sábado, 8 de febrero de 2014

PROHIBICIÓN

El 9 de junio de 1765, el rey Carlos III se sirvió “mandar prohibir absolutamente la representación de los autos sacramentales, alegando ser los teatros lugares muy impropios y los comediantes instrumentos indignos y desproporcionados para representar los Sagrados misterios de que tratan”. La Real Orden de prohibición era el resultado final de una campaña de acoso y derribo contra la representación de estas piezas teatrales tan populares en el Barroco, que habían orquestado escritores como Clavijo y Fajardo y Nicolás Fernández de Moratín emprendida años antes. Con esta medida tomada por el rey ilustrado por excelencia, se inicia una sucesión de prohibiciones a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII que llegaría hasta la primera década del siglo siguiente. Vayamos a los datos. El 17 de marzo de 1788, reinando aún Carlos III, se prohíben las comedias de magia en virtud de un auto expedido por el Juzgado de Protección de los Teatros; el 28 de diciembre de 1799 la prohibición afecta  a la ópera italiana; y finalmente, en 1800 se prohíben las comedias de jaques y bandoleros. En el abigarrado y complejo mundo teatral del siglo XVIII, donde se mezclan las tragedias y las comedias al gusto neoclásico con los epígonos de un teatro barroco a veces reformado y, las más de las veces, corrompido hasta lo irreconocible con tal de halagar el gusto de la plebe, a lo que hay que añadir la ópera y sus derivados procedentes de Italia; en este mundo, decimos, no es de extrañar que las voces intelectuales más autorizadas intentaran y consiguieran poner coto a tanto despropósito y hacer limpieza para aclarar el panorama teatral. Hoy, verbos como “prohibir” e “imponer” no tienen precisamente buena prensa y concilian poco o nada con el interés de un pueblo (ese “vulgo que gusta más de lo admirable que de lo verosímil”), que ejerce su soberanía democrática como le viene en gana. Sin embargo, cuando del dinero público se trata, quienes están encargados de administrarlo deberían ser más cuidadosos con las subvenciones a espectáculos y representaciones artísticas, porque tras la apariencia o excusa de “arte” se esconden auténticos bodrios que ya ni por lo necio y grosero da gusto. La penúltima: “Los amantes pasajeros” del inefable Almodóvar, mala hasta el delirio. Con esto ni se pretende comparar la horrorosa película con los autos sacramentales y ni mucho menos proponer su prohibición, pero no estaría de más que la propia gente de la cultura, sobre todo la más beligerante con los tiempos y las dificultades que ahora sufren y de las que tanto se quejan, mostrara su desacuerdo con la asignación de subvenciones a películas de ínfima calidad que en nada prestigia a nuestro cine, pero está claro que la sombra y la influencia del más que irregular director manchego es demasiado alargada y muy pocos, o nadie se atrevería a negarle o discutirle una suculenta subvención. ¡Y para colmo, según señalan las estadísticas, “Los amantes pasajeros” es la película española más taquillera del pasado año! “Father, vengo de ver la última película de Almodóvar”, me acaba de decir mi hija. ¡Ea! ¿Y ahora cómo publico yo esto?  José López Romero.


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