Terraza de un bar. Temperatura poco agradable para tertulias. Son las 10’30 de la noche y, sin embargo, en una mesa un grupo de literatos aguanta a la intemperie, toma el fresco y lo que le echen; entre ellos destaca un viejo profesor con estudiada pose bohemia (por aquello del “torpe aliño indumentario” del maestro), presuntuoso y gorrón. En la barra, negociando la cuarta de oloroso, un pobre diablo maldice su negra suerte por no haber llegado a tiempo a los aperitivos con que aquella noche agasajaba el local a la parroquia. Cena en blanco y ¡cómo están los tiempos…! Con mirada torva y de soslayo el curdela observa a la mesa del Parnaso, los conoce bien, son estómagos agradecidos que se lanzan como cuervos a las primicias de las bandejas que seguro, se imagina hambriento, habrán desfilado con prodigalidad. La tertulia de las insignes plumas gira en torno a los premios literarios, de los que el viejo profesor si no es del todo afecto, tampoco reniega, “al fin y al cabo –pontifica con avaricia de Fagín- si la dotación económica es buena, no haremos ascos. Tengo algún conocido en el jurado…”, y llama al camarero por si todavía pudiera gorronear alguna sobra, mientras se escarba los molares con un palillo, entre reflexivo e indolente; siempre que se aplica a esta labor higiénica pero grosera se le viene a las mientes algún perdido entre su memoria fragmento de la picaresca. ¡Ay, cuando él leía! Lleva ya un tiempo que sólo se lee a sí mismo. “Negra. –atrona la voz del pobre diablo arrastrada por el fragor de las copas. La Pléyade queda en silencio y expectante. El viejo profesor, altivo el rostro, muestra su desdén- No hay más que un género en la literatura: el negro, como ya demostró Umberto Eco con “El nombre de la rosa”: historia, crímenes e investigación; o, como diría Pérez Reverte, planteamiento, nudo y desenlace”. Negra la literatura, como el alma, como los falsos premios, como el agujero de vanidad de los tenores huecos… por aquello del maestro. José López Romero.
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