viernes, 7 de junio de 2019

LA BOMBA


Todos guardamos en la memoria y, si no, ya las cadenas televisión se encargan de refrescárnosla con cierta periodicidad la gran, enorme seta que produjo la explosión de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, con la que se daba el aldabonazo definitivo a la Segunda Guerra Mundial. Esto sucedía el 6 y el 9 de agosto de 1945. Y permítanme mi ignorancia o desinformación, quizá consecuencia del rechazo que provoca o debería provocar en todo ser humano un acontecimiento tan terrible como el lanzamiento de aquellas bombas. Las imágenes de las dos ciudades japonesas convertidas en un amasijo de ruinas y cuerpos destrozados, carbonizados, y las posteriores consecuencias en la población que pudo sobrevivir a duras penas y con enormes y terribles malformaciones, siempre y a pesar del tiempo transcurrido nos estremecen y son un excelente motivo de reflexión sobre el horror que es capaz de generar el ser humano contra sí mismo, así como un ejemplo permanente de a lo que nunca debemos llegar. Pero todo esto viene a cuento no por lo obvio de lo que hasta aquí he escrito sino, y retomando lo antes dicho, por la sorpresa que me produjo (de ahí mi ignorancia o desinformación) cuando al leer ‘El arte de la distorsión’ del colombiano Juan Gabriel Vásquez (libro muy recomendable), y al hilo de unas traducciones sobre precisamente la bomba atómica, me entero de que los norteamericanos pudieron perfectamente prescindir del lanzamiento de estas, pues ya todos sabían que la rendición de Japón era inminente. He buscado en Internet (dónde si no) más información al respecto, para comprobar si J. G. Vásquez me había metido en uno de esos laberintos de ficción que tan magistralmente compone en sus novelas, una especie de distopía del horror, pues no daba crédito a lo que estaba leyendo. ¡La destrucción total de dos ciudades por el solo motivo de la disuasión! Ya había leído en la también estremecedora ‘Historia natural de la destrucción’ de W. G. Sebald cómo los bombardeos de los aliados habían tomado como objetivo 131 ciudades alemanas para lanzar indiscriminadamente su arsenal de muerte; resultado: unos seiscientos mil civiles alemanes muertos, ciudades arrasadas y millones de personas sin hogar. Y todo esto me hace recordar que en el hermoso libro ‘Los girasoles ciegos’, en su primer relato, el capitán Carlos Alegría se pasa el último día de la Guerra Civil española del bando franquista al republicano porque el vencedor no quería realmente ganar la guerra, sino aniquilar al enemigo. Ya sabemos lo que significa una guerra, lo hemos visto por desgracia demasiadas veces en la televisión, y el siglo pasado nos da ejemplos memorables de ello, desde sus inicios hasta el mismo fin de la centuria. Las bombas atómicas, como los bombardeos sobre población civil no hacen más que confirmar lo que sentía el heroico, el derrotado, el vencido capitán Alegría. Se pudieron haber evitado, se sabían perfectamente las terribles consecuencias y a pesar de ello se lanzaron.  No hay honor, no hay gloria en los vencedores, solo desolación y vergüenza. José López Romero.



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