . A lo largo de estos últimos años, como les decía al principio,  han proliferado los casos -para ser justos, unos  más justificables que otros- pero en  todos saltando por encima de la voluntad de sus autores –Hemingway, Verne, Huxley, Bolaño, etc.- que no pueden hacer nada para evitarlo, salvo revolverse en el lugar allá donde quiera que estén. Ramón Clavijo Provencio

viernes, 16 de marzo de 2018

EL LEGADO DE ISABELITA RUIZ


En la inauguración del Villamarta, en febrero de 1928, salió a escena como primera bailarina una “jerezana de piernas monumentales” en presencia de Primo de Rivera. Eso escribía Rodrigo de Molina en este Diario a finales de los ochenta. Miguel Mendizábal la vio bailar en el “Olimpia” de París junto a la Meller, y al día siguiente escribe en “El Universal”: “¡Vaya hembra española!”. Otros hablaron de su cuerpo como “una divina escultura que soñara Pigmalión”, y en otra crónica avisan: “vayan a verla bailar y saldrán del teatro próximos al suicidio”. Juan de La Plata  la conoció, y quedó impresionado no solo por su porte, -al que se refieren los comentarios anteriores-, sino por sus extraordinarias dotes para la danza. Hablo de Isabelita Ruiz, nacida en 1902 según su DNI, o en 1908 según los artículos sobre ella en la prensa local, que junto a una entrada en “Wikipedia” y un rótulo con su nombre en una calle cercana a la plaza del Caballo, es todo lo que hay sobre la cupletista. Bueno, todo no. Hay un considerable volumen de documentación sobre ella en la Biblioteca Municipal Central que recogió el Cine Club Popular del asilo de las Hermanas de la Cruz en 1996, cuando Isabel falleció en ese centro benéfico. En estas líneas no pretendemos una semblanza biográfica al uso, sino una somera descripción de este interesante Legado, cuyo contenido hemos clasificado según su naturaleza. Entre los “documentos oficiales” hay muchos de su hermana María, que también flirteó con el mundo de la farándula en Brasil, a juzgar por una tarjeta profesional fechada en Rio en 1934 en el que consta como “cantora”, aunque en un certificado del Consulado de 1932 la catalogan como “modista”. De Isabelita lo más llamativo es un contrato de trabajo firmado en París con el director del “Scala Theater Berlin”, el banquero judio Jules Marx, en 1925, por el que la artista cobraría treinta mil pesetas al mes por interpretar “danzas españolas”. Toda una fortuna. Está también su cartilla de ahorros de finales de los 70, cuyas cantidades nos reservamos por decoro, pero que ni por asomo reflejan lo que ganó en sus años mozos. Otro bloque lo encuadramos en “recuerdos y recortes de prensa”, con innumerables artículos de otras tantas actuaciones en Roma, París, Berlín, Santiago de Chile, Italia, Portugal, etc., donde la alaban de todas las formas posibles, como Alvaro Retana, que la llamó “una bolchevique de la coreografía, por haber revolucionado los principios más fundamentales de la danza española”. Completan el paquete una cantidad cercana al centenar de fotografías, como la que les mostramos, una veintena de piezas de música impresa y una serie de correspondencia dividida entre cartas oficiales y familiares. En 1995 se le tributó un cariñoso homenaje en el hogar de las monjas. Nosotros, acercándonos a su Legado, ponemos nuestro granito de arena para que Isabelita Ruiz sea para los jerezanos algo más que un rótulo colocado en una calle de Jerez. Y en la Biblioteca seguiremos encargándonos de que su recuerdo permanezca para siempre. NATALIO BENITEZ RAGEL 

LIBERTAD


“Le pondré un ejemplo: imagínese que hay dos aviones en una pista de despegue de Madrid con destino a Barcelona. Uno de ellos se somete a un control muy estricto: se cachea a todos los pasajeros, uno a uno, y se pasan todas las maletas por el escáner. En cambio, en el segundo avión se puede embarcar sin ningún tipo de control de seguridad. ¿Cuál de los dos escogería?”. Este párrafo está extraído de la entrevista que se incluye como apéndice en el libro ‘El caso Collini’, y el autor tanto de esta novela como de las palabras antes citadas es Ferdinand Von Schirach, escritor y abogado alemán, nacido en Múnich en 1964. Ponía el ejemplo Von Schirach al hilo de una reflexión que hacía sobre una encuesta que se había realizado recientemente, y en la que al parecer los ciudadanos preferían la seguridad a la libertad, “Esto me parece muy peligroso: si perdemos la libertad, acabaremos perdiendo también la seguridad”, comentaba el escritor. Vuelvo al ejemplo. La pregunta de la elección de avión se me antoja ociosa, aunque Schirach piense que es muy peligroso perder la libertad en beneficio de la seguridad. Quizá habría que darle la vuelta a esta relación de conceptos y plantearla al revés: si perdemos la seguridad, perdemos con ella la libertad. La permanente amenaza del terrorismo en que desde hace unos años vive Europa, y que se ha manifestado con los terribles atentados sufridos en Francia, Inglaterra y en nuestro propio país, es razón más que suficiente para invertir la reflexión de Schirach. Pero el terrorismo no es el único causante de nuestra inseguridad; los niños no pueden jugar como antes en las plazas de sus barriadas; las jóvenes no pueden volver a sus casas solas los fines de semana; e incluso todo un barrio puede estar atemorizado por la presencia de vecinos indeseables; ni en nuestra propia casa disfrutamos de la seguridad que nos ofrece la puerta blindada. Vivimos en una sociedad y en unos tiempos inseguros, donde el peligro nos acecha por todas partes. Y cuando sentimos miedo, está claro que no somos libres, libres de pasear por la calle a la hora que me apetezca, sea hombre, mujer, niño o niña. Está claro el avión que yo elegiría, y en el caso de que no tuviera elección, saludaría al pasajero de al lado con las palabras de Aby Warburg: “vive y no me hagas daño”. José López Romero.

viernes, 2 de marzo de 2018

145 AÑOS DE LECTURA PÚBLICA EN JEREZ: LOS INICIOS II


Terminábamos el primer artículo de esta serie dedicada a la lectura  en nuestra ciudad, preguntándonos por qué la Biblioteca Municipal de Jerez, es hoy la única –de las cerca de un centenar inauguradas- que sobrevivió a esa iniciativa del ministerio de Fomento dirigido por Ruiz Zorrilla durante la primera República, con la loable intención de hacer llegar la lectura y el libro, y en definitiva la cultura, a las clases más desfavorecidas. Apuntábamos algunas conclusiones: muchos  ayuntamientos a los que se les dejó la gestión de dichas bibliotecas nunca estuvieron seriamente comprometidos con la iniciativa, justificándolo por lo gravosa que resultaba para las arcas municipales. Por tanto, las colecciones empezaron a desactualizarse, pero es que además  la mayoría de los locales dedicados a biblioteca eran espacios cedidos dentro de una escuela local, y que en muchos casos carecían de las mínimas condiciones para el servicio. Una tras otra esas bibliotecas fueron cerrando. Pero el golpe definitivo vendría tras la Restauración y la orden de restituir a la iglesia los fondos bibliográficos incautados, muchos de ellos depositados en los recién inaugurados centros bibliotecarios. Es cierto que estos fondos antiguos no representaban un estimulo para los posibles lectores, pero sumado al nulo incremento de las colecciones a lo  que  se habían comprometido los ayuntamientos, el resultado era inevitable: el cierre. En Jerez la restauración obligó igualmente al Consistorio a devolver los importantes fondos con los que la Biblioteca Municipal se había enriquecido, y que procedentes de la Colegial –hoy Catedral- fueron devueltos. Ello provocó  un momentáneo cierra en 1875. Pero en Jerez a diferencia de otras ciudades, la creación de la Biblioteca popular, luego municipal, contó con un potente respaldo público al frente del cual estuvieron personajes emblemáticos de la cultura y la política  local como Ramón de Cala. Ello impidió que la Biblioteca que se quería inaugurar fuera, como en otras localidades, instalada en un anexo de una escuela pública, y propició que el Consistorio se implicara con entusiasmo en la tarea, con el alcalde Revueltas y Montel al frente, cediendo para la iniciativa un edificio emblemático el antiguo Consistorio en la plaza de la Asunción (en la imagen). Pero como decíamos antes, todos estos esfuerzos pudieron venirse abajo con la Restauración y la consiguiente devolución de los ingentes fondos procedentes de la Colegial. Pero también en ese año clave de 1876, apareció una figura que hizo cambiar el sino de la biblioteca de Jerez, evitando que esta siguiera el mismo destino que el resto de bibliotecas  populares creadas durante la primera república: José de la  Herrán. Este, en un bando antológico, animó a la población a donar libros para cubrir los vacios dejados por la salida de los libros de la Colegial. La llamada tuvo éxito al implicarse toda la sociedad jerezana, y convirtiéndola a día de hoy en la única representante del movimiento bibliotecario surgido en 1868 (continuará). RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO  

DIOS


Una leyenda escrita con spray en la parte de atrás del refugio de la parada del autobús atrajo su atención. «Dios no cree en Dios». A la cual una mano más humilde, usando únicamente una tiza roja, había añadido la palabra nuestro: «Dios no cree en nuestro Dios».” Leí este párrafo hace un tiempo en un texto de George Steiner, que ahora no logro localizar. Y me viene este fragmento a la memoria con más intensidad después de ver en los medios de comunicación que el inefable Trump quiere que maestros y profesores lleven armas, como única solución a las frecuentes matanzas de jóvenes en los centros de enseñanza de su país. Yo no sé qué lee el presidente de los EE.UU. ni qué come, ni quiénes son sus consejeros, pero algo raro le pasa a ese hombre en la cabeza para no solo tener una idea como esa, sino incluso para atreverse a decirla, sobre todo por ser quién es y la responsabilidad que su cargo comporta. Pero cuando seguimos la información de los medios y a la idea de Trump se le añade la diaria víctima de violencia de género, uno de los grandes males de nuestra sociedad, y a esta le siguen los bombardeos sobre Siria, que se llevan por delante a niños y personas indefensas, o vemos el drama de la emigración en nuestras costas, o las bombas humanas que destrozan a cientos de civiles en Akganistán o Irak, sin duda la frase de Steiner adquiere todo su terrible y angustioso sentido. Algo se ha roto en la cadena genética del ser humano, en nuestra relación con Dios, que nos ha llevado a esta sociedad enferma y podrida que solo genera la violencia y que no encuentra otra solución a esta que más violencia, con la única diferencia de que esta está legitimada por la ley, como si un profesor con una pistola al cinto o un fusil al hombro fuera el mejor ejemplo para un escolar. Alguien debería parar todo esto y empezar de cero, quizá volver a las cavernas, o a esa edad de oro que tanto añoraba en su incomparable discurso el bueno de don Quijote. Pero ya no puede ser Dios el que nos guíe, porque “Dios ya no cree en nuestro Dios”, definitivamente aquel Dios nos ha abandonado. José López Romero.