viernes, 28 de febrero de 2020

A(NA)LFABETOS


Leyendo el otro día ‘El infinito en un junco’, el maravilloso libro de Irene Vallejo que ya reseñara hace unas semanas en esta misma página mi compañero Ramón Clavijo, me acordé de la historia contada por el explorador y reportero John Wilkins en su viaje a Norteamérica en 1641, que Umberto Eco incluyó en su  ‘Los límites de la interpretación’, en la que refería el asombro de un joven esclavo indio por su ignorancia ante el papel escrito, que lo había delatado por dos veces cuando, encomendado por su amo, le había llevado unos higos a un amigo y en el camino había dado cuenta de buena parte de ellos. La relación de la anécdota terminaba con estas palabras: “Pero como fue reprendido con más firmeza que la vez anterior, confesó su falta y admiró la divinidad del papel, prometiendo cumplir en el futuro todas sus encomendaciones con fidelidad”. Irene Vallejo también aborda en su libro el problema del analfabetismo y nos ofrece el dato extraído del I.N.E.: 670.000 en España, en 2016. Pero lo que interesa no es el dato, sino el sufrimiento que padece el analfabeto en esta sociedad de hoy, definida por todos y por antonomasia como la sociedad de la información y la comunicación. En un relato que nos estremece y nos parece de otros siglos ya lejanos, cuenta Irene Vallejo las graves limitaciones de una persona analfabeta a la que conoció, y los trucos a los que tenía que acudir para solventar situaciones comprometidas, el más socorrido era el olvido de las gafas. I. Vallejo termina con este fragmento: “Recuerdo sobre todo el desamparo, el repertorio de pequeñas mentiras necesarias para pedir ayuda a los desconocidos sin pasar vergüenza”. Es ese mismo analfabetismo el que condena a Hanna, la protagonista de ‘El lector’ de Bernhard Schlink. Hoy, como la propia Vallejo dice, “damos por hecho que todo el mundo aprende a leer y escribir en la infancia”, y es cierto en apariencia. Hoy, a excepción de esas 670.000 personas, nadie puede considerarse analfabeto: todos hemos ido al colegio y allí nos han enseñado a leer, escribir y otros y variados conocimientos, que hemos aprovechado con suerte diversa. ¿Y solo con eso ya podemos considerarnos alfabetizados? Bastaría con ponernos a la puerta de una gran superficie comercial para darnos cuenta de que con eso solo no basta. Leer exige su práctica, como escribir, como incluso actualizar diversos conocimientos y, sobre todo, exige reflexión y sentido crítico ante los problemas que acucian a esta sociedad y que son de todos; pero echamos una mirada a nuestro alrededor y el panorama está más cercano al analfabetismo: no se lee, no se escribe y, según mi compañero y amigo Cipriano, nada se sabe y, lo que es peor, ni ganas de saber que tiene ese vulgo, del que decía Lope de Vega que había que “hablarle en necio para darle gusto”. Hoy todos sabemos leer un rótulo de una calle o la carta de un restaurante (ejemplos que aduce Irene Vallejo), pero eso a muchos no los hace menos analfabetos. José López Romero.

ALEJANDRÍA


Nos llegan ecos de la fastuosa y nueva Biblioteca de Alejandría, donde un exultante Hussein Bassir, director del Museo de antigüedades del complejo, nos habla de las maravillas de estas nuevas instalaciones que albergan ocho millones de libros, y que se está convirtiendo en un foco de atracción turística hacia el país del Nilo. Pero Alejandría no es ya  la ciudad fundada por el Magno, ni siquiera la cosmopolita urbe que en algún momento recorrieron Durrell o Kavafis. Leyendo el magnífico libro de la filóloga Irene Vallejo ‘El Infinito en un Junco’, en el que la autora nos guía por el mundo del libro en la antigüedad, esta nos da detalles de la decadencia de una ciudad, donde dudamos mucho que las nuevas instalaciones de la Biblioteca la hagan recuperar el brillo perdido. “Viajeros que regresan de la ciudad me cuentan que la ciudad cosmopolita y sensual ha emigrado a la memoria de los libros” (‘El infinito en un Junco’, Irene Vallejo. Siruela, 2019). Porqué cuando se habla de este nuevo mega proyecto da la sensación que lo que se pretende es crear un elemento que atraiga a las masas, más que una institución que verdaderamente sea un foco cultural sin par. Y es que en esta sociedad de la información, y donde los hábitos de lectura han cambiado irreversiblemente ante la irrupción de las nuevas tecnologías, una biblioteca como la de Alejandría solo tiene sentido en la mente de personajes excesivos como Hussein Bassir. En la actualidad se siguen necesitando, y diríamos que más que nunca, bibliotecas y bibliotecarios, pero la necesidad real está más en la creación de pequeñas y medianas bibliotecas con personal muy cualificado, para que actúen como referente cultural e informativo de los lugares donde estén ubicadas, que mega proyectos como el de Alejandría. En Jerez como en tantísimos lugares, urge ya el replanteamiento por parte de la administración del nuevo papel de las bibliotecas en esta sociedad de la información. Ramón Clavijo Provencio


viernes, 7 de febrero de 2020

DON PERIQUITO Y OTRAS DELICIAS GRÁFICAS


“Una equivocación en un periódico contenida es una mentira permanente que siempre está haciendo daño…, el periodista tiene que ser persona de talento, limpio de corazón, firme de voluntad, de juicio claro y de conciencia recta.” Parecen frases sacadas de un manual de deontología periodística, pero proceden del primer número de ‘Don Periquito: revista semanal instructiva y recreativa dedicada a la infancia’, publicada en Jerez entre 1912 y 1913 en la Litografía Jerezana y dirigida por Manuel Olías. Tiempos revueltos para España (para variar), con dos presidentes del gobierno asesinados en poco más de diez años a manos de pistoleros anarquistas, los talibanes del momento, y una sucesión de cinco gabinetes en tres años. Aun así, el nivel cultural se intentaba mantener, a la par que el recreativo, surgiendo semanarios que procuraban entretener además de educar al público, como el referido, en cuya presentación ya avisaba: “vengo a distraeros sabiamente”. La primera lección que imparte versaba sobre cómo debía ser un periódico y cómo un periodista, de donde hemos entresacado las frases del comienzo. El editorialista acababa advirtiendo que “si algún hombre malo se disfraza de periodista no dejen ustedes que ande por ahí mucho tiempo disfrazado, quítenle la careta enseguida que puedan y denle al momento una buena mano de azotes”. Actualmente aunque el nivel de los profesionales de la información es alto, másteres a pares incluidos, aún queda alguno por ahí (y alguna, lenguaje inclusivo que no falte) al que habría que “correr a gorrazos”. Y a algún que otro columnista que nos tortura una vez por semana, también. El ‘Don Periquito’ ilustraba sobre literatura, música, ciencias, alimentación…, con alguna que otra poesía y chascarrillos adaptados a los menores. Por la misma época apareció ‘Don Fastidio’, que se refería a la corporación municipal como colección de animales salvajes (“menagerie”) y del que ya hablamos en este mismo espacio. Llama la atención comprobar cómo unos calificativos que hoy conllevarían denuncia segura, eran adjudicados por los medios a los personajes públicos sin pudor alguno y sin represalias legales. Será que vamos progresando. El periodismo gráfico español había empezado a modernizarse con publicaciones como ‘Nuevo Mundo’, ‘Estampa o Crónica’, aunque los antecedentes haya que buscarlos en las caricaturas creadas por John Leech, paraPunch’, un magazine satírico-humorístico fundado en 1841 en Londres. Pero nuestro ‘Don Periquito’ tiene su más claro precursor en ‘The boy’s own paper’, también londinense, que con una longeva existencia (1879-1967) se dedicó a la educación infantil con historias, técnicas de estudio, juegos, deportes o concursos de ensayos. Personajes inolvidables como Corto Maltés, Roberto Alcázar y Pedrín o semanarios como ‘Flechas y pelayos’ conviven estos días con los usuarios de la Biblioteca Municipal Central, en la muestra “Del comic a la novela gráfica”, un ejemplo más de la riqueza patrimonial que atesora. NATALIO BENÍTEZ RAGEL.

DISPERSO


“Te noto disperso, father”. Mi hija y su ojo clínico. “¿Y eso?”, le pregunto sorprendido. “Es que te he visto de acá para allá, que si ahora coges un libro, que si después otro… La edad, father, esos años de más, como los kilos”, mi hija y sus magníficos métodos de motivación y autoestima. Y la verdad es que razón no le falta, lo reconozco (no los años, que también). Desde que le dieron el Premio Nobel a Peter Handke he intentado leer al menos tres novelas y de ninguna de ellas he logrado pasar de la página veinte. ¡Yo, que no cerraba un libro hasta que no me lo hubiera metido entre pecho y espalda, aunque no me hubiera enterado de nada! ¿La edad? Pues habrá que concederle toda la razón a mi hija. Uno se da cuenta de que ya no tiene tiempo suficiente para perderlo en libros o, más extensamente, en una literatura que tiene la descripción por castigo del lector (algún ejemplo podía poner del tal Handke que roza casi lo absurdo). ¿Nobel? Pues con su pan se lo coma. No será el alemán el primero ni el último de una cada vez más larga lista de escritores indigestos. Quizá ya no le encuentre tanto gusto (¿o masoquismo?) a los libros de escritores que como el citado o, por poner un ejemplo patrio, Juan Benet, tienen por uno de sus principales objetivos la tortura lectora. Y sin embargo, siempre he admirado a Bernhard o a Juan José Saer, por citar escritores de estilo poco condescendientes con el lector. Es posible que mi dentadura lectora ya no esté para carnes demasiado duras. Pero ha dado la casualidad de que al mismo tiempo que mi dispersión de Handke, me he topado con ‘Génie la loca’, una novela de Inès Cagnati (reseñada en esta misma página). ¡Y con cuánta sencillez, con cuánta simplicidad se puede transmitir tanta sensibilidad y estremecedora belleza! Y aunque todo estilo es respetable y tiene su lugar, muchos de privilegio bien ganado en la historia de la literatura, uno no puede por menos que preguntarse si es necesaria tanta complicación, cuando Cagnati nos da una lección de lo que es una literatura que está al alcance de muy pocos por su extrema y conmovedora sencillez.  José López Romero.