Finalizada la guerra civil el mundo del libro vivió una verdadera ofensiva de las
nuevas autoridades para controlarlo. Es muy significativa la frase que escribe el presidente del
Instituto Nacional del Libro (INLE), Julián Pemartín, en el primer número de la
revista Bibliografía Hispánica (Mayo- Junio 1942): “Tenemos que esgrimir
el arma del libro en todas direcciones y contra toda clase de enemigos…” Y esa
política se intentó llevar a rajatabla sobre todo en el primer periodo de la posguerra,
y donde la censura es el primer elemento, incluso para algún investigador casi
la única política del libro llevada por el régimen en esos primeros años. Lo
cierto es que el control que las autoridades ejercieron férreamente sobre la
radio, la prensa, el teatro o el cine jamás dio los mismos resultados con el
mundo del libro. ¿Por qué? Gabriel Andrés en su documentada visión de este
asunto, quizás esté acertando cuando escribe:
“En el entorno del libro, el Régimen encontró mayores dificultades de
las esperadas para imponerse y para disciplinar con sus consignas la voluntad
de una multitud de sujetos, protagonistas del mundo editorial no siempre
fáciles de gobernar: autores, editores, impresores, libreros, bibliotecarios,
traductores, ilustradores y, finalmente, los lectores que parecían mostrarse
pertinaz y calladamente insumisos ante las prácticas totalitarias anunciadas en
el ámbito de la lectura”. Esa política restrictiva sobre el libro iría suavizándose,
aunque no antes de la década de los cincuenta, donde aparecen novedosos medios
para acercar el libro a los ciudadanos como los primeros bibliobuses (ver
ilustración). En alguna ocasión hemos escrito sobre lo que sucedía en Jerez en
torno a este asunto, y la verdad es que no fue esta ciudad una “rara avis” dentro del panorama general.
Aquí se vivieron razias sobre librerías
y bibliotecas de todo tipo, consecuencia
de la aplicación de las directrices que sobre el libro regía para todo el
territorio peninsular. La aplicación de esa normativa en muchos casos culminaba
en la destrucción, pero no fueron pocas también las ocasiones en que la
picaresca hizo acto de presencia cuando algunos reputados hombres de letras
colaboradores del Régimen, aprovecharon sus posiciones para desviar a fines
particulares muchas de las piezas incautadas -las más valiosas- para enriquecer
sus propias bibliotecas y salvando así, y no por fines altruistas, un
patrimonio que en muchos casos hubiera desaparecido. El caso más llamativo es
la gran biblioteca de José Soto Molina, cuyos fondos se han podido estudiar en profundidad por una
finta del destino, ya que a la muerte del bibliófilo, que no dejó herederos,
pasaron a la Biblioteca Municipal de Jerez. Pero hay muchos más casos no tan
fáciles de rastrear. También sigue aún no estando claro el papel de la
mencionada Biblioteca Municipal en aquellos años, lugar donde se depositaban
provisionalmente muchos de los libros que incautaban las autoridades. Casos que
solo una paciente búsqueda de nuevos datos logrará desvelar. Ramón Clavijo
Provencio
Una biblioteca es lo más parecido a un laberinto, un laberinto lleno de libros, de mundos por descubrir.En homenaje a las bibliotecas y a la lectura , preside la cabecera de este blog un dibujo del pintor jerezano Carlos Crespo Lainez: "Noche de lectura".
LECTORES SIN REMEDIO
Este blog tiene su origen en la página semanal de libros de "Diario de Jerez", "lectores sin remedio", que llevamos escribiendo desde el año 2007. Aunque el blog no es necesariamente una copia de la mencionada página, en él se podrán leer artículos que aparecen en ella. Pero el blog, por supuesto, pretende ser algo más... Los responsables son los dos lectores sin remedio, de los que facilitamos la siguiente información: Ramón Clavijo es Licenciado en Historia por la Universidad de Sevilla y es actualmente Técnico Superior Bibliotecario del Ayto. de Jerez de la Frontera. Está especializado en fondos bibliográficos patrimoniales. José López Romero es Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla y actualmente es Catedrático de Lengua y Literatura en el I.E.S. Padre Luis Coloma de Jerez de la Frontera. Especializado en la literatura dialógica del s. XVI y en la novela del s. XIX.
lunes, 18 de diciembre de 2017
INFLUENCER
“¿Estás leyendo algo?
No”, con ese lacónico “No” despachaba la pregunta una tal Dulceida, para el
siglo Aida Domenech, barcelonesa, veintiséis años, y de profesión ‘influencer’
o, como ella prefiere, 'fashion blogger'. Para introducir la entrevista la
periodista nos adelanta unos datos que a aquellos más que iniciados, enviciados
en ese mundo de las redes sociales pueden
parecerles estratosféricos: “una marca que vale dos millones de seguidores en
Instagram y atrae colaboraciones de firmas de lujo”. Apabullante. Y ya tenía yo
ganas de habérmelas con una de estas ‘influencers’, sobre todo para saber de
sus gustos, sus estudios, a qué se dedican, sus lecturas… Y aquella entrevista
me vino que ni pintiparada para satisfacer mi curiosidad que, después de leída,
se trocó en decepción. La entrevista, tanto las preguntas como las respuestas,
no era más que un cúmulo de frivolidades que iba perfilando una vida
superficial, expuesta a la contemplación en las redes de esos dos millones de
seguidores tan vacíos como la protagonista, la tal Dulceida. Que si su línea de
ropa, que si los enormes armarios de su casa, que si su móvil, sus viajes, la
música que prefiere, cuándo se pone los cascos… Pero mi curiosidad fue aún más
lejos, no quería quedarme solo con la imagen hueca de la entrevista, y me metí
en su página: cientos de fotos de todos los colores, y en todos los espacios y
tiempos, pero nunca leyendo, en ninguna aparecía un libro. Una pregunta como
¿qué estás leyendo ahora? presupone el hábito lector del interrogado, quizá por
eso la entrevistadora la formulase en estos términos “¿Estás leyendo algo?” lo
que ya es altamente significativo, ¿qué puede haber dentro de ese “algo”? nada,
como la respuesta de Dulceida, a la que siguen dos millones de replicantes, un
rotundo “No”. Pues bien, estos son los modelos, las influencias que los jóvenes
reciben de las redes sociales. Por eso, a la pregunta ¿qué quieres ser de
mayor? La mayoría responde “famoso”, es decir, “algo” o nada. José López
Romero.
viernes, 1 de diciembre de 2017
EL QUIJOTE DEL CENTENARIO
Mariano Fortuny se encontraba afincado en Roma cuando se
enteró de la llegada de un joven pintor español que no había ido a verle. Se
dirigió a su estudio a las afueras de la capital, y examinó con suma atención los cuadros y
bocetos del taller, reparando especialmente en uno de ellos llamado “El rey,
que Dios guarde”. Le preguntó al autor el destino de ese cuadro, a lo que el
incipiente artista respondió: “Para nadie, llevo seis meses en la ciudad y no
he vendido nada”. Fortuny se lo compró, y a partir de ese momento la cotización
de aquel pintor subió como la espuma. Se trataba de José Jiménez Aranda, que
ilustra este artículo, nacido en Sevilla en 1837. Discípulo de cultivadores del
romanticismo como Cabral Bejarano o Eduardo Cano, fue incansable viajero que
fijó residencia en lugares como Madrid, París o Valencia, pero jamás estuvo
pensionado por persona o institución alguna, viviendo hasta el fin de sus días
del producto de su trabajo. Nadie lo subvencionó. Qué diferencia con el momento
actual, en el que subsidiados, pensionistas y prejubilados que no llegan a los
sesenta van a ocasionar que cuando la generación del “baby boom” lleguemos a
nuestra edad “jubilosa” estemos haciendo cola en la beneficencia con una mano
delante y otra detrás. Aranda se instaló brevemente en Jerez, pero su estancia
fue muy fructífera, ya que además de trabajar en la restauración de las
vidrieras de San Miguel (Caballero Ragel, 2007), sacó tiempo para echarse
novia, siendo la afortunada Dolores Velázquez, que a la postre se convertiría
en su esposa. Pero el motivo de traer al pintor sevillano a esta sección es la
colección de más de setecientas litografías que ilustraron el “Qujote del
Centenario”, publicado en Madrid a partir de 1905, dos años después de su
muerte, y continuando hasta completar la obra en 1908. Prologado por el
escritor y arqueólogo José Ramón Mélida y Alinari, se convirtió en el primer
coleccionable del clásico de Cervantes, saliendo en entregas sucesivas hasta
completar doscientos cuadernos con cuatro láminas cada uno. Aunque también se
publicó el texto, lo principal son los dibujos, que se suceden en una secuencia
tan fiel al texto que parece que estemos leyendo El Quijote visionando las láminas,
pues tal era su intención, contar la historia del Ingenioso Hidalgo a base de ilustraciones.
Es una obra rara, que solo encontramos catalogada en unas cuantas bibliotecas
públicas además de en la Nacional, entre ellas las de Melilla, Bilbao, la
“Celestino Mutis” en Cádiz o la de Palma del Rio en Córdoba. En Jerez no
tenemos todos los cuadernos, aunque contamos con unas quinientas láminas. No
hemos podido fijar con qué legado vino a parar la obra a nuestra Biblioteca,
aunque sabemos que alguien llamado Ignacio de la Hera estuvo comprando los
cuadernillos en Sevilla en el año de su edición, al precio de cinco pesetas
cada uno, según rezan los recibos que nos han llegado. Hoy completan la
colección de Quijotes que custodiamos en nuestra ciudad, a la vez que enriquece
el fondo de materiales gráficos patrimoniales. NATALIO BENÍTEZ RAGEL.
FIRMAS
Empezó en una
presentación de un libro cuyo autor apenas conocía; una amiga le había
insistido tanto que no encontró excusa para no acompañarla aquella tarde de un
abril lleno de actividades en torno al libro. “Cuando termine el acto, nos
compramos el libro para que nos lo dedique el autor”, le había dicho su amiga
con la ilusión dibujada en su cara. Y fue aquella dedicatoria y la firma como
un pistoletazo de salida de lo que con el tiempo se fue convirtiendo primero en
una afición, para terminar en una obsesión por el autógrafo. Había escuchado
que incluso grandes intelectuales habían sucumbido a lo que algunos llamaban
mitomanía, hasta el punto de acudir a subastas internacionales con tal de
hacerse con fragmentos del manuscrito del ‘Fausto’ de Goethe o una página de un
cuaderno de trabajo de Leonardo, preciados tesoros que se contaban entre la
colección que había logrado reunir un tal Stefan Zweig. Pero ella no llegaba a
tanto, se conformaba con la dedicatoria y la firma de los escritores, y para ello
no escatimaba ni el esfuerzo ni la tenacidad. No se perdía ni una presentación
de libro, a la que acudía ya no con la ilusión dibujada en su cara, que le notó
a su amiga aquella primera vez, sino con la obsesión por hacerse con un
ejemplar dedicado y firmado de puño y letra. Y todos los años preparaba al
detalle su viaje a la feria del libro de Madrid. Apuntaba en una libreta su
recorrido por las diversas casetas para que ningún escritor o escritora se le
pasara, aunque tuviera que esperar horas en una cola. Y así fue formando toda
una colección de libros dedicados y firmados que enseñaba a sus amigos y
visitas con el orgullo y la satisfacción de los que se saben privilegiados,
únicos, distintos por el prestigio de su afición. Y contaba las anécdotas más
sustanciosas para lograr el ansiado botín. Y en la soledad de su casa, cuando
se sabía libre de la mirada de sus suyos, pasaba sus dedos por los libros,
sacaba alguno de sus estanterías, lo abría por la página de la dedicatoria y lo
volvía a colocar en su sitio. Leerlo habría sido una profanación. José López
Romero.
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