viernes, 1 de noviembre de 2013

MAX BROD

En ‘Nombre falso’, que le da también título al volumen de relatos de Ricardo Piglia publicado en Anagrama, a Emilio Renzi (narrador y alter ego del propio Piglia), se le encomienda la recopilación y edición de los inéditos de Roberto Arlt, el célebre escritor argentino, autor de ‘El juguete rabioso’. En sus indagaciones de los textos de Arlt, Renzi se obsesiona por encontrar un relato titulado ‘Luba’, y todas sus pesquisas desembocan en un tal Kostia, que fuera amigo de Arlt en sus últimos años. Y cuando Renzi logra entrevistarse con Kostia, este para justificar el destino final de ‘Luba’ hace referencia a la no menos célebre orden o petición que le hace Kafka a su amigo Max Brod antes de la muerte del autor de ‘La metamorfosis’: quemar todos sus escritos. La anécdota o terrible decisión no es nueva en la historia de la literatura y más de un caso tenemos en la tradición de esos escritores que en el menosprecio de sus obras deciden darlas al fuego (¿cuántos versos y obras se han perdido por la incuria de sus propios autores?). Pero la historia de Kafka y Brod, quizá por más conocida, se ha convertido en una especie de tópico que el escritor actual utiliza a discreción, a modo de material de uso común o universal, como aquellas facecias renacentistas que tan donosamente insertaban los escritores en sus narraciones (‘El Lazarillo’). Si hace unos días la leía en ‘Nombre falso’, el verano pasado me la encontraba en ‘Lecciones de los maestros’ de George Steiner. Dos escritores y dos libros diferentes para dos visiones distintas del mismo hecho. Kostia, el personaje de Piglia, plantea la terrible disyuntiva de Brod: “Está obligado a elegir: ¿traicionar a su amigo o traicionar a la literatura?... Sin embargo no es aventurado pensar que la gran duda, la gran tentación de Max Brod no fue publicar los textos o quemarlos. En el juego de esta doble obediencia puedo pensar que la respuesta del enigma estaba en la orden misma: si Kafka hubiera deseado realmente destruir sus manuscritos, él mismo los habría quemado. Tampoco es aventurado pensar que otra duda asedió en algún momento a Max Brod. La duda fue (debió ser) esta: "Nadie -salvo yo, salvo Kafka que ha muerto- conoce la existencia de estos escritos. Entonces: ¿Publicarlos con el nombre de Kafka o firmarlos y hacerlos aparecer como míos? Estos textos ya no son de nadie: no son de su autor que no los quiso”. Una visión pícara que contrasta con la narración cruel de Steiner: “Brod llorando una noche lluviosa, en la calle de los alquimistas y los orfebres, detrás del castillo de Praga. Se encuentra con un conocido librero: - ¿Por qué llora, Max? – Acabo de enterarme de la muerte de Franz Kafka. -¡Oh! Lo siento. Sé cuánto apreciaba usted a ese joven. – No lo entiende. Me mandó quemar sus manuscritos. –Entonces el honor le obliga a hacerlo. – No lo entiende. Franz era uno de los más grandes escritores en lengua alemana. Un momento de silencio. – Max, tengo la solución. ¿Por qué no quema usted sus propios libros en lugar de los de él?”. José López Romero.

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