“Estoy ahora leyendo con mi hija ‘El buscón’ de Quevedo”, me dijo el otro día un compañero en las siempre sufridas labores de la docencia, aunque no de la literaria. Y pensé que aquella lectura al alimón entre padre e hija no era mal método para iniciar a los jóvenes en el gusto por los clásicos, tan olvidados en estos tiempos. Y el comentario sobre el manejo de ediciones de obras, como esta de don Francisco, que requieren de un buen aparato de notas aclaratorias al texto, por la cantidad de giros, de modismos propios de la época, trajo de la mano el lamento, por frecuente ya tópico, de ese destierro que padecen nuestro clásicos en aras de al menos conseguir lectores con productos de entretenimiento, muchos de ellos de dudosa calidad. Todo sea por hacer lectores, aunque a costa de lo más sagrado. ¡Animación a la lectura! es el grito desesperado que se oye en las aulas, en las bibliotecas públicas... La lectura como el medio para desarrollar las capacidades lingüísticas, las escritas y las orales, en franco y casi irreversible retroceso entre nuestros jóvenes. Eran sin duda otros tiempos en los que el alumnado disfrutaba de un buen análisis de ‘La Celestina’, por poner un ejemplo que me trae, nostálgico, recuerdos conmovedores. ¡Qué podemos esperar de estos tiempos de ahora, en los que nuestros menores se pasan más de 730 horas al año colgados de Internet, es decir, más de un mes de cada año de sus vidas! Tiempo que hurtan a otras actividades, sean deportivas o lectoras, tan sanas ambas. Consintamos pero negociemos. Acojamos a Internet como uno más de la familia y sentemos incluso a la mesa a los móviles, pero a cambio dediquemos un mueble, al menos una estantería de nuestras casas a los libros, y reservemos un anaquel para los clásicos. Quizá un día los leamos con nuestros hijos. Porque como la educación, el hábito de leer debe adquirirse y traerse de casa. José López Romero.
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