viernes, 18 de mayo de 2012

EL MÉTODO


Era tal su admiración por Paul Auster desde que cayeron en sus manos las primeras novelas del escritor norteamericano, que para él era como un ritual la lectura de sus nuevas publicaciones, las mismas que se apresuraba a comprar en cuanto aparecían en los escaparates de las librerías. Con devoción casi mística se sumergía en las páginas de aquellas “obras de arte” sin que problema externo lograra distraerlo o lo sacara de su arrobo. Y allá por los años finales de la década de los noventa leyó o devoró “Leviatán”, que años antes había obtenido el premio Médicis. Pero el personaje que más le fascinó de aquella novela fue María Turner, aquella fotógrafa que perseguía durante todo un día a la primera persona que se cruzaba por la calle por la mañana, y le iba haciendo fotos clandestinas para después imaginarse su vida; en verdad, aquella María Turner era todo un personaje lleno de posibilidades literarias. Y aquel era, lo tenía decidido, el método que necesitaba para convertirse él también en escritor, como lo eran el complejo Sachs y Peter Aaron, los protagonistas del relato de Auster. Y durante años se dedicó a perseguir a personas por la calle, anotar sus movimientos, sus conversaciones, hacer fotos sin ser visto por sus observados, y de ellos fue sacando toda la información que después convertía en novelas, pequeños relatos y hasta ensayos del comportamiento humano. El método funcionaba a la perfección y la materia de trabajo era sin duda inacabable; en realidad no había encontrado un método sino un filón inagotable, sólo tenía que sentarse en la terraza de un bar observar y escuchar, y la novela se escribía sola. Y cuando ya disfrutaba de una más que holgada posición económica y un cierto prestigio en los círculos intelectuales del país, le dio por disfrazarse (no quería correr el riesgo de que lo reconocieran) y empezar a perseguir a sus lectores. Quería saber no la opinión que de sus escritos podían tener, no le interesaba lo más mínimo, sino más bien en qué casas vivían y cómo estaban decoradas, qué coches o amistades tenían; sus familias, especialmente sus cónyuges, o incluso qué les gustaba comer y beber. Para su observación, se trasladaba a una ciudad cercana, entraba en una librería o gran superficie y esperaba con la paciencia de los santos a que alguien eligiera una de sus obras. De inmediato, pasaba a la persecución discreta, en la que ya era un consumado maestro, e iba anotando y tomando fotos de vida, costumbres y hasta vicios ocultos de sus lectores. Se dio de plazo un año de investigaciones, y una vez cumplido decidió hacer balance de sus pesquisas. Comparó sus conclusiones con esas estadísticas de lecturas y lectores que publican libreros y editores y en verdad poca diferencia había entre ambas: las mujeres superaban con creces a los hombres; el nivel cultural era de medio a alto, se leía más pasados los cuarenta, etc. Nada nuevo. Sin embargo, sí le sorprendió una nota que podía diferenciar a sus lectores del resto: después de leer sus libros, inevitablemente leían a Paul Auster. José López Romero.   

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