LECTORES SIN REMEDIO

Este blog tiene su origen en la página semanal de libros de "Diario de Jerez", "lectores sin remedio", que llevamos escribiendo desde el año 2007. Aunque el blog no es necesariamente una copia de la mencionada página, en él se podrán leer artículos que aparecen en ella. Pero el blog, por supuesto, pretende ser algo más... Los responsables son los dos lectores sin remedio, de los que facilitamos la siguiente información: Ramón Clavijo es Licenciado en Historia por la Universidad de Sevilla y es actualmente Técnico Superior Bibliotecario del Ayto. de Jerez de la Frontera. Está especializado en fondos bibliográficos patrimoniales. José López Romero es Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla y actualmente es Catedrático de Lengua y Literatura en el I.E.S. Padre Luis Coloma de Jerez de la Frontera. Especializado en la literatura dialógica del s. XVI y en la novela del s. XIX.

sábado, 30 de noviembre de 2013

ÉXITO

Hacía muchísimo tiempo que le había perdido la pista a Françoise Sagan, hasta que en uno de esos paseos por nuestra librería de guardia, me topé con “Un disgusto pasajero”. Y aunque nunca nos debemos dejar llevar por los resúmenes o reseñas de las contraportadas (mienten más que parpadean), el reencuentro con un texto de la autora de aquella precoz “Bonjour, tristesse”, que tanto marcó nuestra juventud, me devolvió el interés por su lectura. La historia en un principio prometía, pero el desarrollo y, sobre todo, el más que esperado final hacen de esta novela una más del montón. Sin embargo, mientras la leía, me interesé por lo que había sido de la Sagan durante todo aquel tiempo en que la había olvidado. Drogas, alcohol, un accidente de tráfico y, finalmente, una embolia pulmonar en 2004 acabaron con su vida. El caso de Françoise Sagan no puede considerarse un hecho aislado, sino muy al contrario, más frecuente de lo que podemos imaginar. Sagan publica su novela más emblemática, “Buenos días, tristeza”, cuando solo contaba con 18 años, y el éxito fue tan impresionante que su autora se vio superada en todos los sentidos por su propia obra. Demasiado joven para poder aguantar el peso del éxito y, sobre todo, sus consecuencias. La pregunta que se haría la precoz Françoise todos los días era obligada: ¿y ahora qué puedo escribir yo que mejore o, al menos, iguale en interés y calidad a mi primera novela? Porque seguramente todo lo que escribió después, y sobre todo su segunda obra, le parecería desvaída, sin la altura que ahora todos esperaban de ella. La misma impresión que sentí yo al leer “Un disgusto pasajero” a través de la memoria lejana de aquella “… tristesse” que me sedujo en mi adolescencia. El éxito de F. Sagan me recuerda las declaraciones del también precoz Marc Márquez al poco de haber conseguido el Mundial de MotosGP, en las que reconocía que quizá lo había ganado demasiado pronto. A veces es más difícil saber ganar, que saber perder. José López Romero.


LOS FOTÓGRAFOS DE LOS AÑOS PERDIDOS

1943: Es una mañana más, casi sin esperanza en la realidad diaria de una ciudad como Jerez. Tras la pesadilla de la guerra llegó otra pesadilla, más silenciosa y soterrada a la que sus habitantes parecen resignados: los años del hambre. Y esto último no es un eufemismo. En los fondos gráficos de la Biblioteca Municipal se pueden encontrar una  serie de fotos donde un numeroso grupo de personas esperan en el patio del Ayuntamiento el habitual reparto de pan que se hacía entre los más desfavorecidos. Las fotos de Manuel Iglesias adquieren hoy un valor no sólo patrimonial, sino sobre todo histórico. Son excepcionales por muchos motivos, algunos tan curiosos, o por qué no decirlo, escalofriantes, como la existencia de una placa con la esvástica nazi colocada en una de las paredes del mencionado lugar. Entre las arcadas del patio, niños, ancianos y adultos, mantienen la dignidad ante el fotógrafo que quizás no intuye la trascendencia de su acto, y  nos deja una  pieza de ese puzle aún sin terminar como es el de la vida en la ciudad de Jerez en los años más duros de la postguerra. Otra serie de imágenes no menos importante, y que nos hablan sin palabras sobre la vida local de estos “años perdidos” sea las proporcionadas por la cámara de otro gran fotógrafo jerezano  Manuel Pereiras –luego seguiría sus  pasos Eduardo- donde ha retenido el acto de inauguración de la Barriada España. Obra del arquitecto jerezano  Fernando de la Cuadra, se destinaría a resolver el grave problema que en Jerez significaba el hacinamiento de la población en infraviviendas del casco antiguo, construyendo viviendas sociales en bloques, y teniéndose como punto de partida de una cierta renovación arquitectónica y urbana. Como en la serie del reparto del pan en el patio del Ayuntamiento, esta de Pereiras capta para la posteridad detalles que nos hablan del rígido control de las autoridades sobre la población, el estilo cuartelero de organización social, como el saludo a mano alzada de los centenares de personas de distintos estratos sociales que asisten al acto, presidido  por los símbolos de falange y el retrato a gran tamaño de su fundador José Antonio. Por estos años un joven Manuel Esteve daba por concluida su primera campaña de excavaciones en Asta Regia, de las que nos dejaba testimonio gráfico como también lo hay, en otra excepcional serie de fotos, de la primera visita de Franco a la ciudad, llenas de detalles dignos de estudio e interpretación. Materiales gráficos hasta ahora  poco tenidos en cuenta y que son eslabones esenciales para recomponer –tanto o más que un documento o libro- un periodo histórico aún en sombras en nuestra ciudad.  Ramón Clavijo Provencio


domingo, 24 de noviembre de 2013

LESSING

Me sorprende la muerte de la escritora Doris Lessing, precisamente enfrascado en estas líneas que originalmente iban dedicadas a una curiosa idea de dos arquitectos griegos relacionadas con los libros. Volveré sobre ella en otra ocasión, porque  no podemos pasar de puntillas sobre uno de los iconos literarios del pasado  y terrible siglo XX. El siglo de las guerras según algunos, y en todo  caso el siglo origen de muchos de los males que aún planean sin resolver sobre la humanidad en el momento presente. Como suele suceder muchas veces, nada hacía presagiar que aquella chica  nacida en 1919 en un barrio de Londres, hija de un veterano oficial británico de la I Guerra Mundial, estaba destinada a ser uno de los referentes, como les decía antes, de causas perdidas que, como la de la segregación racial o la de los derechos de las mujeres, hoy nos pueden parecer menos perdidas por el concurso de referentes inasequibles al desaliento como fue su caso. La obra de Lessing tardó en llegar a las librerías españolas pero fue todo un descubrimiento El cuaderno dorado, quizás su obra más comprometida, y que  ya por sí sola era merecedora de ese Nobel que sin embargo le llegaría muchos años después -2007- y no precisamente con el consenso de la crítica literaria, donde se puede decir hubo división de opiniones. Críticos como el influyente Harold Bloon dispararon sus dardos sobre una ya anciana escritora acusando al jurado de haber premiado a alguien cuyas últimas obras  poco menos que eran deplorables. Nunca en la historia del Nobel se hizo tanta “sangre” sobre  el galardonado, nunca se había atacado tan cruelmente e injustamente con un argumento que si se extendiera habría que  desposeer de honores a  muchos de los más admirados creadores de la historia de la literatura. La literatura de Lessing fue y es una literatura - sobre todo la de su época de madurez- marcada por la historia. No es posible comprenderla sin tener una visión diáfana de la historia del siglo pasado. Quizás ahí esté la explicación de la incomprensión de algunos. Ramón Clavijo Provencio


LOS SENTIDOS

“El perfume” (1985) es uno de los casos más ejemplares de cómo una novela termina por engullir a su propio autor; al menos, desde que Patrick Süskind obtuvo un aplastante éxito con aquella breve narración, no se le ha vuelto a ver con la misma fuerza por los lugares más privilegiados de las librerías, es decir, por sus escaparates. Supongo que tampoco le hará mucha falta, especialmente en lo económico, porque a las ventas de la novela se añadieron años más tarde los derechos por llevarla al cine, película que de vez en cuando suelen pasar por algún canal de televisión. Y si algún mérito podemos destacar de “El perfume”, además de que nos parece una buena novela, es el haber puesto de relieve la importancia de los sentidos en nuestras vidas, en concreto uno al que no le prestamos tanta atención como a la vista o al oído, el olfato. Pero el olfato como arma de destrucción, no de placer, como tenemos por costumbre considerar o queremos que sea todo conocimiento que nos entra por ellos, por muy engañosos que aquellos sean. Quizá solo por “El perfume” se puedan entender novelas posteriores como “Como agua para chocolate” de Laura Esquivel (1989) o “Chocolat” de Joanne Harris (2000), versionadas también para el cine y verdaderos placeres para los sentidos, sobre todo para aquellos a los que nos gusta el chocolate. Sin embargo, últimamente me estoy dando cuenta de que cada libro tiene su propio olor, olor que el escritor le imprime de acuerdo con el contenido. No me estoy refiriendo a ese olor, o incluso tacto, que también nos cautiva como lectores sin remedio: el olor a humedad de las páginas amarillentas de un libro, o el del propio papel. Me refiero al olor a sudor que podemos apreciar en la japonesa (madre de la japonesita), dueña del prostíbulo, y en los borrachos cuando se celebra la fiesta por la victoria en las elecciones del latifundista don Alejo en “El lugar sin límites” de José Donoso, o el olor irrespirable a pólvora en el piso donde acribilla la policía a los criminales de “Plata quemada” de Ricardo Piglia, o el olor a rancio en la comida y en la ropa del pastor que acoge al muchacho huido en la magnífica “Intemperie” de Jesús Carrasco. El profundo olor a vaquería que se desprende de las páginas de “Tess la de los D’Urberville” de Thomas Hardy se mezcla en mi memoria de lector con el penetrante olor a fluidos sexuales que se perciben nítidos en “Plataforma” de Michel Houellebecq. Cuando leemos, quizá no seamos del todo conscientes de cómo todos nuestros sentidos entran en acción atraídos por el libro: el oído a través de una música; el tacto cuando se acaricia; la vista cuando se describen objetos; el gusto con aquel chocolate que preparaba Vianne Rocher en “Chocolat” (excelente interpretación de la siempre atractiva Juliette Binoche en la película del mismo título). El siniestro Jean=Baptiste Grenouille tuvo el acierto de hacernos ver en los libros algo más que la lectura, nos los abrió a todos los sentidos. Ahora no cierro uno sin haberlo leído, acariciado y, sobre todo, olido. José López Romero.

domingo, 17 de noviembre de 2013

CURIOSIDAD

"joven leyendo" de Alexander Deineka
Puede resultar curioso o cuando menos llamativo que casi todas las imágenes o pinturas que tienen como protagonista a un lector o lectora, estos siempre aparecen solos, en muy variados espacios y ambientes, pero solos. Algunas de estas imágenes han pasado y siguen ilustrando nuestro blog ‘laberinto 1873’. Y ello, aunque curioso por la aplastante coincidencia, no deja de tener su lógica: leer es un acto, como ir al servicio (con el que tanta relación siempre ha tenido), personal e intransferible. Ya habrá momento de compartir la lectura con amigos y conocidos, pero el acto en sí del libro en comunión con el lector debe realizarse en la más completa y entrañable soledad. Y, como lector que intenta respetar con escrupulosidad estas condiciones, siempre me ha sorprendido el poder de aislamiento que tienen muchos lectores de conseguir concentrarse en la lectura en las condiciones más adversas. No hace mucho tiempo los transportes públicos, sobre todo el metro, los autobuses, los trenes, etc., y no digamos la playa y su bullicio eran los espacios en los que se veían más lectores por metro cuadrado, y debo confesar que muchas veces me ha picado la curiosidad por saber qué libro estaba leyendo la señorita que permanecía ausente de los ruidos y jaleos propios de estaciones y viajeros en el tren de cercanías que nos llevaba a Sevilla, o aquel señor amparado en la sombrilla de playa, feliz con su libro y ajeno a sus hijos ocupados en trasegar arena con sus cubitos y sus palas, mientras su mujer le lanzaba alguna que otra mirada asesina. Hay libros sin duda con tal poder de abstracción que hacen que el lector se olvide de la realidad más próxima que le rodea por muy bulliciosa que esta sea. Pero también los hay que serenan el espíritu, la inquietud del momento y ejercen el efecto sedante que otros buscan en las infusiones orientales. Más de un libro me ha calmado los naturales pero infundados nervios ante la espera tensa de la consulta del dentista. Hoy, por desgracia, el móvil y sus aplicaciones han desplazado al libro, y por todos lados solo vemos personas, doblada la cerviz, moviendo dedos en torno al maldito artilugio. Y por supuesto, no me pica la curiosidad por saber qué escriben, no por intromisión en su intimidad, sino por no certificar hasta qué punto es capaz un ser humano de perder el tiempo en idioteces. Pero con el cambio de costumbres ¿a quién le pueden extrañar las últimas estadísticas de lectura en nuestro país? La imagen veraniega no puede ser más ilustrativa: mientras cinco jóvenes juegan con sus móviles y no se deciden qué helado comprar, la chica de la heladería aprovecha el tiempo leyendo. Es ese modesto, digno e ínfimo tanto por ciento de españoles que todavía tienen su pequeño hueco en las bochornosas estadísticas. Me hubiera gustado preguntarle qué libro estaba leyendo, solo por curiosidad, pero no quise interrumpir un acto tan personal e intransferible. José López Romero.       


CHEFS

De un tiempo a esta parte raro es el conocido que no me confiese que desde la más tierna infancia siente vocación por los fogones. Incluso un familiar muy cercano  me cuenta sin rubor historias rocambolescas en torno a experimentos con recetas secretas, pese a mi sorpresa, pues al personaje lo conozco desde que tengo uso de razón, y jamás sospeché de estas inclinaciones ni lo sorprendí en estos quehaceres. La moda está llegando a cotas tan sorprendentes  que muchos viajes son motivados más por la fama de un  restaurante “Michelin”, para el que esperamos meses antes de degustar sus platos – que por  el atractivo de la Toscana o los fiordos noruegos, pongamos por caso.  Las escuelas de hostelería crecen como setas mientras entre  las estrellas de la farándula, hasta ahora procedentes en su mayoría del mundo de la canción o los deportes, se van abriendo paso los ganadores de algunos de los múltiples concursos televisivos que se emiten por cualquier cadena que se precie. Y al hilo de todo esto nos llega una avalancha de títulos editoriales que no solo  copan los estantes y  escaparates de librerías, sino espacios físicos y temporales en los más diversos medios de comunicación. Es sabido que la cocina es uno de las grandes vicios de la humanidad, y por ello sigue vigente aquel dicho latino que nos advierte lo de comer para vivir y no al contrario (edo ut vivam, non vivo ut edam), pero soy de la opinión de que este asunto en la actualidad adquiere tintes kafkianos. Si la historia de la literatura está plagada de libros maravillosos sobre el arte culinario –En deuda con el placer (Lanchester)- o  grandes escritores  que nos descubren el placer de la buena cocina  -- Alejandro Dumas — nunca hasta hoy día tuvimos que soportar tanto despropósito materializado en esa plaga de desconocidos o famosos por un día, que nos martirizan con su interpretación del viejo y noble arte culinario. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO

sábado, 9 de noviembre de 2013

¿EL LECTOR MENGUANTE?

Es una realidad contrastada: los libros pierden terreno en un escenario donde la imagen se lleva el  protagonismo. Paul Auster nos rememora en su último libro –Informe del Interior, Anagrama- un mundo que ahora languidece. Un mundo en el que la literatura ocupaba para los niños una relevante parcela, junto al cine. Auster nos escribe en el mencionado libro, entre otros asuntos, sobre las sensaciones que le produjo el visionar la película El increíble hombre menguante, basada en un libro de Richard Matheson. En aquellos tiempos las películas como esa te hacía acercarte a la literatura o viceversa, de una manera natural, como si hubiera invisibles canales de comunicación entre ambas formas de creación. Unas veces descubrías una historia que te impactaba a través del cine; otras, era el libro el que te llevaba a la meta. Pero de una forma u otra, el ver en el cine Los últimos días de Pompeya, como me sucedió a mí, llevaba inexorablemente a  la novela en papel, no la excluía, o leer La isla misteriosa te hacía desear descubrir la versión cinematográfica. Había otra forma en la que literatura e imagen interactuaban: el mundo de la historieta. Determinadas  editoriales se especializaron en dar una versión ilustrada de grandes clásicos, y personajes como Phileas Fogg, El Cid, Tarzán o Crusoe se convirtieron en los héroes de generaciones de pequeños, que encontraron en las viñetas el tránsito natural hacia el universo literario. Todo aquello pasó pero  no debemos verlo como una tragedia, es simple y llanamente una revolución. La revolución audiovisual, la tecnología aplicada al mundo del ocio (videojuegos, comunicaciones) y, sobre todo, Internet, han acabado con aquel placentero y pacífico mundo. Y sin embargo cuando tratamos de poner cifras, cuántos lectores, cuántos libros leemos al año, seguimos midiendo con los viejos conceptos de lectura y libro. Por ello se habla de grave fractura en cuanto a la edad de los lectores, o que es inquietante constatar cómo la hipotética pirámide de la lectura va camino de convertirse en una pirámide invertida, pues la base, las nuevas generaciones de lectores no van supliendo a las anteriores. Pero no hay en todo esto ninguna tragedia, y si la hay solo sea el negar la evidencia de que  estamos asistiendo al surgimiento de otro tipo de lectores, lo que obliga a una drástica transformación del universo del libro hasta hace bien poco inalterable. Los lectores de hoy ya no se pueden medir con los métodos tradicionales, pues leen libros en papel (evidentemente en porcentajes inferiores a la época que nos retrata Auster), pero también  navegan por  Internet a través de soportes fijos o móviles, accediendo a múltiples y variadas formas de lectura... RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO,


AMOR ININTERRUMPIDO

En ‘La biblioteca de noche’, uno de esos libros que se leen para disfrutar y aprender en igual proporción, Alberto Manguel nos cuenta la bellísima y admirable, por lo inusitada,  historia de Abraham Moritz (Aby) Warburg que renunció a la primogenitura en el negocio familiar a favor de su hermano, con la condición de que este le comprara todos los libros que él quisiera a lo largo de su vida. El amor por los libros hace que se mezclen las historias reales, como la de Aby Warburg, con la ficción, porque muchos son los escritores que han sabido transmitir en sus obras su íntima relación con los libros, un amor ininterrumpido. Así, una de las novelas más hermosas escritas sobre este asunto es sin duda ‘84, Charing Cross Road’, en la que a través de las cartas que se cruzan la propia autora, Helene Hanff, con Frank Doel, el encargado de la librería Marks & CO., y tomando como motivo los pedidos de libros de la primera, se va estableciendo una relación personal con todos los empleados de la librería que llega a emocionarnos. No menos emotivos y apasionados son los dos protagonistas, Roger Mifflin y Helen McGill, de ‘La librería ambulante’, novela de Christopher Morley, escrita a principios del siglo XX y hace poco editada por Pirámide. La pasión con que Mifflin sabe vender sus libros es uno de los aspectos que seduce a Helen de la misma manera que seduce al lector. Sin embargo, se me vienen a la memoria dos ejemplos de mezquindad y sordidez, consecuencia de personajes innobles, a través de los cuales sus autores intentan transmitirnos la otra cara, la oscura, de la naturaleza humana que nada tiene que ver con los ejemplos anteriores. Me refiero a la famosa librería o ‘cueva de Zaratustra’ de ‘Luces de bohemia’, antro en que es engañado el pobre Max Estrella con la connivencia de su perro Latino de Hispalis; y el segundo, la asquerosa librería de don Gaetano y doña María que nos describe Roberto Arlt en ‘El juguete rabioso’ y donde entra a trabajar el protagonista Silvio Astier. El amor por los libros se convierte así en una forma, quizá de las más claras, de definir la nobleza o indignidad de un personaje, y también de una persona. José López Romero.      


viernes, 1 de noviembre de 2013

MAX BROD

En ‘Nombre falso’, que le da también título al volumen de relatos de Ricardo Piglia publicado en Anagrama, a Emilio Renzi (narrador y alter ego del propio Piglia), se le encomienda la recopilación y edición de los inéditos de Roberto Arlt, el célebre escritor argentino, autor de ‘El juguete rabioso’. En sus indagaciones de los textos de Arlt, Renzi se obsesiona por encontrar un relato titulado ‘Luba’, y todas sus pesquisas desembocan en un tal Kostia, que fuera amigo de Arlt en sus últimos años. Y cuando Renzi logra entrevistarse con Kostia, este para justificar el destino final de ‘Luba’ hace referencia a la no menos célebre orden o petición que le hace Kafka a su amigo Max Brod antes de la muerte del autor de ‘La metamorfosis’: quemar todos sus escritos. La anécdota o terrible decisión no es nueva en la historia de la literatura y más de un caso tenemos en la tradición de esos escritores que en el menosprecio de sus obras deciden darlas al fuego (¿cuántos versos y obras se han perdido por la incuria de sus propios autores?). Pero la historia de Kafka y Brod, quizá por más conocida, se ha convertido en una especie de tópico que el escritor actual utiliza a discreción, a modo de material de uso común o universal, como aquellas facecias renacentistas que tan donosamente insertaban los escritores en sus narraciones (‘El Lazarillo’). Si hace unos días la leía en ‘Nombre falso’, el verano pasado me la encontraba en ‘Lecciones de los maestros’ de George Steiner. Dos escritores y dos libros diferentes para dos visiones distintas del mismo hecho. Kostia, el personaje de Piglia, plantea la terrible disyuntiva de Brod: “Está obligado a elegir: ¿traicionar a su amigo o traicionar a la literatura?... Sin embargo no es aventurado pensar que la gran duda, la gran tentación de Max Brod no fue publicar los textos o quemarlos. En el juego de esta doble obediencia puedo pensar que la respuesta del enigma estaba en la orden misma: si Kafka hubiera deseado realmente destruir sus manuscritos, él mismo los habría quemado. Tampoco es aventurado pensar que otra duda asedió en algún momento a Max Brod. La duda fue (debió ser) esta: "Nadie -salvo yo, salvo Kafka que ha muerto- conoce la existencia de estos escritos. Entonces: ¿Publicarlos con el nombre de Kafka o firmarlos y hacerlos aparecer como míos? Estos textos ya no son de nadie: no son de su autor que no los quiso”. Una visión pícara que contrasta con la narración cruel de Steiner: “Brod llorando una noche lluviosa, en la calle de los alquimistas y los orfebres, detrás del castillo de Praga. Se encuentra con un conocido librero: - ¿Por qué llora, Max? – Acabo de enterarme de la muerte de Franz Kafka. -¡Oh! Lo siento. Sé cuánto apreciaba usted a ese joven. – No lo entiende. Me mandó quemar sus manuscritos. –Entonces el honor le obliga a hacerlo. – No lo entiende. Franz era uno de los más grandes escritores en lengua alemana. Un momento de silencio. – Max, tengo la solución. ¿Por qué no quema usted sus propios libros en lugar de los de él?”. José López Romero.

LOS OLVIDADOS

Me he topado casualmente con un libro, Tánger, de Tomás Salvador. Recordaba vagamente a este autor que hace décadas ocupaba en el panorama literario español de los años sesenta y setenta del siglo pasado, el equivalente a un Pérez Reverte  o una Julia Navarro entre los lectores actuales. Y todo por una serie de relatos que le dieron fama y dinero,  protagonizada por un tal Manolo,  simpático y gorrón personaje que alegró la gris realidad de millones de lectores en aquellos años del desarrollismo. Tomás Salvador, fue sin embargo, algo más , aunque hoy haya pasado al más cruel de los olvidos, pues quizás nadie como él en España  se  introdujera en la ciencia ficción con tanto acierto y calidad, dejándonos esa serie  de buenas novelas, -Y, T, K, y La nave-, que hoy son difíciles de encontrar en librerías de viejo y hace años que desaparecieron de los estantes de la mayoría de las  bibliotecas públicas (Alfredo Benítez, un jerezano ya desaparecido, y gran conocedor del género, nos dejó quizás el único  estudio sobre el personaje). Como Tomás Salvador muchos nombres que ocuparon un puesto relevante en la literatura popular de entonces, fueron pasando al olvido, Torcuato Luca de Tena, Fernando Díaz Plaja, García Pavón, Baltasar Porcel… Algunos más apreciados que otros por la crítica, pero todos reyes efímeros entre los autores más vendidos de la  España preconstitucional. Hoy, como les decía unas líneas más arriba, si tuviéramos que nombrar a los herederos de los Tomás Salvador y compañía, seguramente pensaríamos en Matilde Asensi, la ya mencionada Julia Navarro, en María Dueñas, pero sobre todo en Santiago Posteguillos. Ahora bien, si  entre aquellos autores de antaño algunos lograron, como Tomás Salvador, un reconocimiento por encima del aplauso popular, como fue el Nacional de Literatura, sus herederos, y, sobre todo, herederas de hoy se conforman con arrasar en las listas de ventas –lo que no es poco-, pues sus historias de costureras y gladiadores aún no dan para más, ni para menos. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO,