viernes, 20 de octubre de 2023

PRISIONEROS

El 7 de diciembre de 1639 el rey Felipe IV mandaba a prisión al escritor Francisco de Quevedo y Villegas. ¿El motivo? Cuenta la leyenda que el rey se había encontrado días antes debajo de su servilleta un poema o memorial que comienza: “Católica, sacra, real Majestad, / que Dios en la tierra os hizo deidad”, y que venía a criticar el gobierno de su valido don Gaspar de Guzmán, el todopoderoso conde-duque de Olivares. Quevedo, ya de sesenta y un años y con todos los achaques de una mal llevada vejez, fue recluido por cuatro años en el Convento Real de San Marcos en León, lugar del que el propio escritor llegó a confesar que había pasado más frío que en ninguna otra parte. Una leyenda la del memorial, aunque las opiniones en torno al poema están encontradas; mientras que José Manuel Blecua, uno de nuestros grandes especialistas en la poesía de Quevedo, había demostrado hace tiempo que el poema pertenecía a esa larguísima lista de apócrifos del poeta madrileño, otro investigador, Fernando Plata Parga, ha vuelto sobre la autoría de Quevedo. Sea el que fuere el motivo por el que el rey mandó encarcelar al gran don Francisco, lo cierto es que a nadie en la Corte le era ajena la inquina que este le tenía a Olivares; una inquina que don Gaspar correspondía con la misma saña. Quevedo moriría dos años más tarde de su excarcelación en Villanueva de los Infantes, “Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos, / y escucho con mis ojos a los muertos”.

En mayo de 1934 fue denunciado y arrestado Ósip Mandelstam y condenado a tres años de destierro en los Urales a consecuencia de haber publicado un poema el año anterior contra el gran genocida del siglo XX Iósif Stalin. El poema, que comienza con estos versos: “Vivimos insensibles al suelo bajo nuestros pies, / nuestras voces a diez pasos no se oyen. / Pero cuando a medias a hablar nos atrevemos / al montañés del Kremlin siempre mencionamos”, sólo fue un simple motivo para la purga de intelectuales ordenado por el régimen que de forma totalitaria había impuesto “el montañés del Kremlin”. Fue la primera de una serie de detenciones sufridas por uno de los grandes poetas rusos del siglo XX, y con la prisión el largo e inhumano peregrinar por pueblos, por tribunales y por la represión de un Estado al que no le temblaba la mano para meter en la cárcel a cualquier ciudadano o el fusil ante el paredón.  De ello nos ha dejado un terrible testimonio la esposa de Mandelstam, Nadiezhda, en su libro ‘Contra toda esperanza’ (Acantilado). Un escalofriante régimen del terror que le lleva a Nadiezhda a escribir: “Escogimos todos el camino más fácil: callábamos en la confianza de que no nos matarían a nosotros sino al vecino. No sabíamos siquiera quién entre nosotros mataba y quién se salvaba, simplemente, gracias a su silencio”. Liberado, Ósip Mandelstam fue arrestado nuevamente en 1938, durante la Gran Purga. Murió en un campo de trabajo forzado cerca de Vladivostok, en el extremo oriental de la URSS, ese mismo año. José López Romero.

 

  

1933-1944: LOS ORÍGENES DE LA FERIA DEL LIBRO

Cuando lean ustedes estas líneas los claustros de Santo Domingo de nuestra ciudad estarán acogiendo un año más la Feria del Libro, y sus estancias y luminosas galerías estarán tomadas, en el buen sentido del término, por los stands de las librerías participantes y esperemos que por cientos de lectores y lectoras buscando nuevas lecturas. Son ya algo más de 90 años los que nos separan de la celebración de la primera Feria del Libro que se organizó en nuestro país, la cual se levantó en el madrileño Paseo de Recoletos, junto a la Biblioteca Nacional, un 23 de abril de 1933. Fueron entonces 20 las editoriales participantes las que ofrecieron lo más granado de sus respectivos catálogos a los visitantes a lo largo de la semana en la que esta se celebró. Aquella primera Feria del Libro y las que siguieron en tiempos republicanos fueron de iniciativa privada, pero lo cierto es que su celebración no hubiera sido posible sin una  política legislativa -en los primeros años de la II República sobre todo- que pretendía lograr una mayor accesibilidad al libro por parte de la sociedad en general. El estallido de la Guerra Civil acabó con todo aquello y habría que esperar hasta 1944, cuando nuestro país vivía los momentos más duros de la posguerra, para volver a ver levantarse los stands de las librerías en el Paseo de Recoletos (aún pasarían unos años antes de trasladarse al parque del Retiro). Pero no estuvo esta primera Feria del Libro organizada en tiempos del franquismo exenta de problemas. Recogen las crónicas periodísticas de la época cómo algunos falangistas levantaron pilas de libros en los accesos a la misma y procedieron a su quema, lo que desde luego no era la mejor manera de animar a los interesados en visitarla. Pero la dura legislación en torno al libro y su férreo control sobre la accesibilidad de la población en general según a qué tipo de publicaciones, hacía que aún a finales de los años 40, cuando el Instituto Nacional de Libro Español (INLE)  organizador de la Feria madrileña era dirigido por el jerezano Julián Pemartin, se vivieran este tipo de actos desafortunados. Ramón Clavijo Provencio   

viernes, 6 de octubre de 2023

YA ERA HORA

El otoño es una época tradicionalmente propicia para el lanzamiento de novedades literarias, y quizás influya en ello la cercanía del periodo navideño que, como sabemos, es el momento en el que las ventas –se vende de todo y por supuesto, faltaría más, también libros- alcanzan el pico anual. No es de extrañar pues, que muchas editoriales reserven pacientemente sus mejores apuestas para ese momento, y ello pese al  excesivo número de novedades que irrumpen de repente en el mercado al mismo tiempo, y que dificultaran la visibilidad de muchos libros, sobre todo de aquellos que no tienen el respaldo de un gran sello editorial. Pues bien, en estos prolegómenos otoñales, entre las muchísimas novedades hay una que sin duda está destacando sobre las demás, y que como ya muchos habrán adivinado, es la novela ‘El problema final’ de Arturo Pérez Reverte. Cuando digo destacado sobre las demás, no entiendan que con ello estoy juzgando su calidad o interés en relación a otras novedades que estos días van presentándose ante los lectores (como la última e interesante propuesta de Muñoz Molina, ‘No te veré morir’, o la de Irene Vallejo con ‘La leyenda de las mareas mansas’, entre otros muchos), simplemente doy fe de una realidad como es el protagonismo indiscutible que dicho libro está acaparando en los medios de comunicación, tanto especializados como generalistas desde su aparición,  atención que viene acompañada en este caso, no lo olvidemos, por el cómplice respaldo de los lectores. Lo cierto es que he leído ‘El problema final’ y me he divertido mucho  transitando por unas páginas llenas de guiños literarios y cinéfilos - un acierto recordar a través de Francisco Foxá, uno de sus personajes, a esos autores que sobrevivían en nuestro país durante la larga posguerra, con aquellas novelitas policiacas sin muchas pretensiones pero que hicieron furor entre el público de la época-. Es esta una novela elegante, llena de diálogos salpicados de útiles observaciones para el lector inteligente, lo que se traduce en una placentera lectura, uno de los principales objetivos de cualquier novela que se precie. Pero hay algo que creo debemos agradecer por encima de todo al autor con la publicación de este libro, y es esa reivindicación de la mejor novela policiaca, esa que pasó al olvido entre otras razones por la irrupción del subgénero negro que también hoy, como la novela clásica ayer, sufre los embates de escritores y escritoras que hacen un flaco favor sacrificando literatura por la truculencia más zafia. ‘El problema final’ (guiño a otra novela de Conan Doyle) además de hacernos partícipes como lectores de una excelente historia, es un conseguido homenaje a los clásicos policiacos muchos de los cuales hoy sólo podemos encontrarlos bien en librerías de viejo, almacenados y olvidados en depósitos de bibliotecas públicas o en reediciones de algunas valientes editoriales como Valdemar o Siruela. Ya era hora.  Ramón Clavijo Provencio.

FRUNCIR EL CEÑO

Me encuentro en Internet una página web titulada “Escuela de escritores” en la que se recomienda no usar expresiones como “piernas torneadas”, “pechos turgentes” y “fruncir el ceño”, a las que se añaden otras expresiones (“silencio sobrecogedor, espiral de violencia, las lágrimas acudiendo a los ojos, marco incomparable, mar de dudas, mirada cómplice”) que lejos de mejorar el estilo de los escritores principiantes, acaban estos por caer en clichés vacíos de contenido e intención, que sólo delatan ante los lectores el poco esfuerzo, la escasa imaginación del creador. Nadie está a salvo del uso de estas expresiones, pero una cosa es utilizarlas y otra muy distinta abusar de ellas. Acabo de leer dos novelas en las que el abuso de “fruncir el ceño” es muy llamativo. La primera tiene su justificación: su autora es una escritora muy novel que apenas ha echado el primer diente de leche en esto de la literatura y, por tanto, desconoce los registros y mecanismos para no caer en una repetición tan molesta y que afea sin duda el relato. Habrá que recomendarle la página “Escuela de escritores”. Pero la segunda pertenece a una escritora ya reconocida y avalada por numerosos premios. Hasta quince “fruncir el ceño” le he contado a su novela, como si ni su autora ¡ni su traductora! hayan sido capaces de echarle un poco de más esfuerzo o imaginación para no incurrir en tanto “ceño fruncido”. No son nuevos estos clichés que señalaba Alejandro Marcos, el autor de la página web. Las novelas por entregas decimonónicas o, en general, la literatura popular siempre ha manejado o manoseado este tipo de expresiones vacías como mecanismo repetidor que facilitaba la labor tanto del autor, exigido por las prisas de la entrega, como de un lector poco exigente. Por ello, no estaría mal decidir la calidad de una novela por las veces en que sus personajes “fruncen el ceño” o se lanzan “miradas cómplices” o se sumergen en un “mar de dudas”, así la labor del crítico también se vería facilitada ante productos de escaso interés. Por mi parte, cada vez que vea una de estas expresiones, torceré el gesto. José López Romero.