Acabo de leer las reflexiones que Lorenzo Silva
publica en torno a la destrucción del museo y la biblioteca de Mosul (Nínive
y los Barbudos. El Mundo). No es algo nuevo. Mejor dicho es algo muy, pero
que muy viejo, pues antes que nos escandalizáramos de los destrozos que unos
hinchas holandeses infligieron al patrimonio de Roma tras la finalización de un
partido de fútbol, o nos enterásemos del tesoro oculto fruto de la rapiña, escondido
en Múnich por Cornelius Gurlit, ya la historia estaba anegada de destrucciones
similares, premeditadas, fortuitas o negligentes –que para el caso es lo
mismo-. Es decir ya disponíamos lamentablemente de una geografía del patrimonio
destruido a nivel planetario donde algunos topónimos destacan aún dolorosamente: Alejandría, Granada, Yucatán, Berlín,
Dresde, Sarajevo, Bagdad… En el libro de
Robert M. Edsel Monuments men, luego llevado al cine por
George Clooney en la película del mismo nombre, se nos desvela como en los
periodos de guerra –en este caso en la más cruenta de ellas- se libran guerras
paralelas como la del patrimonio, donde pese a los esfuerzos las pérdidas son
tan inmensas que las pequeñas victorias apenas sirven de bálsamo, como se pone
de manifiesto en el espléndido libro de J.M. Merino y M.J. Martínez, La destrucción del patrimonio artístico español (Cátedra, 2012). De
entre todo lo que bajo el concepto Patrimonio Material podemos englobar, sigue
siendo el más débil y desprotegido el bibliográfico y documental, sobre el que
planea especialmente otra forma de destrucción, más soterrada y silenciosa,
cual es la de la negligencia. Pese a las normativas protectoras y lo que eufemísticamente
se denomina una mayor sensibilización
general sobre el patrimonio, no dejo de toparme con colecciones de valor incalculable
desmembradas a la muerte del propietario, personajes inapropiados en
instituciones depositarias de colecciones centenarias, tacañería rayana en la
irresponsabilidad a la hora de disponer medios para la protección de lo que
tenemos obligación de conservar. Sigo topándome con documentos y libros
destruidos por la humedad o arrasados por los parásitos, cuando hubiera sido
posible y sencillo evitarlo con muy
pocos medios. Hay numerosas formas de destruir nuestro patrimonio bibliográfico
y documental, pero la más peligrosa –por su inquietante y silenciosa
apariencia- es la de la negligencia. F. Báez acaba de sacar un impactante libro
sobre todo lo que comentamos (Nueva historia Universal de la destrucción
de libros. Océano, 2014). En él la protagonista, más que las razias
brutales impulsadas por la política, la religión o las mil caras del fanatismo,
es la negligencia, una negligencia que se viene disfrazando y justificando de mil formas diferentes desde
el comienzo de la historia. RAMÓN
CLAVIJO PROVENCIO
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