viernes, 30 de noviembre de 2018

CIENCIA FICCIÓN


Aunque no soy muy aficionado al género de la ciencia ficción, apenas unas cuantas películas vistas más por aburrimiento que por interés, y en cuanto a la literatura alguna que otra novela, ya sobrepasada por el tiempo, una de mis últimas lecturas, “El fondo del cielo” del argentino Rodrigo Fresán, me despertó la curiosidad por ver cómo los autores del género se han podido imaginar los libros y las formas de lectura de los que sin duda existen, aunque no han dado pruebas fehacientes y contundentes de ello, por lo que algunos malintencionados afirman que precisamente no haber venido por estos lugares es la demostración más palpable de que poseen una inteligencia superior a la nuestra, y no les falta razón tal como está el patio. Y de lo poco que recuerdo de mis escasas incursiones en la literatura o el cine de ciencia ficción, no se me viene a la memoria que alguien haya tratado el asunto. Es más, no recuerdo que en los ovnis esté habilitado algún espacio al que denominen biblioteca, ni siquiera aparece un libro dejado encima de la mesa de control de alguna nave y, menos aún, escena en la que un alienígena se retira a hacer sus necesidades con un libro en la mano, costumbre por una parte tan saludable como enriquecedora espiritualmente, por otra. Y ya que el género no me ofrece ejemplos o, al menos, yo no los recuerdo, le voy a dar a la imaginación (“Atención, atención, torre de control. Father entrando en trance”, le oigo a mi hija con una voz que quiere simular el despegue de una nave espacial. Ella siempre tan oportuna). Un extraterrestre seguro que tendrá las palmas de su mano ya preparadas para funcionar como e-readers. Con un dedo presionará una de las falanges de esos dedos tan largos como los que nos enseñaba ET y se activará el libro electrónico interno, se iluminará la mano y aparecerá el libro que esté leyendo. Incluso organizará su biblioteca interna según las manos, y ya dependerá de gustos (orden alfabético: de la A a la L a la derecha…; o por géneros: el erótico en la izquierda, por supuesto). Y en la misma palma tendrá aplicaciones para cambiar de libro. Y para cargarlos bastará con meter el dedito, a modo de enchufe, en un repositorio electrónico de libros; así tendría en su cuerpo, en sus manos, toda una biblioteca que poder leer cuando quiera. ¿Y el papel? por un momento, en este delirio o trance en el que he caído, me ha parecido escuchar una voz como aquella de “Encuentros en la tercera fase” que me ha dicho: “¿Papel? Pregúntale a tu amigo Ramón, el visionario”. “¿Y no habrá pastillas con libros concentrados, que uno se tome y ya lo tendría leído? –me pregunta mi hija. Ella siempre tan práctica. “No – le contesto-. Y bromeo: pero sí imagino que habrá supositorios, cuyo grosor dependerá de la extensión del libro”. “Pues conmigo que no cuenten” –despierta mi hijo. José López Romero.



LA TÍA JUDIT


En uno de sus cuentos breves, “La Biblioteca de la tía Judit”, Govanni Papini nos introduce en una biblioteca que posee solo tres títulos, y pese a tan modesto contenido a primera vista, el lector se verá convencido al final de la lectura del mencionado relato que en ella no falta nada, cosa que nos sorprendería comprobar no siempre sucede en muchas de las más inmensas y voluminosas bibliotecas. Esta especie de parábola nos trata de concienciar, con la sutil y poética elegancia del autor italiano, sobre la permanente confrontación entre lo esencial y lo prescindible que nos asalta en cada parcela de nuestra vida. Por tanto, el relato también es un buen ejemplo para trasladarlo al campo de la industria editorial. No es la primera vez, y me temo que tampoco será la última, que reflejamos sobre el papel nuestro estupor e incredulidad ante los miles de nuevos  títulos que las editoriales nos ofertan año tras año -y no incluimos en esta referencia a las reediciones, merecidas o inmerecidas, de otro no menos despreciable número de libros-. ¿Son todos necesarios? Parece evidente que no, pero el mercado y la industria se mueven al parecer por otros parámetros que nunca terminaremos de descifrar. Son estas fechas -la otra coincide con el inicio de la primavera y los actos conmemorativos en torno al libro donde no faltan las  innumerables Ferias en la que se  publicitan las novedades literarias- donde tenemos una incontestable prueba de lo que decimos. Multitud de autores aprovechan estos días para presentar sus creaciones ante sus potenciales lectores, y las librerías se las ven y las desean para acoger en sus escaparates la avalancha. Todo sería una gran fiesta que saludaríamos con entusiasmo, si no fuera porque a poco que hurguemos en los escaparates y estantes de las librerías,  en los suplementos y revistas literarias, repasando sus listados y reseñas escritas  sobre las novedades que despiden el año, volveremos a recordar el certero relato de Papini y su reflexión sobre lo esencial y lo prescindible. Pero no todo es negativo. Yo disfruto con ese juego excitante cual es la búsqueda de las “perlas escondidas” entre esta  ingente oferta. ¿Qué sería del  placer de la lectura sin ese eterno juego? Ramón Clavijo Provencio.

viernes, 23 de noviembre de 2018

CABALLOS DE PAPEL


Cuando te llevan por primera vez a ver “Cómo bailan los caballos andaluces”, ya no lo olvidas nunca. Si además no llegas a la decena de años, la emoción tarda semanas en evaporarse. En aquellos tiempos no se ejecutaba en la Real Escuela sino en los terrenos de la “feria del ganado”, en el González Hontoria. Pero la brillantez de la exhibición y la entrega del público eran exactamente las mismas. La afición por el caballo en Jerez es una de las marcas que identifican la ciudad. La costumbre viene de antiguo. En 1738 el noble que ostentaba los señoríos del Alcázar y de la Torre de Melgarejo, Bruno José de Morla, concibió un curioso libro, impreso en El Puerto de Santa María: “Vueltas de escaramuza, de gala, a la  gineta … practicadas en la plaza de Xerez de la Frontera ...” Con apenas cien páginas, más de la mitad son grabados, como el que reproducimos, que detallan los movimientos precisos para una correcta ejecución de los juegos ecuestres celebrados en la céntrica plaza del Arenal, donde ya se enfrentaban las familias aristocráticas desde el siglo XV. Esta rareza bibliográfica, que solo encontramos catalogada en cuatro bibliotecas españolas (en las provinciales de Toledo y Ávila, la universitaria de Oviedo y la Nacional), es una de las piezas que se muestran en “Caballos de papel”, que hasta el mes de marzo ocupa la galería de exposiciones de la Biblioteca Municipal. Pero no es la única. De la casa madrileña de Rivadeneyra están las “Obras completas de Flaxman”, grabadas al contorno por Joaquín Pi y Margall en 1826, como homenaje al escultor e ilustrador inglés, fallecido ese mismo año. Son dos tomos encuadernados en un volumen con pasajes de “La Ilíada”, “La Odisea” o “La Divina Comedia”, prodigándose en la recreación de motivos ecuestres. En otra vitrina destaca el “Jardín de Albeyteria”, un tratado de clínica veterinaria caballar impreso por la viuda de Ibarra en 1792 y enriquecido con excelentes grabados calcográficos en láminas desplegables de gran tamaño. Un libro por cierto también muy difícil de encontrar. Un “Quijote”, de la misma Casa, de 1787; un tratado de legislación sobre el caballo de Martres y Chavarry de 1826; la “Colección de marcas o hierros del ganado caballar” del Consejo Provincial de Agricultura de Sevilla de 1885 ; o una magnífica “Antología del caballo árabe en España” de 2007, son otros tantos de los ejemplos que podemos admirar en la Muestra. Pero en esta ocasión, los libros no están solos. Mediante las técnicas de la cartonflexia y la papiroflexia, el jerezano Carlos Hermoso ha destacado el protagonismo del caballo en la historia y la literatura universales. El Cid Campeador a lomos de Babieca, don Quijote y Sancho con los ojos vendados “volando” sobre Clavileño, un impresionante Caballo de Troya con guerreros en su interior, una cuadra de La Cartuja jerezana, o un guiño a la fuente de los “caballitos de colores” del Paseo de La Rosaleda, son algunas de las escenas que el artista ha recreado  para que la visita a Caballos de Papel se convierta en un auténtico placer. NATALIO BENITEZ RAGEL 

CORTESÍA


“Cortesía no es… una mera forma externa de comportamiento; ni siquiera predominan en la noción de la misma los elementos formales, sino que es el resultado de un cultivo interior, esto es, el modo de ser de aquel que ha aprendido el saber de la virtud”. En estos términos define el gran José Antonio Maravall el concepto “cortesía” sacado de los numerosos textos medievales que va citando a lo largo de su estudio (en Cuadernos Hispanoamericanos, 1965, nº 186, p. 528 y ss.). Al hilo de una revisión de los poemas anónimos incluidos en el llamado Mester de Clerecía, me encontré con este término que Manuel Alvar aplica al rey Apolonio, protagonista de uno de esos textos, el que lleva su nombre, y no pude por menos que pararme a pensar en el cambio de significado de esta palabra, reducida ya casi al gesto amable, gentil de una persona que le cede el paso o el asiento en un transporte público a una señora o, para mayor desvío, al coche de sustitución. Y sin embargo, la “cortesía”, tal como la entendían nuestros sabios medievales, era mucho más que actos puramente formales, pues con ella se definía todo el saber aprendido por la persona, manifestada en su virtud y, como consecuencia de esta, en el temor a Dios y el respeto a los demás y a sí mismo. No otro sentido tiene la “cortesía” cuando es utilizada por los humanistas del Renacimiento y no digamos en aquella “república de las letras” que tan magistralmente nos describe Marc Fumaroli (ed. Acantilado), en esos siglos y en aquellos intelectuales, hombres de letras y de ciencias, que en sus salones galantes iban poniendo los pilares, los cimientos de toda la cultura europea. Y la definición en los textos medievales se extiende: “hospitalidad y generosidad con el prójimo, lealtad y fidelidad, bondad y piedad, dulzura, liberalidad y largueza, alegría en trato y mesura”, para concluir: “cortesía es nobleza de buenas costumbres”. ¡Qué distintos los significados del pasado a nuestros días! Tanto como la diferencia entre la apariencia y la verdad. José López Romero.


viernes, 9 de noviembre de 2018

NUEVA CARTA


“Nueva carta sobre el comercio de libros” es un libro coral, es decir, de varios autores (veintiséis en total, más un prólogo de Lorenzo Silva y un epílogo de Enrique Clarós), publicado en abril de 2014 (ed. Playa de Ákaba). El título está tomado de la “Carta sobre el comercio de libros” que en 1763 publicara el filósofo Denis Diderot, que se convierte en permanente referencia de las intervenciones de todos los autores del volumen, y casi todos vienen a concluir que poco ha cambiado este siempre azaroso comercio de libros desde que el enciclopedista francés escribiera su texto; dos siglos y medio largos y nada o, mejor dicho, a peor. Y de 2014 a estos nuestros días se puede decir, los veintiséis autores lo certificarían sin dudar, que el asunto sigue igual y empeorando, y si no, ¿cuántas librerías se habrán cerrado en España en estos últimos cuatro años? Un excelente indicativo de la situación. Pero lo que destila de la mayoría de los textos incluidos en esta “Nueva carta…” es un gran pesimismo, la proposición de pocas y tópicas o utópicas soluciones y, sobre todo, mucho lamento, un cierto lloriqueo que unas veces se tiñe de ironía que por momentos deriva en cinismo, otras de una sensiblería tan torpe como incómoda. Escritores que aprovechan la ocasión para quejarse de que los editores no les pagan o les pagan tarde y mal, de que sus derechos como creadores quedan pisoteados por el todo gratis de las plataformas de descargas de libros, por la piratería, y que como todo hijo de vecino, el escritor tiene derecho a vivir de su creación que, al fin y al cabo, es su trabajo. Hasta aquí, poco o nada que objetar. Sin embargo, algunos de refilón tratan ciertos aspectos en torno a ese comercio de libros cada vez en más alarmante decadencia. Por ejemplo, los editores (según algunos autores de este libro, porque otros son también editores) ante estos tiempos (y menos en los años de crisis) no suelen apostar por autores noveles de dudosa rentabilidad, porque, se quejan, el comercio de libros se ha convertido en un negocio (¡¡!!); incluso acusan a aquellos de editar libros de muy baja calidad literaria solo por el nombre del autor o el éxito en otros países. De ahí que el lector se sienta muchas veces engañado con campañas de publicidad agresivas y no digamos con una crítica cada vez más vendida a los intereses de las grandes editoriales. Como consecuencia de ello, el autor novel busca en la autoedición o la edición digital la salida, difícil por no decir imposible, a un mercado copado por estas grandes editoriales, que dominan librerías y grandes superficies. Y sobre estas autoediciones, algunos de los articulistas se permiten comentarios despectivos y malintencionados como “como esa ama de casa que ahora es escritora de éxito” o “… los autoeditados o indies son en su mayoría escritores domingueros que garabateaban un capitulito las mañanas que no van a misa”. Pero ninguno de los participantes en el libro duda de su propia calidad literaria. Quizá en otro artículo vuelva sobre este “Nueva carta sobre el comercio de libros”, en concreto con la figura que nos dibujan del lector. De los veintiséis autores, me quedo con la firmada por Noemí Trujillo, precisamente la editora del libro. José López Romero.

CAZADORES DE LIBROS


La verdad es que ignoraba que existieran cazadores de libros en el más estricto sentido de la palabra. Pero allí, a escasos metros de mí, tenía a uno de ellos inclinado sobre  el mueble fichero de madera que contiene lo que fue en otro tiempo el corazón de esta biblioteca: las fichas en papel con las informaciones necesarias para la localización de los libros que en ella se custodiaban. Hoy ese corazón hay que encontrarlo en las pantallas de los terminales conectados a la Red, y que no solo rastrean el libro o libros que intentamos localizar en la biblioteca que visitamos o de la que somos asiduos, sino en otras muchas a través de una red de redes. Es difícil que la localización de un libro se resista a las nuevas tecnologías, pero por lo visto hasta ellas se ven impotentes ante ciertos retos. Era lo que traía a aquel buscador de libros a la de Jerez, en pos de un impreso que se resistía a ser localizado, pero que Humberto C., con muchos años de experiencia a sus espaldas, no dudaba que finalmente localizaría. El libro en cuestión era el “Childe Harold´s Pilgrimage” de Lord Byron, pero no la conocida y también admirada edición londinense de John Murray fechada en 1841, de la que efectivamente había un ejemplar en la Biblioteca de Jerez, sino una edición desconocida de un año anterior  de la misma editorial. Me informó de las pistas que le  habían conducido a nuestra ciudad, y que la búsqueda se la había encomendado un importante personaje de la capital del reino y reconocido bibliófilo, cuyo nombre  excusaba  decirme.  Pasó unos días en Jerez, la mayor parte del tiempo en la biblioteca Municipal, donde rastreó ficheros antiguos, inventarios y catálogos decimonónicos, para finalmente despedirse  anunciándome que había encontrado aquí una nueva pista que le llevaría a Sanlúcar.  Como lo cazadores de recompensas del antiguo “Far West”, estaba claro que este Humberto C.  no cejaría en su empeño salvo, claro, que el bibliófilo que lo financiaba se cansara de esperar. No tuve más noticias de él, pero me lo imaginé cruzando el charco e iniciando una aventura incierta pero sin duda apasionante. Ramón Clavijo Provencio