sábado, 12 de enero de 2019

EL INVITADO


La casualidad, que es la madre de toda ciencia inexacta, hizo que se reencontraran aquellos viejos compañeros de colegio y en otro tiempo hasta amigos. Hacía unos años que no se veían, aunque uno sí sabía del otro por los libros que iba publicando, y que con perseverancia oriental había leído por aquello de la antigua amistad que siempre se recuerda con un punto de nostalgia. Aquellos libros se contaban por éxitos, aunque no tan enormes ni sonados como las expectativas formadas en torno al autor y su obra. Del cariñoso saludo se pasó al recuento somero de sus vidas y se emplazaron para una próxima ocasión que no debía tardar tanto. “Oye –le dijo el lector al escritor en el fragor de los abrazos-. Te tomo la palabra. Te invito el sábado que viene a mi casa, a cenar. Es una orden”, bromeó el primero. Y allí que se encajó el ilustre. Y como invitado se acompañó de una botella de buen vino (los deberes de la cortesía) y de cierta inveterada gazuza, porque la literatura siempre despierta un hambre ancestral, y naturalmente un ejemplar de su último libro dedicado. “Toma” -le dijo a su anfitrión nada más abrirle este la puerta de su casa. Pasaron al salón donde dejaron la botella encima de la mesa que ya estaba preparada para la cena; y el amigo abrió el libro, leyó con satisfacción la dedicatoria, le dio las gracias, y lo condujo a su estudio que hacía también de biblioteca. “Venga. Te toca ahora a ti –le dijo al escritor- elegir el lugar donde quieres colocar tu libro. Ten en cuenta que la disposición es cronológica, y aunque tus otras obras las tengo aquí –y le señaló un estante que se perdía en el abigarramiento de volúmenes, unos encima de otros; yo quiero que tú mismo coloques el que hoy me regalas”. El escritor se acercó a sus otros libros, lugar que consideraba el más natural, y se fijó en los autores de los textos que los rodeaban. “¡Pero, hombre, me has puesto al lado de Fulano! Muy buena persona, eso sí, pero de calidad poquita, muy poquita. Su último libro, una recopilación de relatos breves, es un bodrio de consideración. No tiene ni la menor imaginación, y de estilo anda muy cortito. Y ¡hala! Al otro lado mi amiga Menganita, la que se bebería el Nilo si fuera de whisky. Por otra parte, sus novelas no valen un pimiento; mucha retórica y poca sustancia; y escribe como una posesa…¡Y así escribe!... ¡Ah! Y un  poco más allá me tienes con Zutano, el poeta, al que le dieron un premio, el de la constancia de escribir; los otros tres que ha recibido estaban amañados, como todos. Poemas endeblitos que recuerdan a aquellas doloras de Campoamor, más cursis que un guante.” Y así fue repasando la estantería sin convencerle ningún emplazamiento posible, hasta que el escritor se fijó en una mesita que ocupaba un lugar destacado en el salón, encima de la cual y en un atril reposaba la Primera Parte de “El Quijote” en edición facsímil que publicó hacía ya unos años la RAE, se acercó, ojeó el volumen y quitando el tomo cervantino, dijo: “Aquí luce más mi libro. Así lo verás todos los días y recordarás nuestra amistad”. José López Romero.

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