domingo, 27 de febrero de 2022

DOS PÁGINAS DE LA MISMA HISTORIA

“¡Ah, viejo de la barca! ¿No oyes? Espera, no te partas, respóndeme a lo que quiero preguntarte”. “¿Quién será este presuntuoso arrogante que con tanta furia camina y con tanta priesa me llama?... Estraño debe ser este. Sin pies ni manos camina, la cabeça hendida… degollado y con dos estocadas por los pechos… Camina, si quieres, que me haces perder el tiempo… entra y dime quién eres”. “¿Acaso no conoces a don Pedro Luis Farnesio, hijo natural de Alejandro Farnesio, que fuera Papa bajo el título de Paulo III, y que por obra y gracia de mi ilustre padre soy duque de Castro, de Parma y Piacenza, marqués de Novara, capitán general y confalonier de la Iglesia?”. “¡Ya, ya! Pues cómo tu padre con toda su dignidad no te avisó y protegió de la desastrada muerte que por tu aspecto has tenido y de este último viaje en esta barca y con esta canalla a la que ahora, con todos tus títulos, perteneces? Toma asiento y cállate” (‘Diálogo entre Caronte y el ánima de Pier Luigi Farnesio’ S. XVI). Con un gesto de desprecio y no sin altanería, el Farnesio se dispuso a cumplir con su postrer destino. Mientras, su cabeza no paraba de rumiar su triste suerte, de lamentar cuantas acciones o traiciones le habían llevado hasta allí y en aquellas condiciones. Sin duda el emperador estaba detrás de todo aquello. Sí. Aunque no era para menos –ahora lo reconocía-. Su padre que lo había llenado de títulos, honores y riquezas también le había encomendado quehaceres e intrigas que él sabía no le iban a llevar a buen fin. Y aunque por los años 1527-1528 había ayudado a Carlos V en las guerras contra los franceses en la Italia meridional, e incluso años más tarde había participado activamente en las negociaciones de paz entre Francisco I, el rey francés, y el emperador español, este no le había perdonado a Paulo III su sospechosa neutralidad y, por consiguiente, su falta de apoyo a la política imperial, sus intrigas con Francisco I y, lo que era más grave, ¡había llegado a entablar conversaciones con el Turco! Que al llegar a oídos de Carlos V lo había tomado como una traición a toda la Cristiandad que debía tener su cumplida respuesta y sus consecuencias. Y el castigo a tanto despropósito y tantas ambigüedades le había tocado a él. El 10 de septiembre de 1547, era asesinado en la fortaleza de Piacenza el duque Pier Luigi Farnesio a manos de Ferrante Gonzaga y de un grupo de nobles plasentinos, bajo cuyas manos manchadas de sangre se puede adivinar la sombra alargada y todopoderosa del emperador Carlos V que, con la muerte del bastardo, castigaba el nepotismo, la ambición sin límites y las intrigas de su padre Alejandro Farnesio, el papa Paulo III. “La cabeça hendida, degollado y con dos estocadas por los pechos”. Casi cuatro siglos más tarde, el 28 de abril de 1945, Benito Mussolini, el Duce, era sumariamente ejecutado. Su cuerpo y el de Claretta Petacci, su amante, fueron trasladados a Milán y “abandonados en la plaza de Loreto, para que una muchedumbre enfurecida los insultase y maltratase físicamente. Después fueron colgados boca abajo de una viga de metal sobre una gasolinera en la plaza. Los cadáveres fueron azotados, disparados y golpeados con martillos”. Seguramente Caronte ya no se extrañaría del aspecto de sus nuevos pasajeros. José López Romero. 

"FIEBRE" POR LA LITERATURA VIAJERA SOBRE ESPAÑA

 

Hoy día es rara la editorial de nuestro país que no incorpore en su catálogo una colección de literatura viajera y, sin embargo, hasta no hace mucho el interés de los lectores españoles por estos libros era  más bien tibio. Esto comenzará a cambiar en el primer tercio del siglo XX, cuando una serie de intelectuales se proponen rescatar del olvido libros escritos casi un siglo antes, y que describían experiencias viajeras por España. Uno de eso intelectuales fue Manuel Azaña que tradujo por vez primera al castellano el libro de George Borrow  ‘The Bible in Spain’ en 1921. A partir de ahí ese interés por los testimonios de viajeros extranjeros no ha dejado de crecer, pues ¿cómo se podía ignorar un fenómeno que dio a la imprenta miles de libros, y fue en parte responsable de la imagen que de España se trasladaba a los lectores europeos? Lo cierto es que a mediados de los años 80, gracias al impulso de congresos nacionales como el celebrado en Madrid a principios de esa década “La Imagen Romántica de España”, o el de Ronda de 1985 “La imagen de Andalucía en los viajeros románticos”,  se editan en castellano por vez primera libros que habían tenido un enorme éxito entre los lectores europeos y norteamericanos, y que a partir de ese momento comienzan a despertar el interés del público español. Libros como ‘La Bahía de Cádiz’ de Antoine Latour, ‘Manual para viajeros por España y lectores en casa’ de Richard Ford, o ‘De París a Cádiz’ de Dumas por nombrar algunos ejemplos. Hoy afortunadamente ese interés se sigue manteniendo, tanto con la continuada publicación de estudios sobre el fenómeno viajero y de los que son ejemplo los ya clásicos ‘Del Támesis al Guadalquivir’ de Alberich o ‘Los curiosos impertinentes’ de Iam Robertson,  como por las nuevas transcripciones al castellano de los muchos libros que aún no conocemos en este idioma, como es el caso del escrito por Vizetely ‘Hechos sobre el vino de Jerez’, y que con traducción y comentarios de Beltrán Domecq la editorial Peripecias tuvo el acierto de incluir en su catálogo el año pasado. Ramón Clavijo Provencio.

viernes, 4 de febrero de 2022

TRAS LA MÁSCARA

A lo largo de la historia de la literatura no son pocos los autores, que por distintas motivaciones se han escondido tras un seudónimo. En la gran mayoría de casos estos han sido de mujeres, que para evitar las convenciones sociales de épocas pasadas, creyeron que  un seudónimo masculino las protegía de aquella triste sensación que de forma tan realista describiera Rosalía de Castro: “los hombres miran a las literatas peor que mirarían al diablo”. En definitiva, unas jamás se desprendieron de tal lastre como George Eliot (Mary Ann Evans) y otras fueron  descubiertas muy a su pesar, como Elena Ferrante  (Anita Raja), aunque  su motivación para el seudónimo en este caso no fuera su condición de mujer, de hecho el seudónimo era femenino, sino un evidente deseo de anonimato personal. También muchos escritores recurrieron a este recurso, unos tratando en sus inicios literarios de esconder la vocación literaria a los progenitores, y otros, más pusilánimes, para protegerse de esa ansiedad provocada por la lucha entre la pasión literaria y la de desvelar su identidad ante la sociedad. Pero también encontramos más motivos, entre los que no son pocos los  provocados por cuestiones políticas o pasionales. Pero  hay un género literario en el que se ha recurrido al seudónimo con frecuencia: la novela, y dentro de este el de la novela policiaca o negra. Quizás una cierta infravaloración del género, pero con gran tirón popular, llevó a escritores de renombre a esconderse bajo otra identidad. Es el caso del símbolo de la bohemia parisina Boris Vian, que cuando ya tenía un cierto prestigio no dudó en ocultarse tras el nombre de Vernon Sullivan, para publicar la novela policiaca ‘Escribiré sobre vuestras tumbas’. Otro dato curioso y poco conocido es el de que Paul Auster inició su carrera literaria en el género policiaco. Sí, ‘Jugada de presión’ fue su primera novela pero la publicaría bajo el alias de Paul Benjamín, aunque su obra posterior, ya con su nombre real, siguiera otros derroteros. ¿Y qué decir del exquisito John Banville, que se refugia en Benjamin Black para transitar por lo policiaco, y luego nos lega el fascinante patólogo forense Quirke, elevando a cotas insospechadas la calidad del género? Y así podríamos seguir con una sucesión interminable de casos, como el de la ya muy popular J.K. Rowling cuando crea la irregular  saga protagonizada por el detective Cormoran Strike, bajo el seudónimo de Robert Galbraith, o de la exitosa Anne Perry, nombre bajo el que se escondía Juliet Hulme para ocultar su oscuro pasado delictivo. Y así llegamos, era inevitable, a esa Carmen Mola (J. Díaz, A. Martínez y A.Mercero) que provocó una “tormenta”  en el pasado premio Planeta, y que nos demuestra por si faltaba algo,  que tras un seudónimo también podemos encontrarnos motivaciones más prosaicas como, una elaborada operación de marketing. (Ilustración: “Autorretrato”. Mica Popovic)  Ramón Clavijo Provencio 

DON ANTONIO PRIETO

El pasado 23 de noviembre moría en Madrid don Antonio Prieto. Los medios de comunicación, sobre todo escritos, le dedicaron la consabida necrológica, unas más emotivas que la mayoría, las cuales destacaron haber sido uno de los primeros Premios Planeta con su novela ‘Tres pisadas de hombre’. Poca letra impresa para quien fue mucho más que el ganador de dicho premio en 1955, tiempos en los que el Planeta aún no se había bastardeado. Nada que ver con el reguero de tinta, papel y tiempo que les suelen dedicar los medios a otras figuras de nuestras letras; homenaje merecido sin duda, nada que objetar, pero en los que se ven los agravios comparativos. Aunque ya se sabe: en este país no basta con ser un buen escritor, excelente filólogo, catedrático de Literatura Española de la Universidad Complutense y tener un enorme bagaje de publicaciones sobre nuestra literatura áurea, porque si no has aparecido en los medios de comunicación oficiales del nuevo régimen, si solo has permanecido en el silencio de las salas de investigadores de las bibliotecas y te has consagrado a tus clases, si no has levantado la voz para nada, si no has llevado ningún lacito en la solapa de la chaqueta, si no has tenido a tu disposición el diario boletín oficial del gobierno, te caes muerto y ni te miran o te escribe la necrológica el becario de turno. Porque todo eso fue y no quiso ser Antonio Prieto. Un humanista moderno, un sabio de nuestra literatura clásica, un hombre encerrado en sus estudios literarios, de los que destacamos los dos tomos dedicados a la poesía española del siglo XVI, publicados ambos en Cátedra, estudios en los que muchos aprendimos a profundizar en los grandes poetas de nuestro Renacimiento; o el tomo sobre la prosa del XVI (también en Cátedra), ensayos en los que Antonio Prieto vertió lo mejor de su saber sobre una época literaria que conocía como pocos. Descanse en la paz y en el silencio de los sabios. José López Romero.