domingo, 15 de abril de 2012

RELACIONES

“El mapa y el territorio” es la última novela del siempre polémico escritor francés Michel Houellebecq que, como todas sus obras, no deja a ningún lector indiferente, y menos aún a la crítica, que rastrea en cada línea las virtudes de su prosa, si aquella le es afecta; o los más nimios defectos si, por el contrario, no es de su particular gusto o afición. Sin ir más lejos, los pasajes que el escritor copia de Wikipedia ya fueron motivo de censura por la propia fuente de información utilizada; y sin embargo, la novela obtuvo el Premio Goncourt, el galardón más prestigioso de las letras francesas. Mi compañero Ramón ha manifestado en varias ocasiones en esta misma página su admiración por esta última entrega del que sin duda es el escritor más célebre del país que tanta envidia nos tiene. Por mi parte y en esto de elogiar a Houellebecq creo que he ido más lejos que mi amigo en esta misma página, y sin riesgo de caer en fanatismos literarios, no dudaría en calificar a este autor como uno de los grandes novelistas actuales, seguramente candidato al Nobel en poco tiempo, aunque mucho me temo que los suecos lo rechazarán, porque no suelen ver con buenos ojos a esos escritores cuya vida y costumbres son, cuando menos, poco convencionales. Pero vayamos a “El mapa y el territorio”. Si tuviera que entresacar una nota de las muchas que podría destacar de esta novela, yo me inclinaría por el sentido crepuscular de las relaciones humanas cuando llegados a una edad se siente con más angustia el paso del tiempo y, con éste, la sensación de pérdida y, en consecuencia, de algo, cosas, gestos irrepetibles. Y es la despedida de los personajes el símbolo o la manifestación más ejemplar de ello. Cuando el protagonista, Jed Martin, se despide de su padre después de pasar la Nochebuena, o cuando le entrega el retrato al propio Houellebecq, o cuando se cita con su galerista Franz para poner en venta el mismo cuadro recuperado, es Jed quien se da cuenta con resignación de que puede ser la última vez que los vea. Incluso y para no poner ejemplos del mismo personaje, el comisario Jasselin tiene esa sensación de momento irrepetible cuando está comiendo con su compañero Ferber en el pequeño restaurante de París que ha elegido para despedirse de él, una vez que ha conseguido su jubilación. Y sin embargo, no son personajes tristes, apenados por la pérdida de un amigo o un familiar; parecen más bien conformes con una vida, un tiempo que no les va a permitir, o ellos mismos no quieren, volver a entablar una relación que ha tocado a su fin o, al menos, algunos de ellos así lo entienden. ¿Para qué forzar situaciones o amistades que pueden considerarse cerradas cuando tuvieron en otro tiempo su sentido y su provecho? ¿Para qué prolongarlas hasta el desgaste, hasta el tedio? Final de trayecto (porque eso parece: amistades de tren que se dan por concluida cuando cada pasajero decide apearse), en el que no hay tristeza ni amargura. Sólo les falta por decir: “fue bonito mientras duró”, pero eso es imposible en Houellebecq, mejor un “c’est la vie”. José López Romero.

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