Fue un encuentro casual. Nos detuvimos a la
sombra del ficus de la plaza del banco frente a la mole del edifico de la
biblioteca Municipal, obra de un Hernández Rubio hoy reivindicado, y allí
durante unos instantes hablamos de las últimas novedades literarias, también de
las lecturas que llevábamos entre manos –ella acababa de leer la revelación del
año El caso de Harry Quebert, yo las Siete ciudades en África de Silva-. En
ese punto le pregunté a aquella buena amiga que acababa de salir de la
biblioteca municipal, si había
encontrado lo que buscaba. Pues la verdad es que no entré a buscar ningún libro, Ramón, sino
simplemente a echar un vistazo a la exposición bibliográfica sobre el vino de
Jerez. Por cierto, pequeña pero interesante. En cuanto a lecturas tengo
las suficientes en mi e- book, y gratis. Con decirte que me he bajado sin coste
alguno lo último de Vargas Llosa. Nos despedimos poco después, pero ya
camino de casa seguí dándole vueltas a aquellas palabras según las cuales
alguien me confesaba sin tapujos que se había descargado ilegalmente –aunque la
culpa no era suya evidentemente- un libro, muchos más seguramente, recién
salidos al mercado. Es decir, me había confesado que había robado,
involuntariamente, pero había robado. En un interesante artículo de reciente
aparición, El futuro de los libros, la exitosa escritora Julia Navarro
escribe sobre todo ese cúmulo de despropósitos que rodea al mundo del libro en
este país, donde la subida del IVA por un lado va debilitando lenta pero inmisericordemente la industria editorial y
todo lo que ella representa y, por otro lado, la inoperancia sobre el pirateo
cultural está hundiendo definitivamente al libro, como ya hizo previamente con
la música y el cine. ¿Y los que tienen
poder de decisión sobre estos asuntos qué hacen? Amparándose en excusas
circunstanciales -que si la crisis, que si una mariposa se posa sobre un sauce
llorón en Tokio o vayan ustedes a saber
que más- miran para otro lado distraídos ocultando una sonrisa que nos recuerda
a la del Domiciano de Posteguillos (Los asesinos del emperador). Escribe
Julia Navarro en el artículo arriba mencionado…Verán, yo creo que además de
ser necesaria una ley que de verdad garantice la protección de la propiedad
intelectual, hace falta un programa de educación desde la guardería hasta la
Universidad. Es decir, hace falta educar y enseñar a los niños que bajarse de
la Red cualquier contenido cultural, sea un disco, un libro o una película, está
lisa y llanamente robando. Pero sobre
todo esto, en torno a lo que puede haber multitud de matices, al menos
creo que tenemos derecho a exigir a los que deciden que se lo tomen en serio.
Ramón Clavijo Provencio
Una biblioteca es lo más parecido a un laberinto, un laberinto lleno de libros, de mundos por descubrir.En homenaje a las bibliotecas y a la lectura , preside la cabecera de este blog un dibujo del pintor jerezano Carlos Crespo Lainez: "Noche de lectura".
LECTORES SIN REMEDIO
Este blog tiene su origen en la página semanal de libros de "Diario de Jerez", "lectores sin remedio", que llevamos escribiendo desde el año 2007. Aunque el blog no es necesariamente una copia de la mencionada página, en él se podrán leer artículos que aparecen en ella. Pero el blog, por supuesto, pretende ser algo más... Los responsables son los dos lectores sin remedio, de los que facilitamos la siguiente información: Ramón Clavijo es Licenciado en Historia por la Universidad de Sevilla y es actualmente Técnico Superior Bibliotecario del Ayto. de Jerez de la Frontera. Está especializado en fondos bibliográficos patrimoniales. José López Romero es Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla y actualmente es Catedrático de Lengua y Literatura en el I.E.S. Padre Luis Coloma de Jerez de la Frontera. Especializado en la literatura dialógica del s. XVI y en la novela del s. XIX.
sábado, 26 de octubre de 2013
BLOGS
A veces darse
una vuelta por Internet para leer las críticas que sobre un determinado libro
han colgado sus lectores, es un ejercicio muy instructivo. Confieso que yo lo
he hecho tanto con libros que iba a leer, como con algunos ya leídos para
comprobar si mis impresiones de lector coincidía con otros a veces de distintos
países incluso. El otro día, sin ir más lejos, lo hice con uno que iba a
empezar a leer ‘El intocable’ de John Banville. Lo había comprado hacía ya un
tiempo, pero hace unos meses leí ‘Antigua luz’, y ahora consideraba el momento
de volver sobre este autor con otra de sus narraciones más representativas.
Tengo también pendiente alguna novela negra que publica bajo el seudónimo de
Benjamín Black. Pues bien, puse en Google el título y de inmediato me saltaron
un sinnúmero de entradas, entre ellas, la de un blog que rezaba lo siguiente: “He
acabado el libro y no he dejado ninguna marca. Ni una línea subrayada, ninguna
esquina doblada. Me parece que es un libro que no pasará a la historia de mi
biblioteca en un sitio preeminente. ¡Benigno! (nombre del bloguero que se
dirige a sí mismo) ¿No te ha gustado? No, no es eso. Es que no me ha calado
suficientemente hondo, me ha entretenido pero nada más”. El comentario de
Benigno hace preguntarme ¿con qué
intenciones nos acercamos a los libros? ¿Qué esperamos encontrar en ellos y qué
queremos que ellos nos den? Está claro que nos acercamos a los libros con
distintos objetivos; de unos, solo queremos que nos entretengan (‘El intocable’
al menos lo consiguió con Benigno); a otros los leemos por el autor, del que ya
hemos leído algo que nos ha gustado o le vamos a dar otra oportunidad. Pero esperar
de todos los libros que nos conmuevan, que nos cambie la vida, que nos cale en
lo más profundo es esperar demasiado de la literatura. “Seguro que terminas
hablando de las mujeres” –me dice mi señora, sabedora de que estoy escribiendo
el artículo. Pues la verdad es que no se me había ocurrido la comparación. José
López Romero.
sábado, 5 de octubre de 2013
LOS MUERTOS
La casualidad lectora (que también la hay, como tantas
en la vida) me puso en las manos al mismo tiempo dos libros que trataban de
muertos o, mejor dicho, de asesinatos. Y para más casualidad, los dos con
ciertos tintes políticos, aunque en proporción distinta. El primero es la
novela de Jack London ‘Asesinatos, S.L.’, y el segundo, la obra de teatro ‘Las
manos sucias’ del gran Jean Paul Sartre. En ambos se trata el tema del
asesinato en beneficio de la humanidad o de una ideología o causa nacional.
Motivos que hacen plantearnos de inmediato si se puede matar por una causa que
entendemos y confirmamos como justa o beneficiosa. Los miembros de la agencia
‘Asesinatos, S.L.’ con su jefe Dragomiloff a la cabeza no tienen la menor duda
de ello; es más, consideran que quitar de en medio a un individuo que ha dado
muestras más que sobradas de su nocividad es éticamente un deber que ellos
encantados asumen cuando se les hace el encargo, bajo previo pago y estudio
concienzudo de que la víctima ha hecho méritos más que suficientes para que ya
no moleste más y librarnos de su nefasta presencia. Así, cuando en un momento
de la novela Dragomiloff debe justificar el éxito de sus “encargos” pone como
ejemplo el caso de los sindicalistas James y Hardman, que recibían dinero de
los patronos de la Asociación de Propietarios de Minas para traicionar a sus
representados (sin duda Jack London fue un adelantado a su tiempo). No de otra
forma piensa Hugo Barine, el protagonista de ‘Las manos sucias’, cuando acepta
el encargo de matar a Hoederer, líder del partido comunista de Ilyria, país
ficticio de Europa, durante la II Guerra Mundial, por el bien del futuro de la
nación. Hugo mata a Hoederer, a pesar de que este intenta convencer al muchacho
de que en la alta política los ideales no cuentan, de que deben dejarse a un
lado para dejar paso al poder, único fin de todo partido y que solo puede
conseguirse con las manos sucias. Solo cuando sale de la cárcel, después de
tres años, se da cuenta de que el traidor al que mató es ahora un héroe cuya
memoria es venerada por los mismos que ordenaron su ejecución. En su
testamento, Dragomiloff deja las siguientes palabras: “de todos los crímenes
que es posible atribuirnos, puedo decir que no ha habido una sola víctima cuya
muerte no haya beneficiado a la humanidad. Y dudo que pueda decirse otro tanto
de aquellos cuyas estatuas se alzarán en nuestras plazas una vez que se haya
librado la próxima guerra “decisiva”. Cuando esto escribió Jack London, aún
quedaban las dos grandes guerras mundiales que asolaron la humanidad a lo largo
del siglo XX, más las guerras que se libraron y se siguen librando en distintos
lugares del mundo, y en esto España no fue lamentablemente una excepción, sino
todo lo contrario. Y Hugo sabe que Hoederer “tendrá su estatua, al fin de la
guerra, tendrá calles en todas nuestras ciudades y su nombre en los libros de
historia. Me gusta por él. Su asesino, ¿quién era? ¿un tipo a sueldo de
Alemania?”. José López Romero.
LA CIUDAD ESCONDIDA
En Las catedrales del vino, un
emocionante documental sobre la arquitectura en torno al vino –pero también de
los paisajes naturales, urbanos y humanos que las rodean- de dos zonas como
Jerez y la Rioja, me asaltaron esas mismas sensaciones que años atrás
experimenté tras la lectura y la contemplación de Fermento, ese libro donde Francisco Bejarano y Alberto Shommer-
tanto monta, monta tanto- nos dejaron una visión de Jerez que no he logrado
captar después en ningún otro libro. Como en el documental que antes
mencionaba, dedicado a las bodegas, pero
tras las que se intuye la ciudad que las crea, el libro trata de buscar, permítaseme la expresión, el
alma de la ciudad. Un alma que no reside en esas imágenes frenéticas de la vida
diaria, y que hasta cierto punto homogenizan y ocultan la singularidad de cada
ciudad mostrándonoslas muy parecidas unas a otras, salvo por la exhibición
muchas veces burda y torpe de determinadas señas de identidad culturales. Documentales
como Las catedrales del vino, o
libros como Fermento, tienen la
virtud de descubrirnos la ciudad oculta por esa mencionada homogeneización de
la sociedad actual, y nos muestran
rincones, gestos, paisajes, personajes, edificios…hasta esos momentos casi
desconocidos para sus propios habitantes. Hoy la exhibición de las ciudades en
aras de la competencia en ese gran negocio llamado turismo, se me antoja
impúdica, casi tan bestial como esa exhibición de los esclavos en los mercados
buscando el mejor postor. Por eso es legítimo preguntarse si esos ejércitos de turistas que recorren
calles, y plazas, visitan museos e iglesias o se pierden por los barrios
típicos, tan típicos que resultan irreconocibles para los propios lugareños,
llegan a captar, para llevarse, algo del alma y la esencia de la ciudad visitada. Los que
hayan visto Las catedrales del vino, o hayan leído y contemplado Fermento, sin duda saben de qué les hablo.
RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO
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