La noticia corrió como la pólvora, como diría un amante de las frases hechas. “El abuelo está enfermo. Pero enfermo de verdad”. Y todos los miembros de aquella familia “del tuvo” (que diría mi amigo Paco), empezaron a soñar un futuro lleno de “tengos”. Porque el abuelo (era fama transmitida de generación en generación) poseía un manuscrito. En la enorme biblioteca en la que solo quedaban las colecciones baratas, pues se había ido vendiendo todo lo que de valor contenía, aún se conservaba y brillaba una joya única en la que todos habían depositado sus legítimas esperanzas de vivir del cuento. “Es de Juan Ramón”, murmuraban algunos mientras se impacientaban ante el retraso del inevitable desenlace, como le habían pronosticado los médicos, “cuestión de horas”, pero ¡esas horas se dilataban tanto! “Y tiene que valer una fortuna”, apostillaban otros que miraban con ansiedad hacia el cuarto donde agonizaba el que los iba a sacar de la ruina. Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí abandonaron España el 22 de agosto de 1936 con “dos maletitas, con unas mudas de ropa interior, un traje, unas medicinas, que yo estaba bastante enfermo, y nuestros anillos de boda” (A. Trapiello, ‘Las armas y las letras, p. 103). Atrás dejan su casa de Madrid que muy pronto es saqueada. Era conocido por íntimos y allegados la procedencia del manuscrito: fruto de aquel expolio en casa del poeta, porque el bisabuelo había participado activamente en aquel y en otros muchos abusos y tropelías por aquellos días en los que Madrid se había convertido en una ciudad sin ley, sin respeto y sin escrúpulos. Pero para estos casos siempre podemos acudir a la justicia poética (para aquellos que gustan de los tópicos). El sobrino-nieto inteligente, ese que rompe con las mejores tradiciones de las grandes familias, ya se había informado. En cuanto sacaran al mercado el dichoso manuscrito, de inmediato caería sobre él todo el peso de los derechos de los herederos del poeta, si no de la Fundación que lleva su nombre. Cuando salió el médico para informar del fallecimiento del abuelo, nadie quedaba ya en el pasillo. José López Romero.
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