DESPRECIO
La generosidad, la amistad, la solidaridad y un cada vez más corto etcétera son, sin duda, valores universales que han definido las relaciones humanas desde tiempos inmemoriales; o digámoslo de otra manera, son viejas aspiraciones o reivindicaciones del ser humano en un intento tan desesperado como estéril por hacer de este mundo un sitio en el que vivir mejor, o más tranquilo, o más cómodamente, sin eso fuera acaso posible. Pero realmente el verdadero sentimiento, más extendido cuanto más actual, que presiden ahora esas mismas relaciones humanas es el desprecio (y perdóneme el lector este ataque tan severo como fulminante de misantropía). Lope y Góngora, por retrotraernos un poco en el tiempo, tuvieron siempre en muy poco aprecio a sus espectadores o lectores, y no digamos a sus críticos. Es el inveterado desprecio que al artista, en general, y al escritor, en particular, les han merecido de toda la vida sus seguidores o lectores. Un desprecio consecuencia a veces de la incomprensión mutua que lleva a algunos como a Juan Ramón Jiménez a tomar como estandarte la célebre “a la minoría siempre”, y a otros, en un obsesivo proceso de autodestrucción al suicidio (“no me comprendéis, pues me mato”). Pero hay un desprecio más grave que todos los señalados por su transcendencia no sólo en la vida cotidiana, sino especialmente en el funcionamiento del mundo: el desprecio que sienten algunos políticos por ese mismo pueblo al que le deben su cargo. En una de las tragedias más interesantes de Shakespeare, su héroe, Cayo Marcio, por sobrenombre “Coriolano” tras su conquista de la ciudad de Corioles, y que le da precisamente título a la obra, se caracteriza y lleva a gala constantemente su desprecio por el pueblo; uno de los personajes de la obra lo define en los siguientes términos: “Es un valiente camarada, pero un orgulloso del diablo, y no ama al pueblo”. Al político de hoy no se le puede exigir valor (aunque tampoco habría que consentirle la cobardía), pero sí adolece de un orgullo que por momentos deriva en soberbia y, sobre todo, tampoco ama al pueblo, desprecia al que lo vota y odia con rencor de fanático al que no lo hace. Las escandalosas subidas de sueldo en estos tiempos de crisis, el enriquecimiento personal y familiar, y especialmente el engaño y la mentira son pruebas palpables de ese desprecio del que hablo. La diferencia entre el gran Coriolano de Shakespeare y estos coriolanos de pacotilla, es que todas las acciones del primero están motivadas por el amor a su país; mientras que los segundos lo hacen todo para su beneficio personal o por un desmedido amor a la poltrona. Lo lamentable es lo que apostilla otro personaje del drama shakespereano a las palabras antes citadas: “Por mi fe, no han faltado hombres poderosos que han alabado al pueblo sin haberle amado nunca, y muchos de ellos que el pueblo ha amado sin saber por qué…”. Pura misantropía.
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