Hacía muchísimo tiempo que le
había perdido la pista a Françoise Sagan, hasta que en uno de esos paseos por
nuestra librería de guardia, me topé con “Un disgusto pasajero”. Y aunque nunca
nos debemos dejar llevar por los resúmenes o reseñas de las contraportadas
(mienten más que parpadean), el reencuentro con un texto de la autora de
aquella precoz “Bonjour, tristesse”, que tanto marcó nuestra juventud, me
devolvió el interés por su lectura. La historia en un principio prometía, pero el
desarrollo y, sobre todo, el más que esperado final hacen de esta novela una
más del montón. Sin embargo, mientras la leía, me interesé por lo que había
sido de la Sagan durante todo aquel tiempo en que la había olvidado. Drogas,
alcohol, un accidente de tráfico y, finalmente, una embolia pulmonar en 2004
acabaron con su vida. El caso de Françoise Sagan no
puede considerarse un hecho aislado, sino muy al contrario, más frecuente de lo
que podemos imaginar. Sagan publica su novela más emblemática, “Buenos días,
tristeza”, cuando solo contaba con 18 años, y el éxito fue tan impresionante
que su autora se vio superada en todos los sentidos por su propia obra. Demasiado
joven para poder aguantar el peso del éxito y, sobre todo, sus consecuencias.
La pregunta que se haría la precoz Françoise todos los días era obligada: ¿y ahora
qué puedo escribir yo que mejore o, al menos, iguale en interés y calidad a mi
primera novela? Porque seguramente todo lo que escribió después, y sobre todo
su segunda obra, le parecería desvaída, sin la altura que ahora todos esperaban
de ella. La misma impresión que sentí yo al leer “Un disgusto pasajero” a
través de la memoria lejana de aquella “… tristesse” que me sedujo en mi
adolescencia. El éxito de F. Sagan me recuerda las declaraciones del también
precoz Marc Márquez al poco de haber conseguido el Mundial de MotosGP, en las
que reconocía que quizá lo había ganado demasiado pronto. A veces es más
difícil saber ganar, que saber perder. José López Romero.
Una biblioteca es lo más parecido a un laberinto, un laberinto lleno de libros, de mundos por descubrir.En homenaje a las bibliotecas y a la lectura , preside la cabecera de este blog un dibujo del pintor jerezano Carlos Crespo Lainez: "Noche de lectura".
LECTORES SIN REMEDIO
Este blog tiene su origen en la página semanal de libros de "Diario de Jerez", "lectores sin remedio", que llevamos escribiendo desde el año 2007. Aunque el blog no es necesariamente una copia de la mencionada página, en él se podrán leer artículos que aparecen en ella. Pero el blog, por supuesto, pretende ser algo más... Los responsables son los dos lectores sin remedio, de los que facilitamos la siguiente información: Ramón Clavijo es Licenciado en Historia por la Universidad de Sevilla y es actualmente Técnico Superior Bibliotecario del Ayto. de Jerez de la Frontera. Está especializado en fondos bibliográficos patrimoniales. José López Romero es Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla y actualmente es Catedrático de Lengua y Literatura en el I.E.S. Padre Luis Coloma de Jerez de la Frontera. Especializado en la literatura dialógica del s. XVI y en la novela del s. XIX.
sábado, 30 de noviembre de 2013
LOS FOTÓGRAFOS DE LOS AÑOS PERDIDOS
1943: Es una mañana más, casi sin esperanza en
la realidad diaria de una ciudad como Jerez. Tras la pesadilla de la guerra
llegó otra pesadilla, más silenciosa y soterrada a la que sus habitantes
parecen resignados: los años del hambre. Y esto último no es un eufemismo. En
los fondos gráficos de la Biblioteca Municipal se pueden encontrar una serie de fotos donde un numeroso grupo de
personas esperan en el patio del Ayuntamiento el habitual reparto de pan que se
hacía entre los más desfavorecidos. Las fotos de Manuel Iglesias adquieren hoy
un valor no sólo patrimonial, sino sobre todo histórico. Son excepcionales por
muchos motivos, algunos tan curiosos, o por qué no decirlo, escalofriantes,
como la existencia de una placa con la esvástica nazi colocada en una de las
paredes del mencionado lugar. Entre las arcadas del patio, niños, ancianos y
adultos, mantienen la dignidad ante el fotógrafo que quizás no intuye la
trascendencia de su acto, y nos deja
una pieza de ese puzle aún sin terminar
como es el de la vida en la ciudad de Jerez en los años más duros de la
postguerra. Otra serie de imágenes no menos importante, y que nos hablan sin
palabras sobre la vida local de estos “años perdidos” sea las proporcionadas
por la cámara de otro gran fotógrafo jerezano
Manuel Pereiras –luego seguiría sus
pasos Eduardo- donde ha retenido el acto de inauguración de la Barriada
España. Obra del arquitecto jerezano
Fernando de la Cuadra, se destinaría a resolver el grave problema que en
Jerez significaba el hacinamiento de la población en infraviviendas del casco
antiguo, construyendo viviendas sociales en bloques, y teniéndose como punto de
partida de una cierta renovación arquitectónica y urbana. Como en la serie del
reparto del pan en el patio del Ayuntamiento, esta de Pereiras capta para la
posteridad detalles que nos hablan del rígido control de las autoridades sobre
la población, el estilo cuartelero de organización social, como el saludo a
mano alzada de los centenares de personas de distintos estratos sociales que
asisten al acto, presidido por los símbolos
de falange y el retrato a gran tamaño de su fundador José Antonio. Por estos
años un joven Manuel Esteve daba por concluida su primera campaña de
excavaciones en Asta Regia, de las que nos dejaba testimonio gráfico como
también lo hay, en otra excepcional serie de fotos, de la primera visita de
Franco a la ciudad, llenas de detalles dignos de estudio e interpretación.
Materiales gráficos hasta ahora poco
tenidos en cuenta y que son eslabones esenciales para recomponer –tanto o más
que un documento o libro- un periodo histórico aún en sombras en nuestra ciudad. Ramón Clavijo Provencio
domingo, 24 de noviembre de 2013
LESSING
Me sorprende la muerte de la escritora Doris
Lessing, precisamente enfrascado en estas líneas que originalmente iban
dedicadas a una curiosa idea de dos arquitectos griegos relacionadas con los
libros. Volveré sobre ella en otra ocasión, porque no podemos pasar de puntillas sobre uno de los
iconos literarios del pasado y terrible
siglo XX. El siglo de las guerras según algunos, y en todo caso el siglo origen de muchos de los males
que aún planean sin resolver sobre la humanidad en el momento presente. Como
suele suceder muchas veces, nada hacía presagiar que aquella chica nacida en 1919 en un barrio de Londres, hija
de un veterano oficial británico de la I Guerra Mundial, estaba destinada a ser
uno de los referentes, como les decía antes, de causas perdidas que, como la de
la segregación racial o la de los derechos de las mujeres, hoy nos pueden
parecer menos perdidas por el concurso de referentes inasequibles al desaliento
como fue su caso. La obra de Lessing tardó en llegar a las librerías españolas
pero fue todo un descubrimiento El cuaderno dorado, quizás su obra más
comprometida, y que ya por sí sola era
merecedora de ese Nobel que sin embargo le llegaría muchos años después -2007-
y no precisamente con el consenso de la crítica literaria, donde se puede decir
hubo división de opiniones. Críticos como el influyente Harold Bloon dispararon
sus dardos sobre una ya anciana escritora acusando al jurado de haber premiado
a alguien cuyas últimas obras poco menos
que eran deplorables. Nunca en la historia del Nobel se hizo tanta “sangre”
sobre el galardonado, nunca se había
atacado tan cruelmente e injustamente con un argumento que si se extendiera habría
que desposeer de honores a muchos de los más admirados creadores de la
historia de la literatura. La literatura de Lessing fue y es una literatura -
sobre todo la de su época de madurez- marcada por la historia. No es posible
comprenderla sin tener una visión diáfana de la historia del siglo pasado.
Quizás ahí esté la explicación de la incomprensión de algunos. Ramón Clavijo
Provencio
LOS SENTIDOS
“El
perfume” (1985) es uno de los casos más ejemplares de cómo una novela termina
por engullir a su propio autor; al menos, desde que Patrick Süskind obtuvo un
aplastante éxito con aquella breve narración, no se le ha vuelto a ver con la
misma fuerza por los lugares más privilegiados de las librerías, es decir, por
sus escaparates. Supongo que tampoco le hará mucha falta, especialmente en lo
económico, porque a las ventas de la novela se añadieron años más tarde los
derechos por llevarla al cine, película que de vez en cuando suelen pasar por
algún canal de televisión. Y si algún mérito podemos destacar de “El perfume”,
además de que nos parece una buena novela, es el haber puesto de relieve la
importancia de los sentidos en nuestras vidas, en concreto uno al que no le
prestamos tanta atención como a la vista o al oído, el olfato. Pero el olfato
como arma de destrucción, no de placer, como tenemos por costumbre considerar o
queremos que sea todo conocimiento que nos entra por ellos, por muy engañosos
que aquellos sean. Quizá solo por “El perfume” se puedan entender novelas
posteriores como “Como agua para chocolate” de Laura Esquivel (1989) o
“Chocolat” de Joanne Harris (2000), versionadas también para el cine y
verdaderos placeres para los sentidos, sobre todo para aquellos a los que nos
gusta el chocolate. Sin embargo, últimamente me estoy dando cuenta de que cada
libro tiene su propio olor, olor que el escritor le imprime de acuerdo con el
contenido. No me estoy refiriendo a ese olor, o incluso tacto, que también nos
cautiva como lectores sin remedio: el olor a humedad de las páginas amarillentas
de un libro, o el del propio papel. Me refiero al olor a sudor que podemos
apreciar en la japonesa (madre de la japonesita), dueña del prostíbulo, y en
los borrachos cuando se celebra la fiesta por la victoria en las elecciones del
latifundista don Alejo en “El lugar sin límites” de José Donoso, o el olor
irrespirable a pólvora en el piso donde acribilla la policía a los criminales de
“Plata quemada” de Ricardo Piglia, o el olor a rancio en la comida y en la ropa
del pastor que acoge al muchacho huido en la magnífica “Intemperie” de Jesús
Carrasco. El profundo olor a vaquería que se desprende de las páginas de “Tess la
de los D’Urberville” de Thomas Hardy se mezcla en mi memoria de lector con el
penetrante olor a fluidos sexuales que se perciben nítidos en “Plataforma” de
Michel Houellebecq. Cuando leemos, quizá no seamos del todo conscientes de cómo
todos nuestros sentidos entran en acción atraídos por el libro: el oído a
través de una música; el tacto cuando se acaricia; la vista cuando se describen
objetos; el gusto con aquel chocolate que preparaba Vianne Rocher en “Chocolat”
(excelente interpretación de la siempre atractiva Juliette Binoche en la
película del mismo título). El siniestro Jean=Baptiste Grenouille tuvo el
acierto de hacernos ver en los libros algo más que la lectura, nos los abrió a
todos los sentidos. Ahora no cierro uno sin haberlo leído, acariciado y, sobre
todo, olido. José López Romero.
domingo, 17 de noviembre de 2013
CURIOSIDAD
"joven leyendo" de Alexander Deineka |
Puede
resultar curioso o cuando menos llamativo que casi todas las imágenes o
pinturas que tienen como protagonista a un lector o lectora, estos siempre
aparecen solos, en muy variados espacios y ambientes, pero solos. Algunas de
estas imágenes han pasado y siguen ilustrando nuestro blog ‘laberinto 1873’ . Y ello, aunque curioso
por la aplastante coincidencia, no deja de tener su lógica: leer es un acto,
como ir al servicio (con el que tanta relación siempre ha tenido), personal e
intransferible. Ya habrá momento de compartir la lectura con amigos y conocidos,
pero el acto en sí del libro en comunión con el lector debe realizarse en la
más completa y entrañable soledad. Y, como lector que intenta respetar con
escrupulosidad estas condiciones, siempre me ha sorprendido el poder de
aislamiento que tienen muchos lectores de conseguir concentrarse en la lectura
en las condiciones más adversas. No hace mucho tiempo los transportes públicos,
sobre todo el metro, los autobuses, los trenes, etc., y no digamos la playa y
su bullicio eran los espacios en los que se veían más lectores por metro
cuadrado, y debo confesar que muchas veces me ha picado la curiosidad por saber
qué libro estaba leyendo la señorita que permanecía ausente de los ruidos y jaleos
propios de estaciones y viajeros en el tren de cercanías que nos llevaba a
Sevilla, o aquel señor amparado en la sombrilla de playa, feliz con su libro y ajeno
a sus hijos ocupados en trasegar arena con sus cubitos y sus palas, mientras su
mujer le lanzaba alguna que otra mirada asesina. Hay libros sin duda con tal
poder de abstracción que hacen que el lector se olvide de la realidad más
próxima que le rodea por muy bulliciosa que esta sea. Pero también los hay que
serenan el espíritu, la inquietud del momento y ejercen el efecto sedante que
otros buscan en las infusiones orientales. Más de un libro me ha calmado los
naturales pero infundados nervios ante la espera tensa de la consulta del
dentista. Hoy, por desgracia, el móvil y sus aplicaciones han desplazado al libro,
y por todos lados solo vemos personas, doblada la cerviz, moviendo dedos en
torno al maldito artilugio. Y por supuesto, no me pica la curiosidad por saber
qué escriben, no por intromisión en su intimidad, sino por no certificar hasta
qué punto es capaz un ser humano de perder el tiempo en idioteces. Pero con el
cambio de costumbres ¿a quién le pueden extrañar las últimas estadísticas de
lectura en nuestro país? La imagen veraniega no puede ser más ilustrativa:
mientras cinco jóvenes juegan con sus móviles y no se deciden qué helado
comprar, la chica de la heladería aprovecha el tiempo leyendo. Es ese modesto,
digno e ínfimo tanto por ciento de españoles que todavía tienen su pequeño hueco
en las bochornosas estadísticas. Me hubiera gustado preguntarle qué libro
estaba leyendo, solo por curiosidad, pero no quise interrumpir un acto tan
personal e intransferible. José López Romero.
CHEFS
De un tiempo a esta parte raro es el conocido que no
me confiese que desde la más tierna infancia siente vocación por los fogones.
Incluso un familiar muy cercano me
cuenta sin rubor historias rocambolescas en torno a experimentos con recetas
secretas, pese a mi sorpresa, pues al personaje lo conozco desde que tengo uso
de razón, y jamás sospeché de estas inclinaciones ni lo sorprendí en estos
quehaceres. La moda está llegando a cotas tan sorprendentes que muchos viajes son motivados más por la
fama de un restaurante “Michelin”, para
el que esperamos meses antes de degustar sus platos – que por el atractivo de la Toscana o los fiordos
noruegos, pongamos por caso. Las
escuelas de hostelería crecen como setas mientras entre las estrellas de la farándula, hasta ahora
procedentes en su mayoría del mundo de la canción o los deportes, se van
abriendo paso los ganadores de algunos de los múltiples concursos televisivos
que se emiten por cualquier cadena que se precie. Y al hilo de todo esto nos
llega una avalancha de títulos editoriales que no solo copan los estantes y escaparates de librerías, sino espacios
físicos y temporales en los más diversos medios de comunicación. Es sabido que
la cocina es uno de las grandes vicios de la humanidad, y por ello sigue vigente
aquel dicho latino que nos advierte lo de comer para vivir y no al contrario
(edo ut vivam, non vivo ut edam), pero soy de la opinión de que este asunto en
la actualidad adquiere tintes kafkianos. Si la historia de la literatura está
plagada de libros maravillosos sobre el arte culinario –En deuda con el placer (Lanchester)- o grandes escritores que nos descubren el placer de la buena
cocina -- Alejandro Dumas — nunca hasta
hoy día tuvimos que soportar tanto despropósito materializado en esa plaga de
desconocidos o famosos por un día, que nos martirizan con su interpretación del
viejo y noble arte culinario. RAMÓN
CLAVIJO PROVENCIO
sábado, 9 de noviembre de 2013
¿EL LECTOR MENGUANTE?
Es una realidad contrastada: los libros
pierden terreno en un escenario donde la imagen se lleva el protagonismo. Paul Auster nos rememora en su último
libro –Informe del Interior, Anagrama- un mundo que ahora languidece.
Un mundo en el que la literatura ocupaba para los niños una relevante parcela,
junto al cine. Auster nos escribe en el mencionado libro, entre otros asuntos,
sobre las sensaciones que le produjo el visionar la película El increíble
hombre menguante, basada en un libro de Richard Matheson. En aquellos
tiempos las películas como esa te hacía acercarte a la literatura o viceversa,
de una manera natural, como si hubiera invisibles canales de comunicación entre
ambas formas de creación. Unas veces descubrías una historia que te impactaba a
través del cine; otras, era el libro el que te llevaba a la meta. Pero de una
forma u otra, el ver en el cine Los últimos días de Pompeya, como me sucedió
a mí, llevaba inexorablemente a la
novela en papel, no la excluía, o leer La isla misteriosa te hacía
desear descubrir la versión cinematográfica. Había otra forma en la que
literatura e imagen interactuaban: el mundo de la historieta. Determinadas editoriales se especializaron en dar una
versión ilustrada de grandes clásicos, y personajes como Phileas Fogg, El Cid, Tarzán
o Crusoe se convirtieron en los héroes de generaciones de pequeños, que
encontraron en las viñetas el tránsito natural hacia el universo literario.
Todo aquello pasó pero no debemos
verlo como una tragedia, es simple y llanamente una revolución. La revolución
audiovisual, la tecnología aplicada al mundo del ocio (videojuegos,
comunicaciones) y, sobre todo, Internet, han acabado con aquel placentero y pacífico
mundo. Y sin embargo cuando tratamos de poner cifras, cuántos lectores, cuántos
libros leemos al año, seguimos midiendo con los viejos conceptos de lectura y
libro. Por ello se habla de grave fractura en cuanto a la edad de los lectores,
o que es inquietante constatar cómo la hipotética pirámide de la lectura va
camino de convertirse en una pirámide invertida, pues la base, las nuevas
generaciones de lectores no van supliendo a las anteriores. Pero no hay en todo
esto ninguna tragedia, y si la hay solo sea el negar la evidencia de que estamos asistiendo al surgimiento de otro tipo
de lectores, lo que obliga a una drástica transformación del universo del libro
hasta hace bien poco inalterable. Los lectores de hoy ya no se pueden medir con
los métodos tradicionales, pues leen libros en papel (evidentemente en
porcentajes inferiores a la época que nos retrata Auster), pero también navegan por Internet a través de soportes fijos o móviles,
accediendo a múltiples y variadas formas de lectura... RAMÓN CLAVIJO
PROVENCIO,
AMOR ININTERRUMPIDO
En ‘La
biblioteca de noche’, uno de esos libros que se leen para disfrutar y aprender
en igual proporción, Alberto Manguel nos cuenta la bellísima y admirable, por
lo inusitada, historia de Abraham Moritz
(Aby) Warburg que renunció a la primogenitura en el negocio familiar a favor de
su hermano, con la condición de que este le comprara todos los libros que él
quisiera a lo largo de su vida. El amor por los libros hace que se mezclen las
historias reales, como la de Aby Warburg, con la ficción, porque muchos son los
escritores que han sabido transmitir en sus obras su íntima relación con los
libros, un amor ininterrumpido. Así, una de las novelas más hermosas escritas
sobre este asunto es sin duda ‘84, Charing Cross Road’, en la que a través de
las cartas que se cruzan la propia autora, Helene Hanff, con Frank Doel, el
encargado de la librería Marks & CO., y tomando como motivo los pedidos de
libros de la primera, se va estableciendo una relación personal con todos los
empleados de la librería que llega a emocionarnos. No menos emotivos y
apasionados son los dos protagonistas, Roger Mifflin y Helen McGill, de ‘La
librería ambulante’, novela de Christopher Morley, escrita a principios del
siglo XX y hace poco editada por Pirámide. La pasión con que Mifflin sabe
vender sus libros es uno de los aspectos que seduce a Helen de la misma manera
que seduce al lector. Sin embargo, se me vienen a la memoria dos ejemplos de
mezquindad y sordidez, consecuencia de personajes innobles, a través de los
cuales sus autores intentan transmitirnos la otra cara, la oscura, de la
naturaleza humana que nada tiene que ver con los ejemplos anteriores. Me
refiero a la famosa librería o ‘cueva de Zaratustra’ de ‘Luces de bohemia’,
antro en que es engañado el pobre Max Estrella con la connivencia de su perro
Latino de Hispalis; y el segundo, la asquerosa librería de don Gaetano y doña
María que nos describe Roberto Arlt en ‘El juguete rabioso’ y donde entra a
trabajar el protagonista Silvio Astier. El amor por los libros se convierte así
en una forma, quizá de las más claras, de definir la nobleza o indignidad de un
personaje, y también de una persona. José López Romero.
viernes, 1 de noviembre de 2013
MAX BROD
En ‘Nombre falso’, que le da también título al volumen
de relatos de Ricardo Piglia publicado en Anagrama, a Emilio Renzi (narrador y
alter ego del propio Piglia), se le encomienda la recopilación y edición de los
inéditos de Roberto Arlt, el célebre escritor argentino, autor de ‘El juguete
rabioso’. En sus indagaciones de los textos de Arlt, Renzi se obsesiona por
encontrar un relato titulado ‘Luba’, y todas sus pesquisas desembocan en un tal
Kostia, que fuera amigo de Arlt en sus últimos años. Y cuando Renzi logra
entrevistarse con Kostia, este para justificar el destino final de ‘Luba’ hace
referencia a la no menos célebre orden o petición que le hace Kafka a su amigo
Max Brod antes de la muerte del autor de ‘La metamorfosis’: quemar todos sus
escritos. La anécdota o terrible decisión no es nueva en la historia de la
literatura y más de un caso tenemos en la tradición de esos escritores que en
el menosprecio de sus obras deciden darlas al fuego (¿cuántos versos y obras se
han perdido por la incuria de sus propios autores?). Pero la historia de Kafka
y Brod, quizá por más conocida, se ha convertido en una especie de tópico que
el escritor actual utiliza a discreción, a modo de material de uso común o
universal, como aquellas facecias renacentistas que tan donosamente insertaban
los escritores en sus narraciones (‘El Lazarillo’). Si hace unos días la leía
en ‘Nombre falso’, el verano pasado me la encontraba en ‘Lecciones de los
maestros’ de George Steiner. Dos escritores y dos libros diferentes para dos
visiones distintas del mismo hecho. Kostia, el personaje de Piglia, plantea la
terrible disyuntiva de Brod: “Está obligado a elegir: ¿traicionar a su amigo o
traicionar a la literatura?... Sin embargo no es aventurado pensar que la gran
duda, la gran tentación de Max Brod no fue publicar los textos o quemarlos. En
el juego de esta doble obediencia puedo pensar que la respuesta del enigma
estaba en la orden misma: si Kafka hubiera deseado realmente destruir sus
manuscritos, él mismo los habría quemado. Tampoco es aventurado pensar que otra
duda asedió en algún momento a Max Brod. La duda fue (debió ser) esta:
"Nadie -salvo yo, salvo Kafka que ha muerto- conoce la existencia de estos
escritos. Entonces: ¿Publicarlos con el nombre de Kafka o firmarlos y hacerlos
aparecer como míos? Estos textos ya no son de nadie: no son de su autor que no
los quiso”. Una visión pícara que contrasta con la narración cruel de Steiner:
“Brod llorando una noche lluviosa, en la calle de los alquimistas y los
orfebres, detrás del castillo de Praga. Se encuentra con un conocido librero: -
¿Por qué llora, Max? – Acabo de enterarme de la muerte de Franz Kafka. -¡Oh! Lo
siento. Sé cuánto apreciaba usted a ese joven. – No lo entiende. Me mandó
quemar sus manuscritos. –Entonces el honor le obliga a hacerlo. – No lo
entiende. Franz era uno de los más grandes escritores en lengua alemana. Un
momento de silencio. – Max, tengo la solución. ¿Por qué no quema usted sus
propios libros en lugar de los de él?”. José López Romero.
LOS OLVIDADOS
Me he topado casualmente con un libro, Tánger,
de Tomás Salvador. Recordaba vagamente a este autor que hace décadas ocupaba en
el panorama literario español de los años sesenta y setenta del siglo pasado, el
equivalente a un Pérez Reverte o una Julia
Navarro entre los lectores actuales. Y todo por una serie de relatos que le
dieron fama y dinero, protagonizada por
un tal Manolo, simpático y gorrón
personaje que alegró la gris realidad de millones de lectores en aquellos años
del desarrollismo. Tomás Salvador, fue sin embargo, algo más , aunque hoy haya
pasado al más cruel de los olvidos, pues quizás nadie como él en España se
introdujera en la ciencia ficción con tanto acierto y calidad,
dejándonos esa serie de buenas novelas,
-Y, T, K, y La nave-, que hoy son difíciles de encontrar en librerías de
viejo y hace años que desaparecieron de los estantes de la mayoría de las bibliotecas públicas (Alfredo Benítez, un
jerezano ya desaparecido, y gran conocedor del género, nos dejó quizás el
único estudio sobre el personaje). Como
Tomás Salvador muchos nombres que ocuparon un puesto relevante en la literatura
popular de entonces, fueron pasando al olvido, Torcuato Luca de Tena, Fernando Díaz
Plaja, García Pavón, Baltasar Porcel… Algunos más apreciados que otros por la crítica,
pero todos reyes efímeros entre los autores más vendidos de la España preconstitucional. Hoy, como les decía
unas líneas más arriba, si tuviéramos que nombrar a los herederos de los Tomás
Salvador y compañía, seguramente pensaríamos en Matilde Asensi, la ya
mencionada Julia Navarro, en María Dueñas, pero sobre todo en Santiago
Posteguillos. Ahora bien, si entre
aquellos autores de antaño algunos lograron, como Tomás Salvador, un
reconocimiento por encima del aplauso popular, como fue el Nacional de
Literatura, sus herederos, y, sobre todo, herederas de hoy se conforman con arrasar
en las listas de ventas –lo que no es poco-, pues sus historias de costureras y
gladiadores aún no dan para más, ni para menos. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO,
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