Quizás
algún día todo esté en Internet. Desde luego hoy no es ese día. Nos aguardan
muchas sorpresas hojeando viejos volúmenes o releyendo olvidados manuscritos.
Nuestra centenaria Biblioteca Municipal custodia abundante documentación
relacionada con los bodegueros jerezanos, entre ellos el Marqués de Torresoto,
Pedro Nolasco González Soto (1849-1946), en la ilustración junto a sus dos
hijos mayores y el abad de la Colegial don Teodoro Molina (extraída de “Xerez: la campiña jerezana”, Nº 2,
1938). Un personaje de sobra conocido, y ampliamente tratado tanto en
monografías sobre la casa González Byass, de la que su padre era cofundador, como en artículos
periodísticos y revistas especializadas. Y obviamente en Internet. Pero en
estos papeles he leído cosas que no he
encontrado en ninguna otra fuente. Son de autor anónimo, que entrevistaría al
bodeguero en una fecha, 1945, muy próxima a la muerte de éste. Decía que
comenzó el colegio con apenas cuatro años, no por gusto, sino porque su hermano
Manuel Críspulo exigía que lo llevaran en brazos y que fueran también sus
hermanos pequeños. La escuela era la de San Rafael, en la Alameda Cristina.
Confiesa que era algo travieso, como debe ser un niño normal a esa edad, y las
personas que ocupaban el palco inferior al de su familia en el Teatro Principal
se convertían con frecuencia en las víctimas de sus ocurrencias: en este caso,
las hermanas solteras del marqués de los Álamos del Guadalete, cuyas galopantes
alopecias provocaban irremediablemente la salivación de los chiquillos. Se ha
dicho de él que era un viajero infatigable, y con razón: estuvo viajando por
Rusia veinte noches seguidas en coche-cama, trabajando de día en las diversas
paradas para coger un nuevo tren por la noche. De sus hábitos personales cuenta
que le costó mucho dejar de fumar, “ese
ridículo vicio que tanto ataca a la salud y al bolsillo”. La preocupación
por los efectos del tabaco no es tan nueva como creíamos. Pero era un mundo de
fumadores, y el marqués “confiesa que hoy
día se avergüenza de estar en reuniones donde todo el mundo fuma, y estima hace
un papel desairado al tener que rechazar los muchos cigarrillos que le ofrecen,
incluso las señoras, como es cosa hoy corriente”. Gustaba de presenciar
intervenciones quirúrgicas: en una ocasión se hizo pasar por un médico
madrileño para ver en directo la autopsia de Pilar Cobos de Guzmán,
trágicamente ahogada en una fiesta de caza en la Laguna de Medina. Cuando
acompañó a su hermana Josefa a Madrid, aquejada de una grave dolencia,
convenció al cirujano Federico Rubio, que ya era mucho convencer, para que le
dejase entrar en la sala de operaciones. Me dejo mucho en el tintero, muchos y
variados detalles que quizá aguarden a que un día alguien dedique al longevo
marqués la monografía que sin duda se merece. NATALIO BENITEZ RAGEL.
Una biblioteca es lo más parecido a un laberinto, un laberinto lleno de libros, de mundos por descubrir.En homenaje a las bibliotecas y a la lectura , preside la cabecera de este blog un dibujo del pintor jerezano Carlos Crespo Lainez: "Noche de lectura".
LECTORES SIN REMEDIO
Este blog tiene su origen en la página semanal de libros de "Diario de Jerez", "lectores sin remedio", que llevamos escribiendo desde el año 2007. Aunque el blog no es necesariamente una copia de la mencionada página, en él se podrán leer artículos que aparecen en ella. Pero el blog, por supuesto, pretende ser algo más... Los responsables son los dos lectores sin remedio, de los que facilitamos la siguiente información: Ramón Clavijo es Licenciado en Historia por la Universidad de Sevilla y es actualmente Técnico Superior Bibliotecario del Ayto. de Jerez de la Frontera. Está especializado en fondos bibliográficos patrimoniales. José López Romero es Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla y actualmente es Catedrático de Lengua y Literatura en el I.E.S. Padre Luis Coloma de Jerez de la Frontera. Especializado en la literatura dialógica del s. XVI y en la novela del s. XIX.
viernes, 29 de abril de 2016
TRADUCCIONES
“Pá –mi hijo. Me temo lo peor- ¿Tú sabes
francés?”. Como se dice ahora: lo peor, no; lo siguiente. “Tengo un A2 por la
escuela de idiomas que es lo mismo que un máster” –le contesto ufano. A mi
hijo, todo amor filial, se le escapa una risilla sardónica. “A ver si me puedes
traducir esto”, y me pone por delante un párrafo escrito por algún demonio
francés sobre yo no sé qué máquina de vapor. Y esto me hacer recordar que cada
vez que me enfrento a uno de esos endemoniados prospectos de algún artilugio o
electrodoméstico (los de los televisores pueden ser un buen ejemplo), siempre
termino por acordarme del autor del texto y, por supuesto, de su traductor al
castellano. Un recuerdo de admiración, dicho sea a modo de aclaración de
intenciones. Porque no concibo actividad más aburrida o tediosa que la de
traducir esos dichosos prospectos. ¡Mucha ilusión le tienen que echar a la vida
estos profesionales para levantarse todos los días sabiendo el trabajo que les
espera encima de sus mesas! Y sin embargo, por poner dos ejemplos aunque
literarios, Andrés Hurtado, el protagonista de El árbol de la ciencia, célebre novela de Pío Baroja, nunca fue más
feliz que en su etapa en que se dedicaba a traducir artículos científicos para
revistas especializadas; y Ricardo Mazo, el protagonista del cuarto relato de Los girasoles ciegos, al menos distraía
su angustioso encierro detrás del armario, aporreando silencioso la Underwood
para hacer las traducciones del alemán que a su mujer Elena le encargaba la
empresa Hélices, una auxiliar de empresas estatales de aeronáutica. Y aunque
personajes de ficción, de ellos podemos aprender que cualquier trabajo, por muy
insulso que nos parezca, tiene sus puntos positivos (comodidad en Hurtado;
consuelo o evasión por unos momentos de su angustia en Mazo). “Pá, ¿cómo va
eso?”, me pregunta asomando su cara dura, rodeado yo de diccionarios mientras
él finiquita en minutos un helado. “Te veo con ilusión. Esa es la actitud, pá”.
“No molestes a tu padre”, le oigo a la madre. Lo que me faltaba: la santa y el
angelito. José López Romero.
domingo, 10 de abril de 2016
EL DILEMA DE UN BIBLIOTECARIO
Aunque para Esteve
(en la imagen cuarto por la izda.) la vida parecía transcurrir de una manera plácida, incluso se casa en el año 1937 con
Rosario Castilla, él no era el mismo. No podía serlo a menos de que fuera
alguien carente de emociones. En el Ayuntamiento se había vivido tras la
llegada de las nuevas autoridades una durísima represión, que se extendería
además a numerosos personajes vinculados hasta ese momento al mundo cultural o
educativo de la ciudad. Ello no sólo disgustaría al bibliotecario sino que le produciría desazón e inquietud
sobre el rumbo que todo iba tomando. Periodistas, educadores, artistas, algunos
de ellos muy relacionados con él, otros por los que tenía cierta admiración
sufren las consecuencias de la nueva situación. Además bibliotecas privadas y
librerías sufren las inspecciones de batallones de milicianos que deciden sobre su idoneidad o no, es decir, sobre su conservación o destrucción. La
represión sobre el libro, se prolongará
en su forma más álgida casi una década, y luego seguirá de una manera atenuada pero amenazadora
durante algunos años más. Es muy significativa
la frase que escribe el presidente del Instituto Nacional del Libro
(INLE), el jerezano Julián Pemartin, en el primer número de la Revista Bibliografía
Hispánica (1942): Tenemos que esgrimir el arma del libro en todas
direcciones y contra toda clase de enemigos.
En definitiva, en el primer periodo de la posguerra la censura será
el primer elemento y casi la única política del libro llevada por el régimen en
estos años. Desde Jerez el otrora entusiasta bibliotecario Esteve, para no ser represaliado
-no todo el mundo tiene madera de héroe- trató de mantenerse en un segundo
plano ante la marea represora sobre la
cultura y fue mudo y avergonzado testigo de las incautaciones de material
bibliográfico privado, y su paso obligatorio por la biblioteca municipal para
que un comité de expertos dictaminara qué hacer con ellos. Sin duda fue la situación vivida en torno al
libro en nuestro país, y en concreto la realidad diaria en la biblioteca de
Jerez en los primeros años de la posguerra, las que llevaron al bibliotecario
municipal a ir progresivamente marginando esa actividad a la que tanto
entusiasmo había dedicado hasta entonces, para ir gastando sus energías en
labores para él más gratas y menos “sensibles” desde la perspectiva política,
como la investigación y divulgación de la historia del arte local y sobre todo,
lo que yo he definido como la “huida a Asta”. Y es que “casualmente” la primera
campaña de excavaciones sobre las Mesas de Asta que Esteve dirige comienzan en el periodo más álgido de la
represión sobre el libro: 1942. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO
PASIONES
Nunca sabremos cómo terminó encontrando
uno de los pocos ejemplares de la primera edición que los repertorios
bibliográficos consignaban entre libros raros y curiosos. Pasados tantos años y
al hacer balance de su vida, aquel libro seguramente se perdió entre los
intersticios de su memoria y ni una referencia nos dejó de su encuentro. Pese a
su juventud, tenía muy claro que una de las actividades a las que dedicaría
buena parte de su tiempo iba a ser la bibliofilia, y quería cuanto antes
iniciar su pequeña pero selecta colección de primeras ediciones, en la medida
en que sus posibilidades económicas se lo permitiesen. Y para su propósito ya había
llegado a sus oídos que no muy lejos de donde vivía, a uno de los muchos cafés
de su Viena natal, al café Gluck, acudía todos los días y se sentaba a la misma
mesa un viejo judío de memoria prodigiosa, de un saber bibliográfico
extraordinario; se llamaba Mendel, Mendel “el de los libros”. Y en sus manos, a
su conocimiento enciclopédico se confió el joven Stefan para desarrollar una de
sus grandes vocaciones: su amor por los libros. Y fue el viejo judío el que lo
puso tras los pasos de aquella obrita publicada en su primera edición en París,
en el año 1669, y titulada “Cartas portuguesas”. Cinco cartas componían el
pequeño volumen, escritas por la monja Mariana Alcoforado y dirigidas a
Marqués Noël Bouton de Chamilly, conde de Saint-Léger, capitán de la caballería
francesa que había participado en el asedio de Ferreira, villa del Alentejo
portugués, y cercana a Beja, en cuyo convento vivió Mariana y sufrió su pasión
por aquel militar. Cuando el joven Stefan pudo tener en sus manos aquella
preciosa joya de la literatura amorosa, leyó el final de la primera de aquellas
encendidas cartas: “Adiós; amadme siempre y hacedme sufrir aún mayores males”,
pensó que aquel sentimiento tan puro, aquella pasión que lleva a la amante al
más alto sufrimiento bien se correspondía con su amor por los libros. José
López Romero.
viernes, 1 de abril de 2016
CLÁSICOS
Revisando estos días la obra de Miguel de
Cervantes, sobre todo su producción teatral, aunque hace unas semanas había
iniciado la relectura de El Quijote,
y el año pasado ya me las tuve con sus Novelas
ejemplares, cada vez que me encuentro con un clásico (y este señor del que
hablo lo es por excelencia), más convencido estoy de que la lectura de estos
autores, tan alejados de los tiempos que hoy corren, es un ejercicio no
reservado ni indicado, me atrevería a decir, para todos los lectores, por muy
buenos y constantes que estos sean. Y no se me entienda esto como un gesto de
presunción, más lejos de mi intención y de lo que aquí quiero exponer. Como
tampoco se pueden leer sus obras en la primera edición que encontramos o le
echamos la mano en una librería o una biblioteca. La lectura, el uso y disfrute
de nuestros grandes escritores y sus obras, cuanto más distanciados en el
tiempo exigen de un conocimiento previo en aspectos filológicos que sobrepasan
a buena parte de la población lectora activa. Pongamos el caso de nuestro
ilustre príncipe de las letras, ya que estamos de efemérides. En cuanto a
ediciones que las librerías ponen a la disposición de la ciudadanía, la más
actual sin duda son las que está editando la R.A.E. en su Biblioteca Clásica,
colección en la que lleva editadas de don Miguel La Galatea, El Quijote (por supuesto), las Novelas ejemplares, los Entremeses
y las Comedias y tragedias, y ya se
anuncian Viaje del Parnaso y poesía
completa y El Persiles, para
completar toda la obra. Sin embargo, estas ediciones, fiables donde las haya,
son muy engorrosas de leer por el aparato de notas de que se acompaña; notas
que son necesarias para la aclaración de expresiones, vocablos o cualquier
pormenor digno de información, pero que entorpecen la lectura, sobre todo las
dedicadas a variantes textuales. De acuerdo con esto, más recomendables son
otra ediciones que solo recojan esas notas aclaratorias que el lector agradece
y no le interfiere, sino todo lo contrario, su lectura. Y para ello ediciones
como la de Clásicos Castalia o Cátedra, por ejemplo, (¡además de mucho más
económicas!), son sin duda más accesibles. Pero, incluso con una buena edición
en nuestras manos como las que acabamos de citar, hay que reconocer que el
grado de dificultad de la lectura de un clásico sigue siendo alto, sobre todo
porque nuestro castellano dista ya mucho de aquella lengua, compañera del
imperio, a cuyo esplendor contribuyeron nuestros grandes clásicos. ¿Estamos,
por tanto, condenados a no entenderlos y, en consecuencia, a no leerlos, o que
los lean solo los que los entiendan? Ni mucho menos, sino todo lo contrario. La
recomendación sería empezar a leer clásicos como El Lazarillo, La Celestina, y si queremos rendirle nuestro homenaje
particular al gran Cervantes, buenas son las Novelas ejemplares, novelas cortas, entretenidas, con las que
cualquier lector o lectora disfrutará sin duda, disfrutará de un clásico en
estado puro. ¡Y sobre todo: absténganse de modernizaciones! José López Romero.
MENDOZA
Eduardo
Mendoza provocaba hace algunas semanas la ira de muchos, pero también los
aplausos entusiastas de otros. Todo sucedía en el marco del Congreso de la
Lengua española celebrado en San Juan de Puerto Rico. Allí, en el hasta ese
momento protocolario, convencional y excesivamente académico discurrir de las
sesiones, un Mendoza indiferente al qué
dirán y con ironía, sello distintivo en su obra literaria,
afirmaba: A mí me da lo mismo que la
gente lea o no lea y si no lo han hecho hasta ahora no van a empezar porque yo
se lo recomiende. Además, la mayoría de libros que nos rodean no sirven para
nada. Son una birria”. A estas alturas no voy a traicionarme en mis convicciones
para aplaudir el descaro de Mendoza, pero les confieso que en parte tengo que
alinearme con él. Con su sinceridad y realismo, porque muchos libros –muchísimos-
no merecerían nunca llegar a las librerías y menos a manos de aprendices
de lectores a los que luego tenemos que
convencer de las bondades de la lectura. Y es que cada vez más libros parecen
estar escritos con un propósito contrario al que se les podría presuponer, amar
la lectura. Algunos han querido ver en las palabras del barcelonés un ataque al
esfuerzo de muchos y que de alguna manera se materializan en las campañas de
fomento a la lectura. No lo creo, como por supuesto no creo que estemos concediendo demasiada importancia y esfuerzos a las mismas,
que más bien son en estos tiempos que corren iniciativas más defensivas que
reivindicativas de la lectura. No, el problema no está ahí, y por tanto no creo
que se pierda el tiempo en una reivindicación con propósitos tan loables. El
problema, como parece señalar Mendoza, más bien está en lo poco exigente que es
esta sociedad tecnológica en el ámbito de la cultura con la creación artística, ofreciéndonos sin pudor propuestas nada
enriquecedoras, eso sí con envolturas tan atractivas como vacías de contenido
que finalmente, como denuncia el autor de La
verdad sobre el caso Savolta, poca fuerza tendrán no ya para hacer nuevos
lectores sino siquiera retener a los que aún nos consideramos como tales. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO
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