viernes, 1 de abril de 2011

ALERGIA

Así como muchos mortales somos alérgicos a toda clase de partículas y sustancias, aquel viejo profesor de Literatura había desarrollado su hipersensibilidad al verbo “recomendar”. No se extrañen. ¿Quién no conoce a alguien alérgico al verbo “trabajar”, y entre los políticos, a los sustantivos “honradez” e “inteligencia”?. El alérgeno le venía de sus primeros años de docencia y de la denuncia que le interpuso un compañero de trabajo por daños y perjuicios por haberle recomendado un libro. Los daños, alegaba la víctima, habían sido psicológicos (le había producido un rechazo a la letra impresa), y los perjuicios, económicos, pues el libro le había costado un dineral. Y aunque en el proceso se demostró su inocencia por la inconsistencia de la denuncia (aquél era el primer libro que leía en su vida aquel compañero y seguramente fuera ya el último), el juez le conminó a no hacer más recomendaciones si no quería verse envuelto en más problemas. Y a partir de aquel lamentable suceso, cada vez que en alguna conversación entre amigos barruntaba que alguien le iba a pedir que sugiriese algún libro, le empezaba a salir un sarpullido por todo el cuerpo, sentía picores y más de una vez hubo de ir a urgencias para que le administraran un antihistamínico. Pero aquello no tenía cura, aquella alergia se le había vuelto crónica y los especialistas le habían aconsejado (ellos también en la consulta evitaban en su presencia el uso de “recomendar”), que evitase las situaciones de peligro, sobre todo en navidad y al comenzar el verano, épocas del año en que no hay revista o periódico que no incluya su sección de “libros recomendados”, y él, como profesor de Literatura, pertenecía a eso que se había dado en llamar “grupo de riesgo”. Así, empezó a desarrollar un sexto sentido para huir de las situaciones comprometidas (conversaciones, cenas, copas con amigos o conocidos) y se volvió un poco más huraño, un individuo que llegaba a comportamientos antisociales cuando de libros se trataba. Y aunque siempre iba con uno en la mano, nunca y a nadie le dejaba que viese la portada, ni siquiera su título, no fuera que los síntomas de la enfermedad se le extendieran a la simple visión ajena de lo que él leía. Harto de pasar por consultas, alguien terminó por decirle que podía mejorar con más comprensión y generosidad por su parte, y si se rodeaba de personas más inteligentes. Cuando pudo jubilarse, tomó un avión y ahora está en paradero desconocido. José López Romero.   

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