“Sospecho que
esta novela debe de ser una gran novela”, me dijo el otro día una amiga a la
que no dudo en considerar una lectora inteligente y capaz de distinguir lo
bueno de lo malo, la buena de la mala literatura. Y es que ante ciertos nombres
que forman parte del parnaso actual, muchos lectores terminan por agachar la
cabeza, algunos hasta se ponen de rodillas en una veneración casi religiosa que
les embota no sólo los sentidos, sino hasta el poder de discernimiento. Y sin
embargo, en más de un caso esta elevación a los cielos de las letras se debe a
campañas publicitarias bien diseñadas, con toda la artillería de medios de
comunicación potentes puesta a disposición del encumbrado, cuya calidad
literaria aparece y desaparece, como el Guadiana, entre sus libros. No todo lo
que escribe un determinado autor debe ser bueno, por el simple hecho de
llamarse como se llame, y porque ese nombre haya terminado por considerarse sagrado
en ciertos círculos de influencia. El miedo infundado de enseñar nuestras
vergüenzas de lector limitado o fácil, nos lleva a ocultar nuestra opinión de
lo que nos ha parecido un verdadero bodrio. Es el eterno cuento del traje del
rey convertido en crítica literaria: nadie se atreve a gritar que el rey va
desnudo por temor a las distintas represalias que cambian según las versiones
de la tradición oral. Y son tantas las circunstancias que pueden hacer mala una
novela, las cuales se escapan a los lectores, que no debemos renunciar a
nuestro espíritu crítico por mucho nombre y muy venerado que éste sea: el tirón
comercial, que incluso ha obligado a más de uno a desempolvar viejas novelas de
juventud; las urgencias en el cumplimiento del contrato firmado con la
editorial y ya cobrado y gastado; la literatura fácil, etc. “Por eso dejé yo
–me decía en la misma reunión otra lectora igualmente inteligente- de leer a
cierto autor, porque en las continuaciones de cierta saga detectivesca me
parecía que se aprovechaba del éxito de la primera novela”. Y nada de sospecha,
con toda la razón del mundo. José López Romero.
Una biblioteca es lo más parecido a un laberinto, un laberinto lleno de libros, de mundos por descubrir.En homenaje a las bibliotecas y a la lectura , preside la cabecera de este blog un dibujo del pintor jerezano Carlos Crespo Lainez: "Noche de lectura".
LECTORES SIN REMEDIO
Este blog tiene su origen en la página semanal de libros de "Diario de Jerez", "lectores sin remedio", que llevamos escribiendo desde el año 2007. Aunque el blog no es necesariamente una copia de la mencionada página, en él se podrán leer artículos que aparecen en ella. Pero el blog, por supuesto, pretende ser algo más... Los responsables son los dos lectores sin remedio, de los que facilitamos la siguiente información: Ramón Clavijo es Licenciado en Historia por la Universidad de Sevilla y es actualmente Técnico Superior Bibliotecario del Ayto. de Jerez de la Frontera. Está especializado en fondos bibliográficos patrimoniales. José López Romero es Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla y actualmente es Catedrático de Lengua y Literatura en el I.E.S. Padre Luis Coloma de Jerez de la Frontera. Especializado en la literatura dialógica del s. XVI y en la novela del s. XIX.
sábado, 26 de mayo de 2012
ATESORAR ESPAÑA
Bajo ese lema que encabeza estas
líneas, “Atesorar España”, se viene
celebrando en Sevilla, en Santa Clara,
desde el pasado marzo una excepcional
exposición fotográfica sobre nuestro país,
con fondos de la
Hispanic Society of America. Se trata de una muestra
representativa de las colecciones gráficas en su momento reunidas por el
hispanista Archer Milton Hutington, y donde se puede extraer una visión total
de España, y de Andalucía, en un periodo que va desde finales del XIX hasta el primer tercio del XX. En la mencionada
exposición se recogen series de fotógrafos míticos como Laurent o Clifford,
y de otros tan conocidos por su legado
fotográfico como por su halo de grandes viajeros como es el caso del alemán
Kurt Hielsche o la intrépida Ruth Matilde Anderson. Como les digo, me parece
oportuno comentar esta exposición en esta página literaria, pues el trabajo de
muchos de estos artistas de la fotografía y cuyas colecciones fue adquiriendo
pacientemente Hutington, fue responsable
de una visión de nuestro país que se puede equiparar a la visión que dejaron
los viajeros extranjeros con sus testimonios escritos, en el periodo álgido del
movimiento romántico. Una imagen singular, extraña, alejada de la realidad
europea, en parte inventada que ha sido santo y seña del país durante décadas,
y sobre la que se superpuso esta otra visión, más negra y realista, ya no tanto
escrita sino fotografiada, que dejaba la
imagen de un país que tenía la pobreza pegada a la alpargata de un pie,
mientras el otro trataba de tocar la modernidad. Es
curioso y a la vez extraño cómo la historiografía española se mantuvo alejada,
si prestar atención al movimiento viajero, pese a la indudable influencia que
ejercía sobre la imagen del país que se divulgaba en el exterior, prácticamente
hasta el último tercio del siglo XX. A partir de dos congresos celebrados en la
década de los ochenta del pasado siglo, el de Madrid -“La imagen romántica de
España”- dirigido por Calvo Serraller, y el de Ronda en 1984 –La imagen de
Andalucía en los viajeros románticos- bajo la dirección de Alberto González
Troyano, se puede decir que se produjo una inflexión en ese interés. A partir
de entonces multitud de congresos, monografías, exposiciones han tratado de
recuperar el tiempo perdido y analizar un fenómeno cuya relevancia e influencia
sobre nuestra imagen de país aún no ha sido suficientemente calibrada. Baste
decir que mientras los viajeros románticos divulgaban una imagen de España, y
por ende de Andalucía, misteriosa, orientalizante, de clima paradisiaco, Clarín
redactaba sus crónicas sobre los sucesos de la Mano Negra. Era la Andalucía trágica que
los viajeros no mostraban. Una imagen en cambio que sí se intuye, en muchas de las fotografías, que
algunos años después del cenit del movimiento viajero romántico sobre nuestro
país, hicieron fotógrafos trotamundos que ahora son recuperados en esta
excepcional exposición “Atesorar España”. Ramón Clavijo Provencio
viernes, 18 de mayo de 2012
HOTELES
Hace ya algunos años
leí un curioso libro sobre aquellos hoteles donde habían recalado escritores
viajeros ilustres. Se titulaba “Hoteles literarios” aquel oportuno libro escrito por Nathalie de Saint Phalle. A través de sus páginas se podía recorrer la
geografía planetaria, desde Adén a Zúrich,
si seguimos un orden alfabético, enterándote de anécdotas de unos personajes de
carne y hueso que escribieron en muchos casos obras que nos enamoraron, pero
cuyas vidas personales no iban parejas a las literarias, a tenor de los
vestigios que fueron dejando en los establecimientos en los que se alojaron. En
algunos de ellos incluso conservan algún recuerdo de tal o cual escritor o escritora,
olvidado en su momento en alguna habitación, y que ahora se exhibe con orgullo
como reclamo para los nuevos viajeros. La verdad es que en los hoteles los
objetos tienden a desaparecer más que a quedarse, y el pequeño hurto por parte
de los clientes se ha convertido en casi una moda que ha obligado en muchos
casos a extremar las medidas de
seguridad para que la caja, y más en estos tiempos de crisis, no dé un balance final
de números rojos. Por ello la noticia de que un conocido hotel madrileño haya
abierto una biblioteca con los libros que a lo largo de generaciones se han ido
olvidando sus clientes, me parece cuando menos curiosa. Por lo que me cuentan,
la nueva biblioteca tiene más de quinientos volúmenes, previamente escogidos de
entre un número mayor, y seleccionados en razón de diversos detalles que podían
hacerlos atractivos a la nueva clientela,
no sólo por el interés de su contenido. Así, algunos de ellos contienen
la firma de algún famoso, otros tienen anotaciones curiosas, incluso alguno está
ilustrado profusamente, al parecer por un conocido artista, y que por supuesto después
de pedir permiso al autor para conservarlo, se ha convertido en la “joya de la
corona”. Entre tantas noticias deprimentes para la cultura que estamos viviendo
en estos últimos tiempos, me parece interesante esta iniciativa del hotel madrileño
de abrir una biblioteca, y no un spa, como reclamo para su clientela. Suerte. Ramón Clavijo Provencio
EL MÉTODO
Era tal su
admiración por Paul Auster desde que cayeron en sus manos las primeras novelas
del escritor norteamericano, que para él era como un ritual la lectura de sus
nuevas publicaciones, las mismas que se apresuraba a comprar en cuanto aparecían
en los escaparates de las librerías. Con devoción casi mística se sumergía en
las páginas de aquellas “obras de arte” sin que problema externo lograra
distraerlo o lo sacara de su arrobo. Y allá por los años finales de la década
de los noventa leyó o devoró “Leviatán”, que años antes había obtenido el
premio Médicis. Pero el personaje que más le fascinó de aquella novela fue
María Turner, aquella fotógrafa que perseguía durante todo un día a la primera
persona que se cruzaba por la calle por la mañana, y le iba haciendo fotos
clandestinas para después imaginarse su vida; en verdad, aquella María Turner
era todo un personaje lleno de posibilidades literarias. Y aquel era, lo tenía
decidido, el método que necesitaba para convertirse él también en escritor,
como lo eran el complejo Sachs y Peter Aaron, los protagonistas del relato de
Auster. Y durante años se dedicó a perseguir a personas por la calle, anotar
sus movimientos, sus conversaciones, hacer fotos sin ser visto por sus
observados, y de ellos fue sacando toda la información que después convertía en
novelas, pequeños relatos y hasta ensayos del comportamiento humano. El método
funcionaba a la perfección y la materia de trabajo era sin duda inacabable; en
realidad no había encontrado un método sino un filón inagotable, sólo tenía que
sentarse en la terraza de un bar observar y escuchar, y la novela se escribía
sola. Y cuando ya disfrutaba de una más que holgada posición económica y un
cierto prestigio en los círculos intelectuales del país, le dio por disfrazarse
(no quería correr el riesgo de que lo reconocieran) y empezar a perseguir a sus
lectores. Quería saber no la opinión que de sus escritos podían tener, no le
interesaba lo más mínimo, sino más bien en qué casas vivían y cómo estaban
decoradas, qué coches o amistades tenían; sus familias, especialmente sus
cónyuges, o incluso qué les gustaba comer y beber. Para su observación, se
trasladaba a una ciudad cercana, entraba en una librería o gran superficie y
esperaba con la paciencia de los santos a que alguien eligiera una de sus
obras. De inmediato, pasaba a la persecución discreta, en la que ya era un
consumado maestro, e iba anotando y tomando fotos de vida, costumbres y hasta
vicios ocultos de sus lectores. Se dio de plazo un año de investigaciones, y una
vez cumplido decidió hacer balance de sus pesquisas. Comparó sus conclusiones
con esas estadísticas de lecturas y lectores que publican libreros y editores y
en verdad poca diferencia había entre ambas: las mujeres superaban con creces a
los hombres; el nivel cultural era de medio a alto, se leía más pasados los
cuarenta, etc. Nada nuevo. Sin embargo, sí le sorprendió una nota que podía
diferenciar a sus lectores del resto: después de leer sus libros,
inevitablemente leían a Paul Auster. José López Romero.
sábado, 5 de mayo de 2012
PASIONES TRISTES
Uno de los
libros más inteligentes de los que he leído en los últimos tiempos es, sin
duda, “Enemigos públicos”, una colección de cartas que se intercambian Michel
Houellebecq, muy conocido y transitado por esta página de libros, y el filósofo
también francés Bernard-Henri Lévy. Un intercambio epistolar en el que se tocan
todos los temas y preocupaciones que hoy día deben hacernos reflexionar, al
menos a los que sentimos como propios un mundo y una civilización que hemos y
estamos ayudando a destruir, cada uno con su modesta aportación diaria. En una
de estas cartas, el lamento de Houellebecq sobre la voracidad con que muchos
periodistas, aves de rapiña, suelen atacar a ciertos escritores, entre ellos él
mismo, cuando se airea algún lado oscuro o intimidad (el caso de sus relaciones
con su madre), y los escasos medios de defensa que contra la infamia se pueden esgrimir,
provoca la respuesta de B-H Lévy en la que intenta demostrarle a su
interlocutor que esa “jauría” no merece la menor consideración por tres rasgos
que la caracterizan: tiene miedo, es débil y es idiota. Pero lo que más me ha
interesado de la argumentación de Lévy es la teoría que recoge del filósofo holandés
Baruch de Spinoza sobre las pasiones tristes. Hay personas, pocas aunque más de
las que quisiéramos y creemos, y lo peor, más cerca de lo que pensamos, cuyas
vidas no se mueven más que por “la envidia, la burla, el resentimiento, el
odio, el rencor, la maldad, la cólera, la crueldad, el escarnio, el desprecio”,
éstas son las pasiones tristes de las que habla Spinoza que no dan fuerza, sino
debilidad e impotencia. Mala gente, envenenada por dentro, que manifiesta a
través de la mentira o la maledicencia su verdadera condición. Y contra ellos,
nuestra alegría de vivir, no una alegría pasiva, sino activa, como le propone a
Houellebecq B-H Lévy: “la alegría te
hace inteligente y fuerte; la maldad es un veneno y este veneno, más o menos a
largo plazo, mata”. José López Romero.
RECUERDOS DE FANTASMAS
Escuchaba a José
Mateos en su exitosa intervención en la Biblioteca , y entre la hilera de frases que me
llegaban, me sobresaltó aquella en la que afirmaba algo evidente: que estamos
rodeados de muertos, de espectros, o al menos de las señales de su paso.
Mientras el admirado escritor seguía con su disertación, yo ya no podía seguir
sus palabras, pues aquella referencia al mundo de ultratumba me había
descolocado, y aunque yo era, seguía siendo
uno más de los presentes que escuchaban al orador, mi atención empezó a
desviarse hacia los libros antiguos que lo rodeaban y que me traían los ecos de viejas historias
del pasado. Las murallas de libros que se elevaban a metros de alturas sobre
él, estéticamente de una belleza indudable,
estaban cargadas de recuerdos espectrales. Espectros que parecían sumarse al
acto desde los anaqueles de aquella sala decimonónica de la biblioteca. No, no
teman, no he comenzado a ver muertos
como Cole Sear, el protagonista de la película El sexto sentido, pero me preguntaba si el escritor, mientras iba
desgranando poemas, algunos en torno a la muerte, era conocedor de que en aquel
lugar, ahora hacía un par de décadas, un grupo de estudiantes habían realizado
un artesanal experimento sobre la existencia de fantasmas. Era la moda, y
además el lugar tenía justa fama, no sólo porque algunos eruditos locales
hablaban de que se hallaba enclavado sobre un olvidado camposanto (¿qué
edificio del casco histórico de una vieja ciudad no lo está?), sino porque acumulaba
al paso de los años incidentes de difícil explicación y que se habían ido escribiendo imaginariamente con las
experiencias de sucesivos testimonios de propietarios, inquilinos, trabajadores
o bibliotecarios. En fin que aquellos
adolescentes desplegaron, una noche olvidada de hace veinte años, su rudimentario
instrumental para captar sonidos de ultratumba y, por lo que contaron días
después, no lograron culminar ni la
primera noche de vigilia pues uno de los integrantes del equipo se desmayó
antes de que la prueba llegara a su fin. Rumores corrieron muchos alimentando
la fama del edificio, pero lo que se dice grabar sonidos de ultratumba grabaron
pocos. Bueno, alguno capturaron, aunque aquellos sonidos no eran otros que las
maderas de las viejas estanterías al
crujir, sonido tétrico y que impresiona a cualquier neófito si no está
acostumbrado a ello. Esos recuerdos que el correr de los días y las urgencias
terrenales escondieron en el
olvido, se volvieron más reales que
nunca, tras los poemas que nos recitó el
escritor. Lo cierto es que lo que el viejo magnetófono de unos adolescentes se
negó a captar, parecía flotar en el ambiente aquella noche, entre las
estanterías, envolviéndonos a todos los presentes, como una sombra apenas
atisbada que escuchara con admiración el recitar de aquellos bellos poemas. RAMÓN
CLAVIJO PROVENCIO
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