sábado, 12 de febrero de 2011

VENENOSO

Últimamente suelo, antes de escribir estos artículos, coger un frasquito de cicuta que tengo guardado en uno de los cajones de mi mesa y, con la solemnidad de una ceremonia religiosa, me embadurno las yemas de los dedos con el veneno, como otros se pintarían las uñas. Una vez realizada la operación, me dispongo a aporrear el teclado de mi sufrido ordenador. Así me salen los dichosos articulitos. A veces creo notar, cuando el tono empieza a agriarse, como una resistencia en las teclas y las letras tardan más en salir en la pantalla, como si este aparato me estuviese avisando de que quizá me haya pasado en la dosis; pero también a medida que me voy calentando, noto que mis dedos son más rápidos y percuten en las teclas con más vigor, como si quisieran más que proyectar las palabras, grabarlas en negro sobre blanco. Sin duda que el veneno es un complemento perfecto para ciertas labores, una especie de motivador que desentumece cuerpo y mente, un a modo de bebida que en lugar de dar alas, genera en tu interior una sobredosis de mala leche. No hace ni dos minutos que me he sentado en la silla, delante del ordenador e iba a proceder a la ceremonia, iba a sacar el botecito y a extenderme una buena capa en los dedos ya dispuestos a la tarea. Hoy tenía ganas de escribir sobre algunos historiadores de Jerez, pero no merecen ni una gota de mi cicuta, o sobre política (ya noto cómo mis dedos van adquiriendo más velocidad), o sobre viejas instituciones culturales ancladas en un siglo que ya nadie recuerda, o de las mentiras y  de los mentirosos, o sobre la literatura de usar y tirar. Pero quizá tenga el día tonto y he cambiado de idea. No me interesa gastar mis pequeñas dosis de veneno en temas que ni me interesan ni merecen la pena que nos interesemos por ellos, no son tan importantes. Prefiero ponerme a leer “Respiración artificial” de Ricardo Piglia, o echarle un vistazo a algunos capítulos de “La biblioteca de noche”, de Alberto Manguel, cuya lectura tanto me gustó, o leer algunos poemas de Quevedo. Pero nunca me he mojado el dedo en la boca para pasar las páginas de un libro (buena lección la que aprendimos de “El nombre de la rosa”). Que hoy no me apetezca escribir, no quiere decir que me chupe el dedo. José López Romero.

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