Los lectores siempre tendemos a hablar o escribir de nuestras malas o buenas lecturas. Parece lógico por tanto que, a veces, nos sea imposible frenar el ansia de alabar el último libro que nos emocionó –cómo no mencionar ahora a Víctor Colden y su ‘Veinticinco de hace veinticinco’ -, mientras otras toca desfogar nuestra rabia por la desilusión y pérdida de tiempo que nos ha supuesto la lectura de la última novela de este o aquel laureado escritor. Sin embargo, es menos corriente que hablemos o escribamos sobre el ceremonial del lector, esas reglas no escritas que todos seguimos con sus variantes particulares y sin las cuales quizás la lectura no tendría ese irresistible atractivo que nos tiene atrapados desde siempre. En ese ceremonial es una pieza esencial el tiempo, y aunque para algunos -aquellos que transigen en leer allí donde les pille- puede parecer secundario, es evidente que su falta distorsiona la lectura. Es preciso recordar ahora que a finales del siglo XVIII y parte del XIX la administración del tiempo adquirió tal importancia, que se intentó racionalizar su utilización proponiendo un cuadro horario en el que enmarcar las tareas diarias, y donde se incluía por supuesto a la lectura. No es baladí, pues, tener tiempo para poder leer ya que, como todo buen lector o lectora conoce, la lectura está reñida con las prisas. En ese ceremonial del lector nos detendremos ahora en otro asunto aparentemente “menor”: el de nuestro lugar preferido para la lectura. En mi caso todo sería más complicado sin ese rincón donde está el viejo sillón ajado por el uso, al que el paso del tiempo y de la luz ha descolorido la tapicería pero que nos negamos a sustituir por el miedo teñido de cierta superstición novelesca, de que sin él quizás no podríamos habernos apasionado tanto con la lectura de ‘La muerte del Comendador’ de Murakami o, quizás, habríamos sido más benevolentes con el último y arriesgado libro del gran Paul Auster, ‘La llama inmortal’ (con el que se aleja un poco más de aquel autor, al que sigo admirando, que escribió la maravillosa ‘Broklin Follies’) . Y de la misma manera que para la lectura como la entiendo se necesita tiempo y un lugar adecuado, la elección de lo que leemos, quizás la parte más apasionante del ceremonial del lector, sería impensable imaginarla azotados por la prisa. Por ello las visitas a nuestras librerías preferidas son, quizás ahora más que nunca en estos tiempos de Amazon, el elemento clave de todo este ceremonial de la lectura y sin el cual sería imposible, en esa búsqueda entre calles estrechas de atestadas estanterías, encontrar tesoros inesperados como ‘Helena o el mar del verano’ de Julián Ayesta o ‘Morir en primavera’ de Ralf Rothmann, que han dejado honda huella en mi memoria. Ramón Clavijo Provencio.
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