viernes, 23 de abril de 2021

23 DE ABRIL

El 23 de abril, como no todo el mundo sabe pero Wikipedia sí, fue elegido como Día Internacional del Libro por la UNESCO en conmemoración de tres grandes escritores: “el entierro de Miguel de Cervantes Saavedra (según el calendario gregoriano), la muerte (y probablemente también el nacimiento) de William Shakespeare (según el calendario juliano) y la muerte de Inca Garcilaso de la Vega” (Wikipedia dixit). La aclaración de los diferentes calendarios no es baladí, pues la coincidencia no solo en el día sino también en el mes y en el año (1616), era cuando menos un tanto sospechosa por lo increíble. Y la incorporación del Inca Garcilaso de la Vega a la efeméride no deja de ser otra curiosa coincidencia, sin más pretensiones, habida cuenta de la magnitud de sus compañeros de viaje en la barca de Caronte. Celebrar la muerte se nos da de maravilla, no tanto la vida, y menos aún el reconocimiento en vida de los méritos de estos enormes escritores. Para el mundo de lectura hispana, Cervantes es la referencia por excelencia, de la misma manera y medida que para la cultura anglosajona lo es Shakespeare. O mejor dicho y si me lo permiten, mucho más grande y venerado por sus lectores se nos aparece el dramaturgo nacido en Stratford upon Avon, que el reconocimiento que popularmente ha tenido y tiene nuestro don Miguel entre nosotros, cuya obra queda reducida a la lectura y conocimiento de especialistas y escasos curiosos, a los que hasta el mismo Cervantes se atrevería a calificar de “impertinentes”. Y no será porque sus obras no dispongan en el mercado de muchas y excelentes ediciones. El mundo editorial en lengua inglesa siempre se ha preocupado por la calidad de las ediciones de sus clásicos, e incluso Shakespeare ha gozado de magníficos traductores y cuidadores de sus obras en castellano: a las antiguas pero no menos valiosas de Astrana Marín, se han sumado desde hace ya varios años las traducciones publicadas en la colección de Letras Universales de la editorial Cátedra, al cuidado de Manuel Ángel Conejero, director del Instituto Shakespeare de Valencia, quien por cierto dictó hace años una conferencia en nuestra biblioteca municipal con motivo de su reapertura, institución que tan vinculada está en su historia con el 23 de abril, pues en el de 1873 se inauguró. Y ¿qué decir de las obras de Cervantes? Actualmente, a la monumental edición del ‘Quijote’ publicada por la editorial Crítica en 1998 bajo la dirección de Francisco Rico, le han seguido las ediciones de todas sus obras impulsadas por la Real Academia, al cuidado de los grandes especialistas con que contamos en nuestro país de la obra cervantina. Y como curiosidad, la Real Academia hace años promovió la publicación de reproducciones facsímiles de las primeras ediciones de los textos cervantinos, obras que aún se cuentan en el catálogo de la real institución. Una presencia editorial de los dos grandes, enormes escritores que apenas tiene repercusión en los lectores. Aunque en esto Shakespeare juega con ventaja: sus obras siempre se representan e incluso proliferan las versiones cinematográficas, de las que aún se recuerdan las magníficas dirigidas e interpretadas por el actor Kenneth Branagh. Dos (tres) escritores unidos por una fecha: el 23 de abril, que hoy conmemoramos. Y como ya defendí en esta página, no un día, sino todos deberían ser el Día Internacional del Libro. José López Romero.

1983: IMÁGENES DEL FINAL DE UNA BIBLIOTECA

Volví a ver, después de muchos años, aquel capítulo de la serie de TVE de principios de los ochenta del pasado siglo titulada “Esta es mi tierra”, y que se dedicaba a Jerez desde la visión de José Manuel Caballero Bonald. Aquel capítulo se tituló “Jerez y el Bajo Guadalquivir”. Bonald, por entonces afincado en Madrid, comentaba las imágenes y recordaba retazos de su vida vinculados a su ciudad natal. Cuando el tiempo amenaza con desdibujarlo todo, creo que es interesante  volver sobre este documento que nos acerca al  Jerez de la transición, desde la particular visión de un gran escritor. Pero aparte del interés  que para unos y otros pueda tener hoy dicho reportaje, este me ha traído imágenes olvidadas de una biblioteca municipal que ya no existe y que hasta principios de los 80 del pasado siglo no era muy diferente a la de aquella que se inaugurará el 23 de abril de 1873. En las imágenes que captaba la cámara  de un lejano 1983, se puede ver a  dos estudiantes entrando en la sede de la biblioteca municipal en la plaza de la Asunción. Luego,  una panorámica muy  bella de la gran sala abovedada presidida por una estatua sedente de Alfonso X, con sus mesas decimonónicas llena de lectores e investigadores. Terminaba el recorrido en la sala de lectura donde se situaba el mueble librería de doble cuerpo, de estilo inglés, y sobre el que se reconocía ordenando libros, a Miguel Benítez, el eficaz auxiliar bibliotecario que trabajó con tres directores (Manuel Esteve, Manuel A. García Paz y el que esto escribe). Lo cierto es que cuando aquel capítulo se emitió meses después, en junio de 1983, la biblioteca municipal  que mostraban las imágenes comentadas ya no existía. Se había iniciado un oscuro periodo que duraría más de tres años, durante el que la biblioteca estuvo cerrada. Por fin en octubre de 1986 volvía abrir sus puertas en su nueva sede, el remozado edificio del antiguo Banco de España. Se iniciaba un nuevo capítulo de su centenaria historia.  Ramón Clavijo Provencio

sábado, 10 de abril de 2021

ROBOS SIDERALES

El robo del ‘Sidereus Nuncius’ (1610) de Galileo Galilei  en la Biblioteca Nacional, era denunciado hace unas semanas por los medios de comunicación, aunque dicha desaparición se conocía internamente desde el año 2018. Lo cierto es que salvo un círculo muy especializado de estudiosos y profesionales, pocos conocían la existencia de este ejemplar y menos su valor patrimonial, por lo que nos preguntamos si la gran repercusión mediática de la noticia se debe más al retraso en ser denunciado públicamente el robo, o porque realmente nos importa. Por otro lado, la mencionada noticia se asemeja mucho a aquella otra donde se  daba cuenta, unos años atrás, de otro robo también en la mencionada Biblioteca, en aquella ocasión de partes de la obra ‘Cosmografía’ de Ptolomeo. Podemos sacar algunas conclusiones ante estos hechos. Por un lado, lo difícil que es detectar la desaparición de un ejemplar singular entre miles de ellos en los fondos de una biblioteca patrimonial, lo que explicaría el retraso en su confirmación y, por otro, la falta de medios endémica que sufre este tipo de instituciones, y no digamos los pequeños centros bibliotecarios custodios muchas veces de importantes fondos patrimoniales. Estas historias reales en torno a robos de libros valiosos siempre han tenido un halo novelesco, por lo que no es de extrañar que algunos escritores centren la trama de sus libros en ello. Donna León, y es solo un ejemplo de muchos, se introduce con acierto en ‘Muerte entre líneas’ (Seix Barral) en el oscuro mundo  pero real, de bibliófilos y  libreros corruptos y el ilegal comercio de libros antiguos. Sí, la historia del libro está plagada de robos de libros singulares e insustituibles, y algunos fueron tan osados que aún son recordados como el caso del librero londinense Charles Romm que, en los años 30 del siglo pasado, sustrajo a lo largo de una década cientos de libros de bibliotecas patrimoniales británicas, públicas y privadas, y los fue colocando en el mercado norteamericano. Es indudable que siempre encontraremos una gran historia tras la sustracción de un libro singular. Seguramente la hay tras la del ‘Sidereus Nuncius’, y de la que lo último que sabemos es que el original fue sustituido por el ladrón, por una copia de gran calidad  lo que explicaría hasta cierto punto que dicho robo pudiera pasar desapercibido durante años. Más medios para garantizar la seguridad y conservación de los fondos bibliográficos patrimoniales, más allá de la localización geográfica, es la petición unánime de las instituciones culturales que los custodian. Mientras, durante la espera, seguiremos rasgándonos las vestiduras con noticias como las de la Biblioteca Nacional española, o la de la biblioteca de la Universidad de Cambridge donde, al mismo tiempo que saltaba la noticia en Madrid, se denunciaba la desaparición de dos cuadernos manuscritos de Charles Darwin relacionados con la teoría de la evolución (aunque al parecer fueron robados…¡hace veinte años!). Ramón Clavijo Provencio  

OESTE

Mi padre era un lector voraz de novelas del oeste en aquellos difíciles años sesenta. Si de las décadas anteriores el color era el negro, en los sesenta habíamos pasado al gris pero marengo. Y me acuerdo de que nos mandaba a mi hermano y a mí a un quiosco cerca de  casa para cambiarlas o venderlas como segunda mano (la pela era la pela); al fin y al cabo, eran novelas de usar y cambiar. Y allí que íbamos con una buena bolsa de ellas que previamente había leído y en las que se notaban las marcas de los picos de algunas hojas doblados a modo de antiguos pero no menos socorridos marcapáginas.  E incluso  con los lomos bastante vencidos consecuencia de su lectura en la cama o, si me permiten el comentario un tanto escatológico, en el servicio. Ahora, al redactar este artículo he echado un vistazo por Internet para ver si aún siguen existiendo en el mercado aquellas novelas que tanto entretuvieron las tediosas tardes de buena parte de los lectores de aquellos no menos tediosos y tristes años. Y compruebo por algunas páginas, sobre todo en Ebay, que siguen estando a la venta las mismas que hace demasiados años veía en las manos de mi padre, las de la editorial Bruguera y en especial las del gran Marcial Lafuente Estefanía. Por mi parte, en pleno desarrollo académico por aquellos tiempos, poca atención les prestaba a estos relatos que, además, estaban indicados, como rezaba en la portada de algunas series, para un público “adulto”. Mis incipientes aficiones lectoras me llevaban a los libros de lectura obligatoria en el colegio y a aquellos que caían en mis manos frutos de alguna recomendación fiable. Con el correr de los años aquellas novelas fueron desapareciendo de mi casa y con ellas el nombre de Silver Kane, seudónimo bajo el que se escondía mi venerado Francisco González Ledesma. José López Romero.