viernes, 18 de enero de 2019

SUELTOS


Permítanme que les ponga en situación. Una chica cruza un semáforo y a la espera queda un coche con dos jóvenes dentro, y cuando la primera pasa y arranca de nuevo el vehículo, el copiloto le lanza un beso que encierra toda esa lascivia burda, soez y casposa, esa voz interior de la manada que termina siempre por aflorar en ciertos especímenes de la zoología humana. Y mi primera pregunta fue ¿tendrá madre, hermana y le gustaría que le dedicaran ese gesto?, y la segunda, por deformación de lector sin remedio: ¿qué lee ese bulto? Y mi respuesta o conclusión a esta es siempre la misma: afortunadamente, nada. Y digo “afortunadamente” porque nada gana la literatura o la cultura en general con que los ojos de ese individuo se posen en alguna página; todo lo contrario, la literatura perdería porque la mancharía. Mucho antes de que el Renacimiento y el hombre humanista, hicieran más accesible el libro a través de la imprenta, ya los grandes intelectuales de la Edad Media consideraban el libro como un bien que dignificaba al ser humano, que elevaba sobre los demás a aquellos que tenían la destreza de leer y escribir, como así lo certifican grandes intelectuales de nuestro tiempo como Jacques Le Goff o E. R. Curtius y tantos otros. Yo no quiero que ese individuo, el del beso baboso y repulsivo (“como el vientre viscoso y frío de un sapo”) lea, ni me gustaría siquiera que leyese este artículo, aunque solo fuera para reconsiderar su actitud y censurarse el gesto, no creo en ello. Hay edades o etapas en la vida de una persona en las que se deben hacer ciertas cosas, y cuando se pasa esa edad ya no hay remedio. Y está claro que nada vamos a sacar ya de un cerebro que no fue educado en su momento para la lectura, para que los libros le enseñen el respeto a los demás y las más mínimas normas de urbanidad. Rechazo, por supuesto, pero también preocupación. Como padre de una chica, me preocupa que elementos como esos anden sueltos. José López Romero.

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