“¡Ah, viejo de la barca! ¿No oyes? Espera, no te partas, respóndeme a lo que quiero preguntarte”. “¿Quién será este presuntuoso arrogante que con tanta furia camina y con tanta priesa me llama?... Estraño debe ser este. Sin pies ni manos camina, la cabeça hendida… degollado y con dos estocadas por los pechos… Camina, si quieres, que me haces perder el tiempo… entra y dime quién eres”. “¿Acaso no conoces a don Pedro Luis Farnesio, hijo natural de Alejandro Farnesio, que fuera Papa bajo el título de Paulo III, y que por obra y gracia de mi ilustre padre soy duque de Castro, de Parma y Piacenza, marqués de Novara, capitán general y confalonier de la Iglesia?”. “¡Ya, ya! Pues cómo tu padre con toda su dignidad no te avisó y protegió de la desastrada muerte que por tu aspecto has tenido y de este último viaje en esta barca y con esta canalla a la que ahora, con todos tus títulos, perteneces? Toma asiento y cállate” (‘Diálogo entre Caronte y el ánima de Pier Luigi Farnesio’ S. XVI). Con un gesto de desprecio y no sin altanería, el Farnesio se dispuso a cumplir con su postrer destino. Mientras, su cabeza no paraba de rumiar su triste suerte, de lamentar cuantas acciones o traiciones le habían llevado hasta allí y en aquellas condiciones. Sin duda el emperador estaba detrás de todo aquello. Sí. Aunque no era para menos –ahora lo reconocía-. Su padre que lo había llenado de títulos, honores y riquezas también le había encomendado quehaceres e intrigas que él sabía no le iban a llevar a buen fin. Y aunque por los años 1527-1528 había ayudado a Carlos V en las guerras contra los franceses en la Italia meridional, e incluso años más tarde había participado activamente en las negociaciones de paz entre Francisco I, el rey francés, y el emperador español, este no le había perdonado a Paulo III su sospechosa neutralidad y, por consiguiente, su falta de apoyo a la política imperial, sus intrigas con Francisco I y, lo que era más grave, ¡había llegado a entablar conversaciones con el Turco! Que al llegar a oídos de Carlos V lo había tomado como una traición a toda la Cristiandad que debía tener su cumplida respuesta y sus consecuencias. Y el castigo a tanto despropósito y tantas ambigüedades le había tocado a él. El 10 de septiembre de 1547, era asesinado en la fortaleza de Piacenza el duque Pier Luigi Farnesio a manos de Ferrante Gonzaga y de un grupo de nobles plasentinos, bajo cuyas manos manchadas de sangre se puede adivinar la sombra alargada y todopoderosa del emperador Carlos V que, con la muerte del bastardo, castigaba el nepotismo, la ambición sin límites y las intrigas de su padre Alejandro Farnesio, el papa Paulo III. “La cabeça hendida, degollado y con dos estocadas por los pechos”. Casi cuatro siglos más tarde, el 28 de abril de 1945, Benito Mussolini, el Duce, era sumariamente ejecutado. Su cuerpo y el de Claretta Petacci, su amante, fueron trasladados a Milán y “abandonados en la plaza de Loreto, para que una muchedumbre enfurecida los insultase y maltratase físicamente. Después fueron colgados boca abajo de una viga de metal sobre una gasolinera en la plaza. Los cadáveres fueron azotados, disparados y golpeados con martillos”. Seguramente Caronte ya no se extrañaría del aspecto de sus nuevos pasajeros. José López Romero.
Una biblioteca es lo más parecido a un laberinto, un laberinto lleno de libros, de mundos por descubrir.En homenaje a las bibliotecas y a la lectura , preside la cabecera de este blog un dibujo del pintor jerezano Carlos Crespo Lainez: "Noche de lectura".
LECTORES SIN REMEDIO
domingo, 27 de febrero de 2022
"FIEBRE" POR LA LITERATURA VIAJERA SOBRE ESPAÑA
Hoy día es rara la
editorial de nuestro país que no incorpore en su catálogo una colección de
literatura viajera y, sin embargo, hasta no hace mucho el interés de los
lectores españoles por estos libros era más
bien tibio. Esto comenzará a cambiar en el primer tercio del siglo XX, cuando una
serie de intelectuales se proponen rescatar del olvido libros escritos casi un
siglo antes, y que describían experiencias viajeras por España. Uno de eso
intelectuales fue Manuel Azaña que tradujo por vez primera al castellano el
libro de George Borrow ‘The Bible in
Spain’ en 1921. A partir de ahí ese interés por los testimonios de viajeros
extranjeros no ha dejado de crecer, pues ¿cómo se podía ignorar un fenómeno que
dio a la imprenta miles de libros, y fue en parte responsable de la imagen que
de España se trasladaba a los lectores europeos? Lo cierto es que a mediados de
los años 80, gracias al impulso de congresos nacionales como el celebrado en
Madrid a principios de esa década “La Imagen Romántica de España”, o el de
Ronda de 1985 “La imagen de Andalucía en los viajeros románticos”, se editan en castellano por vez primera libros
que habían tenido un enorme éxito entre los lectores europeos y norteamericanos,
y que a partir de ese momento comienzan a despertar el interés del público
español. Libros como ‘La Bahía de Cádiz’ de Antoine Latour, ‘Manual para
viajeros por España y lectores en casa’ de Richard Ford, o ‘De París a Cádiz’
de Dumas por nombrar algunos ejemplos. Hoy afortunadamente ese interés se sigue
manteniendo, tanto con la continuada publicación de estudios sobre el fenómeno
viajero y de los que son ejemplo los ya clásicos ‘Del Támesis al Guadalquivir’
de Alberich o ‘Los curiosos impertinentes’ de Iam Robertson, como por las nuevas transcripciones al
castellano de los muchos libros que aún no conocemos en este idioma, como es el
caso del escrito por Vizetely ‘Hechos sobre el vino de Jerez’, y que con
traducción y comentarios de Beltrán Domecq la editorial Peripecias tuvo el
acierto de incluir en su catálogo el año pasado. Ramón Clavijo Provencio.
viernes, 4 de febrero de 2022
TRAS LA MÁSCARA
A lo largo de la historia de la literatura no son pocos los autores, que por distintas motivaciones se han escondido tras un seudónimo. En la gran mayoría de casos estos han sido de mujeres, que para evitar las convenciones sociales de épocas pasadas, creyeron que un seudónimo masculino las protegía de aquella triste sensación que de forma tan realista describiera Rosalía de Castro: “los hombres miran a las literatas peor que mirarían al diablo”. En definitiva, unas jamás se desprendieron de tal lastre como George Eliot (Mary Ann Evans) y otras fueron descubiertas muy a su pesar, como Elena Ferrante (Anita Raja), aunque su motivación para el seudónimo en este caso no fuera su condición de mujer, de hecho el seudónimo era femenino, sino un evidente deseo de anonimato personal. También muchos escritores recurrieron a este recurso, unos tratando en sus inicios literarios de esconder la vocación literaria a los progenitores, y otros, más pusilánimes, para protegerse de esa ansiedad provocada por la lucha entre la pasión literaria y la de desvelar su identidad ante la sociedad. Pero también encontramos más motivos, entre los que no son pocos los provocados por cuestiones políticas o pasionales. Pero hay un género literario en el que se ha recurrido al seudónimo con frecuencia: la novela, y dentro de este el de la novela policiaca o negra. Quizás una cierta infravaloración del género, pero con gran tirón popular, llevó a escritores de renombre a esconderse bajo otra identidad. Es el caso del símbolo de la bohemia parisina Boris Vian, que cuando ya tenía un cierto prestigio no dudó en ocultarse tras el nombre de Vernon Sullivan, para publicar la novela policiaca ‘Escribiré sobre vuestras tumbas’. Otro dato curioso y poco conocido es el de que Paul Auster inició su carrera literaria en el género policiaco. Sí, ‘Jugada de presión’ fue su primera novela pero la publicaría bajo el alias de Paul Benjamín, aunque su obra posterior, ya con su nombre real, siguiera otros derroteros. ¿Y qué decir del exquisito John Banville, que se refugia en Benjamin Black para transitar por lo policiaco, y luego nos lega el fascinante patólogo forense Quirke, elevando a cotas insospechadas la calidad del género? Y así podríamos seguir con una sucesión interminable de casos, como el de la ya muy popular J.K. Rowling cuando crea la irregular saga protagonizada por el detective Cormoran Strike, bajo el seudónimo de Robert Galbraith, o de la exitosa Anne Perry, nombre bajo el que se escondía Juliet Hulme para ocultar su oscuro pasado delictivo. Y así llegamos, era inevitable, a esa Carmen Mola (J. Díaz, A. Martínez y A.Mercero) que provocó una “tormenta” en el pasado premio Planeta, y que nos demuestra por si faltaba algo, que tras un seudónimo también podemos encontrarnos motivaciones más prosaicas como, una elaborada operación de marketing. (Ilustración: “Autorretrato”. Mica Popovic) Ramón Clavijo Provencio