viernes, 27 de noviembre de 2020

REVERTE Y LA LITERATURA DE VIAJES EN ESPAÑA


Hasta hace relativamente poco tiempo, nuestro país no se había caracterizado por tener una relevante presencia en la literatura viajera contemporánea. En esto siempre envidié a los maestros británicos, que han seguido manteniendo  hasta la actualidad un más que nutrido ramillete de autores, que nos han ido dejando a lo largo de los años libros hoy considerados obras cumbres de la literatura de viajes. La obra de Bruce Chatwin o Patrick Leigh Fermor, por nombrar dos de los más admirados de entre los contemporáneos, son una pequeña muestra de lo que decimos. Bueno, esto fue  así hasta que un aún joven Javier Reverte publica en 1994 ‘El sueño de África’, iniciando una trilogía que dejaría huella entre miles de lectores de todo el mundo y, lo que es más importante, volcándose a partir de entonces a compartir con esos lectores su especial mirada sobre los lugares que visitaba, materializándola con pasión sobre el papel. Es cierto, no lo negaré, que la literatura española contemporánea también ha dado libros de viaje que trascienden al tiempo, recordemos algunos de los escritos por Blasco Ibañez (‘La vuelta al mundo de un novelista’), Cela (‘Viaje a la Alcarria’),  Manu Legineche (‘Hotel Nirvana’) o Julio Llamazares (‘El río del olvido’) entre otros, pero también hay que decir que ninguno de ellos consiguió acercar a este género literario, que hasta la irrupción de Javier Reverte era poco visible en las librerías españolas, a tantos lectores como él. Reverte recorrió  el planeta viajando solo, como los grandes escritores viajeros, lo que justificaba con estas  palabras: “cuando viajas solo la gente te toma por un poco idiota y te protege, así es más fácil hacer amistad y obtener material para escribir” (“Los viajes de Javier Reverte comienzan en las librerías”. Juan J. Gómez. El País. 28 de agosto de 2000). Poco  a poco fueron editándose más libros suyos de temática viajera, libros que acrecentaban su prestigio al mismo tiempo que iban aumentando los apasionados por la literatura de viajes en nuestro país: ‘Corazón de Ulises’, ‘El río de la desolación’, ‘El río de la luz’…Reverte tocó también otros géneros literarios, incluso sus novelas sobre la guerra civil tuvieron un importante eco como  ‘El tiempo de héroes’ , ‘Banderas en la niebla’ o ‘Venga a nosotros tu reino’, pero sin duda donde deja un hueco difícil de llenar es en un género: el de viajes. Solo nos queda un consuelo momentáneo,  disfrutar de ese libro que dejó preparado antes de su fallecimiento, y en el que plasmaría su punto de vista sobre el que ya sería su último gran viaje recorriendo Irán y Turquía, pues como él decía, “Si la literatura de viajes gusta, es porque en ella prima lo subjetivo. El punto de vista del escritor es lo que despierta la emotividad. Si viajas cargado de emoción, la aventura siempre será extraordinaria”. Ramón Clavijo Provencio. 

CENTENARIO


Está pasando con mucha más pena que gloria (ninguna) el centenario de la muerte de don Benito Pérez Galdós. Una lástima. Una lástima, digo, para este país tan necesitado de que grandes, enormes autores como Galdós se conviertan en lectura obligatoria para cualquier ciudadano o ciudadana con derecho a voto (otro gallo nos cantaría). Galdós ya en vida no logró la aclamación de sus iguales (aunque pocos estaban a su altura literaria), ya se sabe: la envidia patria. Y con el correr del tiempo, lo que fue una injusticia se ha ido convirtiendo en una costumbre. Más de un escritor, de esos que van o iban por ahí vanagloriándose de su pedigrí intelectual, no hace mucho tiempo le negó el pan y la sal al que estudiosos, sobre todo extranjeros, consideran a la altura de los grandes novelistas del XIX: Dickens, o su amigo Wilkie Collins, Tolstoi, Balzac, Zola o Eça de Queirós. Está claro, no tengo ninguna duda de ello, de que si Galdós hubiera nacido en Inglaterra o en Francia sería una gloria nacional, uno de los grandes clásicos al que todos venerarían. Pero no es el caso en este país que prefiere enterrar a sus grandes hombres antes incluso de que mueran. Por mi parte, desde este verano me estoy dedicando a rendir mi particular homenaje al gran Galdós. Leí ‘La incógnita’ y ‘Realidad’ (reseñadas en esta página), seguí con ‘Las novelas de Torquemada’ y estoy finiquitando ‘Miau’. Y de las cuatro obras puedo decir lo mismo: enseñan y entretienen, que es la máxima clásica por excelencia de la literatura. Otros, los sesudos intelectuales de pedigrí podrán pensar que la literatura no es eso, sino una lucha sin cuartel entre un autor que se las da de intelectual y el pobre lector indefenso ante páginas y páginas en las que el punto y aparte brilla por su ausencia. Allá ellos con sus platos exquisitos de narraciones huecas. A pesar de las circunstancias, que siempre para estas cosas son adversas, yo sugiero a los lectores que se paseen por las páginas de cualquier obra de Galdós. No les va a defraudar. Será un merecido homenaje, el que siempre le niegan. José López Romero.

  

viernes, 6 de noviembre de 2020

LA PEQUEÑA MOIRA

 


Así como la lectura de unos libros te llevan a otros, hay libros y autores o autoras que te llevan a reflexionar sobre estilos, corrientes, formas de entender la literatura, en definitiva. La lectura de ‘La pequeña muerte de Moira Molloney’, segunda novela que publica Mariela Arévalo Barquero, no solo te traslada a ese mundo entre fantasía, sueños y cruda y dura realidad que ya forma parte o incluso define un tipo de literatura especial, que no es de este tiempo, sino de mucho tiempo atrás. Ya en la primera novela, ‘Los hombres de los ojos violetas’ nos había dado muestras inequívocas Mariela de por dónde quería y sabía llevar su literatura: por la senda de una sensibilidad que tiene sus referentes más insignes en esas grandes escritoras del siglo XIX, especialmente las inglesas, nos estamos refiriendo a las hermanas Brönté o Jane Austen. No establecemos comparaciones; solo señalamos una corriente o una visión de la literatura en la que prevalecen los sentimientos, las relaciones personales y, sobre todo, una enorme y sin fisuras confianza en el ser humano por encima de las dificultades, de las circunstancias y de la maldad. Porque esta se entiende siempre no como propia de la naturaleza humana, sino como consecuencia de la ignorancia o del momento que a cada uno le ha tocado vivir. Moira Molloney es un espíritu puro, que irradia felicidad y belleza interior dentro de su mundo perfecto en un pueblo de su Irlanda natal. Hasta que la niña se muere “un poco”. Es a partir de aquí que comienza el largo calvario de la familia Molloney. La ausencia del padre, Dorran, es la que marca ese largo y doloroso camino de desgracias que va asolando a la familia. Pero Dorran no ha abandonado a su única hija, se ha ido a luchar por unos ideales, por dejarle a ella un mundo mejor, más libre, más igualitario y más justo. Por eso lucha en la Guerra Civil española y más tarde se enrola en la Resistencia francesa en la II Guerra Mundial. Y mientras, los latidos de vida de Moira se acompasan al ritmo de esa ausencia, es decir, su corazón se ha muerto un poco. Pero dos serán las fuerzas que se conjuran para sacar a Moira de ese estado: la medicina convencional, representada por los médicos Ryan Byrne, amigo de la infancia de la muchacha, y el doctor MacGrath, y sobre todo la medicina natural, esa fuerza de la naturaleza a la que invoca la sanadora o curandera Biddy. Así contada, a grandes y gruesos trazos, y sin desvelar los acontecimientos que desencadenan el final de la narración, podemos confirmar la afirmación anterior: estamos ante una novela de pura sensibilidad, de personajes generosos, que se duelen y se compadecen con el dolor de los demás. Estamos ante un tipo de literatura que nos hace mejores cuando la leemos, porque nos toca las fibras más sensibles de nosotros mismos, y sobre todo le agradecemos a la autora, a Mariela Arévalo, que nos ponga por delante esta pequeña muerte de Moira Molloney para devolvernos nuestra confianza en el ser humano, tantas veces y por tantos motivos perdida. José López Romero.

PERÓN Y EL BIBLIOTECARIO

 


Días atrás celebrábamos el Día de la Biblioteca en nuestro país, y aquí, en Jerez, se inauguraba con tal motivo, en la biblioteca Municipal Central, una singular exposición titulada “Escritores y bibliotecas”, donde se trata de desvelar el poco conocido pasado bibliotecario de algunos afamados escritores y escritoras. Entre ellos no podía faltar Borges. El autor de La Biblioteca de Babel o El libro de arena entre otras asombrosas historias, tiene también un pasado bibliotecario como se nos desvela en la mencionada exposición, y que creemos  oportuno ampliar en las líneas que siguen. En más de una ocasión el escritor argentino, mucho tiempo después de dejar de trabajar en la biblioteca Municipal “Cané” de Buenos Aires, comentaría algunas anécdotas relacionadas con aquella época que duró casi una década, donde como auxiliar de la biblioteca repartía su tiempo entre las obligaciones que aquel cargo implicaba y una prolífica etapa creativa, en la que fueron germinando libros cautivadores como Ficciones o El Aleph. Sin embargo se conoce poco su salida de la biblioteca “Cané”, que coincidió con la subida al poder en Argentina de Juan Domingo Perón en 1946. Por aquellos años Borges ya era un conocido escritor y no precisamente peronista. ¿Qué mejor forma de castigarlo que apartarlo de aquella biblioteca?, seguramente pensó algún oscuro dirigente del régimen. Sobre la forma que se hizo corren todo tipo de conjeturas. Una de ellas, la que hizo más fortuna y nunca desmentida por el escritor, nos dice que Borges fue trasladado, como castigo por su militancia política, al departamento encargado de la inspección de aves y conejos en los mercados de la ciudad. Real o inventada aquella historia, lo cierto es que Borges pronto abandonaría el Ayuntamiento y afortunadamente para todos los lectores del mundo se dedicó a hacer lo que mejor sabía: tejer historias maravillosas. En su etapa de madurez, y fuera Perón del poder, fue nombrado director de la Biblioteca Nacional  de Argentina, cargo en el que estuvo desde 1955 a 1973. Ramón Clavijo Provencio