viernes, 30 de junio de 2017

LIBROS EN LA COSTA

La llegada del verano –dicen-  favorece  la lectura, lo cierto es que ya sea por disponer de mayor tiempo libre o cualquier otro aspecto que ahora se me escapa,  el estío parece una estación propicia para ello. En el verano nos topamos en el paisaje cotidiano con lectores, una especie que parece desaparecer –al menos visualmente- de los espacios públicos el resto del año y ahora  –como si fueren aves migratorias que llegan   de latitudes lejanas-  y ahora tengo la sensación de que lo copan todo. Hace algunos años a nadie le hubiera llamado la atención ver  un lector absorto en su libro en el banco de un parque o tranquilamente disfrutando de una historia apasionante, mientras tomaba pequeños sorbos de su café en una terraza. De hecho algunos admirados fotógrafos nos han legado sus paisajes de la lectura a lo largo del siglo XX,  en libros apasionados, hoy de culto como  ‘El íntimo placer de leer’ de André Kertész, y donde lo que entonces era pura cotidianeidad hoy se nos muestra envuelto por una pátina de misterio. Pero como les decía más arriba, el verano parece  –no sé si ficticiamente- resistirse a borrar la imagen del lector y la lectura del paisaje cotidiano. Y de todos los escenarios el más querido por estos lectores, cómo no, es el litoral. Los lectores compiten aquí con bañistas, surferos, paseantes de orilla o practicantes de deportes náuticos. Incluso alguno de estos lectores estivales  me han regalado  escenas verdaderamente curiosas, como cuando un temporal de levante me hacía abandonar la playa de La Fontanilla hace un par de veranos. Allí, caminando con dificultad sobre las pequeñas dunas que formaba con la arena el viento, luchando con la que en suspensión hacía peligrar la integridad de cualquiera que fuera desprovisto de unas buenas gafas de sol,  pude contemplar a aquella lectora impertérrita, por supuesto protegida con  unas enormes gafas, y que  tirada sobre la toalla, leía ajena al levante a Theisiger. Otro de los aspectos relacionados con esa “vuelta” de los lectores a la visibilidad en verano, que me intriga es el qué leen. Como todos sabemos la llegada del lector estival provoca esa epidemia de recomendaciones, que editoriales, críticos, blogueros y otras especies, tratan de orientarlos hacia este o aquel libro. A pocos, sin embargo, he visto leyendo – en esta otra faceta mía  de “voyeur de la lectura”-  libros recogidos en algunas de esas listas. Daría para otro artículo la lista de libros que he ido relacionando, en esta “caza” de las lecturas del lector estival. Y les confieso una cosa: muchas veces han sido ellos, cuando tumbados sobre la arena, o bajo la toldera de una terraza frente al litoral, los que sin saberlo me han recomendado un libro inolvidable. El último: ‘Helena o el mar del verano’ (Julián Ayesa. Acantilado, 2017). RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO  

SENTIDO COMÚN

“Un hombre no difiere mucho de una mula o un caballo, salvo que el caballo o la mula tienen algo más de sentido común”, leo en ‘Mientras agonizo’, una de las novelas más emblemáticas de William Faulkner, maestro de maestros, como así lo confiesa el mismísimo Vargas Llosa. Me quedé con la frase por esas otras que relacionan a mulas o burros con hombres, o las que aluden a ese sentido común tan extraño al ser humano y, sin embargo, tan insistentemente demandado en los últimos tiempos por algunos políticos. Quizá el mérito o el ingenio de la frase del gran escritor estadounidense, sea haber compendiado en ella todos esos proverbios o refranes que están en la mente de todos y destacar, como en aquellos, la imagen peyorativa que se tiene del género humano. Concepto en el que también insistía el filósofo galés Bertrand Russell: “Me han dicho que el hombre es un animal racional. En todos estos años, no he encontrado una sola prueba de que eso sea cierto”. Cuando esto escribía Russell acababa de cumplir 90 años, es decir, en 1962, y fue en 1930 cuando Faulkner publica por primera vez ‘Mientras agonizo’; ni veinte años habían pasado aún entre el final de las dos grandes guerras mundiales en uno y otro caso (12 en el caso del novelista; 17 en el caso del filósofo). Seguramente en la memoria de estos dos enormes intelectuales frescos permanecerían los recuerdos de esas dos terribles contiendas, ejemplos universales del escaso o nulo sentido común de los seres humanos. Leer a George Steiner –autor con el que doy, desde hace algunos años, por iniciado mi verano de lecturas- o releer textos de Zweig, o los poemas de Erri de Luca, es un ejercicio que debemos hacer con cierta periodicidad para intentar recobrar la confianza en nosotros mismos, porque son intelectuales con sentido común; ese sentido que confiamos en que tengan los  gobernantes, y también los gobernados, aunque en más de una ocasión, desalentados, nos invada el pesimismo y hagamos nuestras las frases de Faulkner y de Russell. José López Romero.


viernes, 23 de junio de 2017

AUTOR-ESCRITOR

Roger Chartier es un estudioso francés de la historia del libro y de todo cuanto afecta o interesa a esta ya consolidada rama del saber, que no dudamos en inscribir en los estudios humanísticos. Y por poner un ejemplo que me está esperando en mi estantería de lecturas pendientes, en ella lleva ya unos meses su ‘Historia de la lectura en el mundo occidental’, que dirige junto a Guglielmo Cavallo (Taurus, 2011), un conjunto de trabajos en torno a una de las actividades imprescindibles del ser humano, si este quiere considerarse como tal. Pero antes de emprender la lectura de este volumen se me metió de rondón otro ensayo de Chartier titulado ‘El orden de los libros’ (Gedisa, 2017), libro dividido en tres apartados: “comunidades de lectores”; “Figuras del autor” y “Bibliotecas sin muros”, es decir, tres de los elementos fundamentales en torno al libro: sus lectores, sus autores y los lugares de depósito y consulta, aunque en este caso Chartier se centra en las compilaciones de obras que llevaban por título genérico “Biblioteca”. Un libro por momentos de complicada lectura, pero entre cuyas ideas aquí queremos centrarnos en el concepto autor / escritor que Chartier analiza en el segundo capítulo de su libro. No fue hasta finales del siglo XVII cuando tanto en Inglaterra como en Francia se recoge esta diferencia de conceptos: autor es todo aquel escritor que ha publicado o impreso algún libro, mientras que se reserva el término escritor para aquellos que no han visto en letra de imprenta sus creaciones. Una diferencia que lleva aparejada la consideración de la literatura como actividad profesional y comercial y, como consecuencia de todo ello, la disputa, que llega hasta nuestros días, de la propiedad intelectual del autor sobre sus escritos, que tiene como uno de sus más radicales defensores al novelista, excelente por otra parte, Javier Marías. La legislación española actual sobre los derechos de autor señala la vida de este y setenta años más después de su fallecimiento, a partir de dichos plazos la obra se considera libre y puede ser explotada por cualquiera. Lejos quedan ya los 1400 maravedíes por los que Cervantes le vendió al librero-impresor Francisco de Robles la primera parte del ‘Quijote’, de cuyas ventas apenas obtuvo el 10%; o  la venta de los derechos de impresión y puesta en escena de su ‘Don Juan Tenorio’ que Zorrilla cedió al editor Manuel Delgado por cuatro mil doscientos reales de vellón, en una  de las transacciones comerciales más lamentadas de toda la historia literaria española, según el estudioso Luis Fernández Cifuentes, ya que Zorrilla no dejó de arrepentirse durante toda su vida, como confiesa en sus memorias ‘Recuerdos del tiempo viejo’: “Mantengo con él [‘Don Juan’], en la primera quincena de noviembre, a todas las compañías de verso en España. ‘Don Juan Tenorio’, que produce miles de duros y seis días de diversión anual a toda España y las Américas españolas, no me produce a mí ni un solo real”. Desde hace ya mucho tiempo, más de una familia en varias generaciones siguen viviendo de los escritos del abuelo sin pegar un palo al agua. ¡Las cosas del abuelo! José López Romero.



DESPEDIDAS

Aunque tenemos la sensación desde  hace tiempo  de que la cultura importa a pocos - y me refiero a su acepción más pura, libre de esos inventos de asimilar a cultura cualquier manifestación folklórica o festiva-, me sigue sorprendiendo como la desaparición de personajes relevantes en este ámbito tienen un cierto  eco en los medios generalistas, incluso a veces por extensión y atención. Quiero pensar que ello no se debe a un cierto remordimiento de la sociedad, de pagar la indiferencia o la poca atención que realmente se percibe en relación a los asuntos culturales de manera diaria, con ese pequeño y modesto tributo a los que se van. Algo así como “os agradecemos los servicios prestados, aunque cuando los prestabais con dedicación y sacrificio os hiciéramos poco caso”. La verdad es que hay motivos para pensar con cierta maldad. Estos últimos meses han ido dejándonos una serie de relevantes personajes. Demasiados en muy corto periodo de tiempo. Todos  dignos de admirar y cuyo legado –artístico, histórico, literario- nos obliga finalmente a interrogarnos sobre si realmente la raza humana es algo singular. A comienzos de año nos dejaba, John Berger,  que al mismo tiempo que iba creando una muy interesante obra pictórica-, nos hacia reflexionar con sus escritos sobre  el fin de una era. ¿Y qué decir del hispanista Hugh Thomas? Su  legado, centrado especialmente  en nuestro país, es  un ejemplo a seguir para las nuevas generaciones de investigadores de la historia. También la literatura ha tenido  bajas difíciles de cubrir. Si a comienzos de años perdíamos el universo creador de Ricardo Piglia , ahora cae  Denis Johson. Ha sido este último un escritor norteamericano que quizás no haya tenido en nuestro país la acogida que otros colegas suyos como Philip Roth o Paul Auster, pero  sus escritos sobre ese mundo marginal de la sociedad norteamericana, tan bien reflejado en el libro Hijo de Jesús, y que seguramente tanto desagradaría –de suponer que tuviera capacidad para leerlo- al actual presidente norteamericano, es otro ejemplo más de estos notables e irrepetibles personajes que nos hacen reflexionar y cuestionarnos- desde diferentes ámbitos culturales- nuestro papel en este insignificante planeta. Ramón Clavijo Provencio 

sábado, 3 de junio de 2017

JUAN JOSÉ BOTTARO, FOTÓGRAFO

Hace ya más tres lustros, cuando los doce frailes cartujos que quedaban en Santa María de la Defensión abandonaron definitivamente el monasterio jerezano, hicieron donación total de bienes, inmuebles y propiedades a la diócesis de Asidonia-Jerez. Entre aquellos objetos, el obispado hizo entrega al departamento municipal de Patrimonio de tres cajas con negativos fotográficos en cristal, que pasaron a ser custodiados en la Biblioteca Central. Se trataba de materiales de gelatino-bromuro, un procedimiento basado en el empleo de una placa de vidrio sobre la que se extendía una solución de bromuro de cadmio, agua y gelatina, ideado por R.L. Maddox en 1871. Aunque las placas que habíamos recibido eran de los años centrales del siglo XX, cuando este procedimiento estaba ya prácticamente en desuso, había algunos profesionales del sector que lo habían seguido usando. Era el caso de Juan José Bottaro Pálmer (en la ilustración, sentado en el centro), un pintor, grabador y restaurador puertorrealeño que había destacado también como fotógrafo. Este personaje, que pasó su vida entre El Puerto de Santa María (donde una calle con su nombre da la espalda al Hospital) y Jerez, es poco conocido. El ‘Diccionario Enciclopédico Ilustrado de la Provincia de Cádiz’ (1985) le dedica diez líneas en las que nos informa de que fue profesor de dibujo en San Luis  Gonzaga y de pintura en la Academia de Bellas Artes de Santa Cecilia, situada en los años 30 en el antiguo Convento de Santo Domingo de nuestra ciudad vecina. Pero el Diccionario sitúa la fecha de su nacimiento con diez años de retraso, cuando en realidad vino al mundo en 1886. La verdadera fuente para conocer a Bottaro es un artículo que publicó su discípulo Luis Suárez Ávila en Diario de Cádiz, recogido en 2009 (fecha en la que se expusieron sus fotografías en el “Centro Cultural Alfonso X El Sabio”) por la redacción de la web “gentedelpuerto.com”. Nos habla de su trayectoria artística, de su paso como empleado de la familia Terry (en cuyas bodegas dejó varias de sus obras), de su saber “enciclopédico”, de su amena y chispeante conversación y hasta de su ambigua sexualidad. Su obra escultórica y restauradora se contempla, entre otros lugares, en la Catedral de Cádiz, en la melena de talla de Nuestro Señor Jesucristo Yacente de la hermandad de La Soledad de El Puerto, en la restaurada imagen del San Francisco Javier de Juan de Mesa de la Iglesia de San Francisco de la misma ciudad, en las mencionadas propiedades de la familia Terry, etc. Pero las placas de vidrio que conservamos en la Biblioteca de Jerez, y que gracias a nuestra colaboradora, la historiadora Isabel Granados, hemos comenzado a procesar, son una auténtica rareza gráfica: imágenes sacras, altares, mobiliario eclesiástico, documentos del segundo centenario de la Casa Domecq, y otras tan curiosas como las visitas de Varela o Franco a la ciudad portuense. Más de 400 piezas que un día, esperemos que sea pronto, podamos digitalizar en positivo y ofrecer al público investigador. NATALIO BENITEZ RAGEL.

RELIGIÓN



“-Father. Ya que de misales en casa andamos más que tiesos, dile a la madre superiora que al menos me dé un versículo”. Mi hija, que es una esponja, de inmediato había hecho suyo el lenguaje metafórico de Marta Ferrusola, la “madrina” del clan Pujol y la acuñadora de un nuevo código lingüístico de relaciones comerciales con los bancos. La verdad es que el invento no deja de ser ingenioso, a pesar de que el lenguaje religioso y todo lo que rodea a la religión siempre han sido muy socorridos para establecer un plano metafórico con la realidad. Coplas populares como el villancico tan nuestro del “curita” es un excelente ejemplo, por no hablar de los chistes de curas y monjas que con tanta gracia he escuchado de boca de dos ilustres sacerdotes de esta ciudad; entre aquellos, uno en que se utilizaba la metáfora de los dos tomos del Concilio de Trento en alusión a las dos sobrinas del cura, cuando el obispo pedía alguna lectura reconfortante en las frías noches de invierno. El estamento religioso siempre ha estado muy emparentado con la literatura, y la festiva no iba a ser una excepción, sino todo lo contrario; y ahí están para no desmentirme el interesante pasaje incluido en el ‘Libro de buen amor’, del arcipreste de Hita, en el que los clérigos de Talavera se niegan a renunciar a sus mancebas o barraganas. O toda la literatura de goliardos que prolifera por Europa en la Edad Media, en la que se canta al vino, a la fortuna, a las mujeres y a todos los goces de la vida. A través de estos ejemplos no cabe duda de que la religión, sus miembros, sus ceremonias y su lenguaje han sido desde tiempo inmemorial un excelente material metafórico para muy variados usos. “Pá. Si a la niña le vais a dar un versículo, yo necesitaría una epístola” (el niño que se apunta a todas). “Pues ahora estamos reunidos la madre superiora y el capellán del convento, para decidir si os damos un versículo u os repartimos unas hostias”. José López Romero.