En Las catedrales del vino, un
emocionante documental sobre la arquitectura en torno al vino –pero también de
los paisajes naturales, urbanos y humanos que las rodean- de dos zonas como
Jerez y la Rioja, me asaltaron esas mismas sensaciones que años atrás
experimenté tras la lectura y la contemplación de Fermento, ese libro donde Francisco Bejarano y Alberto Shommer-
tanto monta, monta tanto- nos dejaron una visión de Jerez que no he logrado
captar después en ningún otro libro. Como en el documental que antes
mencionaba, dedicado a las bodegas, pero
tras las que se intuye la ciudad que las crea, el libro trata de buscar, permítaseme la expresión, el
alma de la ciudad. Un alma que no reside en esas imágenes frenéticas de la vida
diaria, y que hasta cierto punto homogenizan y ocultan la singularidad de cada
ciudad mostrándonoslas muy parecidas unas a otras, salvo por la exhibición
muchas veces burda y torpe de determinadas señas de identidad culturales. Documentales
como Las catedrales del vino, o
libros como Fermento, tienen la
virtud de descubrirnos la ciudad oculta por esa mencionada homogeneización de
la sociedad actual, y nos muestran
rincones, gestos, paisajes, personajes, edificios…hasta esos momentos casi
desconocidos para sus propios habitantes. Hoy la exhibición de las ciudades en
aras de la competencia en ese gran negocio llamado turismo, se me antoja
impúdica, casi tan bestial como esa exhibición de los esclavos en los mercados
buscando el mejor postor. Por eso es legítimo preguntarse si esos ejércitos de turistas que recorren
calles, y plazas, visitan museos e iglesias o se pierden por los barrios
típicos, tan típicos que resultan irreconocibles para los propios lugareños,
llegan a captar, para llevarse, algo del alma y la esencia de la ciudad visitada. Los que
hayan visto Las catedrales del vino, o hayan leído y contemplado Fermento, sin duda saben de qué les hablo.
RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO
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