Aunque no soy muy
aficionado al género de la ciencia ficción, apenas unas cuantas películas
vistas más por aburrimiento que por interés, y en cuanto a la literatura alguna
que otra novela, ya sobrepasada por el tiempo, una de mis últimas lecturas, “El
fondo del cielo” del argentino Rodrigo Fresán, me despertó la curiosidad por
ver cómo los autores del género se han podido imaginar los libros y las formas
de lectura de los que sin duda existen, aunque no han dado pruebas fehacientes
y contundentes de ello, por lo que algunos malintencionados afirman que
precisamente no haber venido por estos lugares es la demostración más palpable
de que poseen una inteligencia superior a la nuestra, y no les falta razón tal
como está el patio. Y de lo poco que recuerdo de mis escasas incursiones en la
literatura o el cine de ciencia ficción, no se me viene a la memoria que
alguien haya tratado el asunto. Es más, no recuerdo que en los ovnis esté
habilitado algún espacio al que denominen biblioteca, ni siquiera aparece un
libro dejado encima de la mesa de control de alguna nave y, menos aún, escena
en la que un alienígena se retira a hacer sus necesidades con un libro en la
mano, costumbre por una parte tan saludable como enriquecedora espiritualmente,
por otra. Y ya que el género no me ofrece ejemplos o, al menos, yo no los
recuerdo, le voy a dar a la imaginación (“Atención, atención, torre de control.
Father entrando en trance”, le oigo a mi hija con una voz que quiere simular el
despegue de una nave espacial. Ella siempre tan oportuna). Un extraterrestre
seguro que tendrá las palmas de su mano ya preparadas para funcionar como
e-readers. Con un dedo presionará una de las falanges de esos dedos tan largos como
los que nos enseñaba ET y se activará el libro electrónico interno, se
iluminará la mano y aparecerá el libro que esté leyendo. Incluso organizará su
biblioteca interna según las manos, y ya dependerá de gustos (orden alfabético:
de la A a la L a la derecha…; o por géneros: el erótico en la izquierda, por supuesto).
Y en la misma palma tendrá aplicaciones para cambiar de libro. Y para cargarlos
bastará con meter el dedito, a modo de enchufe, en un repositorio electrónico
de libros; así tendría en su cuerpo, en sus manos, toda una biblioteca que
poder leer cuando quiera. ¿Y el papel? por un momento, en este delirio o trance
en el que he caído, me ha parecido escuchar una voz como aquella de “Encuentros
en la tercera fase” que me ha dicho: “¿Papel? Pregúntale a tu amigo Ramón, el
visionario”. “¿Y no habrá pastillas con libros concentrados, que uno se tome y
ya lo tendría leído? –me pregunta mi hija. Ella siempre tan práctica. “No – le
contesto-. Y bromeo: pero sí imagino que habrá supositorios, cuyo grosor
dependerá de la extensión del libro”. “Pues conmigo que no cuenten” –despierta
mi hijo. José López Romero.
Una biblioteca es lo más parecido a un laberinto, un laberinto lleno de libros, de mundos por descubrir.En homenaje a las bibliotecas y a la lectura , preside la cabecera de este blog un dibujo del pintor jerezano Carlos Crespo Lainez: "Noche de lectura".
LECTORES SIN REMEDIO
Este blog tiene su origen en la página semanal de libros de "Diario de Jerez", "lectores sin remedio", que llevamos escribiendo desde el año 2007. Aunque el blog no es necesariamente una copia de la mencionada página, en él se podrán leer artículos que aparecen en ella. Pero el blog, por supuesto, pretende ser algo más... Los responsables son los dos lectores sin remedio, de los que facilitamos la siguiente información: Ramón Clavijo es Licenciado en Historia por la Universidad de Sevilla y es actualmente Técnico Superior Bibliotecario del Ayto. de Jerez de la Frontera. Está especializado en fondos bibliográficos patrimoniales. José López Romero es Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla y actualmente es Catedrático de Lengua y Literatura en el I.E.S. Padre Luis Coloma de Jerez de la Frontera. Especializado en la literatura dialógica del s. XVI y en la novela del s. XIX.
viernes, 30 de noviembre de 2018
LA TÍA JUDIT
En uno de sus cuentos breves, “La
Biblioteca de la tía Judit”, Govanni Papini nos introduce en una biblioteca que
posee solo tres títulos, y pese a tan modesto contenido a primera vista, el
lector se verá convencido al final de la lectura del mencionado relato que en
ella no falta nada, cosa que nos sorprendería comprobar no siempre sucede en
muchas de las más inmensas y voluminosas bibliotecas. Esta especie de parábola
nos trata de concienciar, con la sutil y poética elegancia del autor italiano,
sobre la permanente confrontación entre lo esencial y lo prescindible que nos
asalta en cada parcela de nuestra vida. Por tanto, el relato también es un buen
ejemplo para trasladarlo al campo de la industria editorial. No es la primera
vez, y me temo que tampoco será la última, que reflejamos sobre el papel
nuestro estupor e incredulidad ante los miles de nuevos títulos que las editoriales nos ofertan año
tras año -y no incluimos en esta referencia a las reediciones, merecidas o
inmerecidas, de otro no menos despreciable número de libros-. ¿Son todos
necesarios? Parece evidente que no, pero el mercado y la industria se mueven al
parecer por otros parámetros que nunca terminaremos de descifrar. Son estas
fechas -la otra coincide con el inicio de la primavera y los actos
conmemorativos en torno al libro donde no faltan las innumerables Ferias en la que se publicitan las novedades literarias- donde
tenemos una incontestable prueba de lo que decimos. Multitud de autores
aprovechan estos días para presentar sus creaciones ante sus potenciales
lectores, y las librerías se las ven y las desean para acoger en sus
escaparates la avalancha. Todo sería una gran fiesta que saludaríamos con
entusiasmo, si no fuera porque a poco que hurguemos en los escaparates y estantes
de las librerías, en los suplementos y
revistas literarias, repasando sus listados y reseñas escritas sobre las novedades que despiden el año,
volveremos a recordar el certero relato de Papini y su reflexión sobre lo
esencial y lo prescindible. Pero no todo es negativo. Yo disfruto con ese juego
excitante cual es la búsqueda de las “perlas escondidas” entre esta ingente oferta. ¿Qué sería del placer de la lectura sin ese eterno juego?
Ramón Clavijo Provencio.
viernes, 23 de noviembre de 2018
CABALLOS DE PAPEL
Cuando te llevan
por primera vez a ver “Cómo bailan los caballos andaluces”, ya no lo olvidas
nunca. Si además no llegas a la decena de años, la emoción tarda semanas en
evaporarse. En aquellos tiempos no se ejecutaba en la Real Escuela sino en los
terrenos de la “feria del ganado”, en el González Hontoria. Pero la brillantez
de la exhibición y la entrega del público eran exactamente las mismas. La
afición por el caballo en Jerez es una de las marcas que identifican la ciudad.
La costumbre viene de antiguo. En 1738 el noble que ostentaba los señoríos del
Alcázar y de la Torre de Melgarejo, Bruno José de Morla, concibió un curioso
libro, impreso en El Puerto de Santa María: “Vueltas de escaramuza, de gala, a
la gineta … practicadas en la plaza de
Xerez de la Frontera ...” Con apenas cien páginas, más de la mitad son
grabados, como el que reproducimos, que detallan los movimientos precisos para
una correcta ejecución de los juegos ecuestres celebrados en la céntrica plaza
del Arenal, donde ya se enfrentaban las familias aristocráticas desde el siglo
XV. Esta rareza bibliográfica, que solo encontramos catalogada en cuatro
bibliotecas españolas (en las provinciales de Toledo y Ávila, la universitaria
de Oviedo y la Nacional), es una de las piezas que se muestran en “Caballos de
papel”, que hasta el mes de marzo ocupa la galería de exposiciones de la
Biblioteca Municipal. Pero no es la única. De la casa madrileña de Rivadeneyra
están las “Obras completas de Flaxman”, grabadas al contorno por Joaquín Pi y
Margall en 1826, como homenaje al escultor e ilustrador inglés, fallecido ese
mismo año. Son dos tomos encuadernados en un volumen con pasajes de “La Ilíada”,
“La Odisea” o “La Divina Comedia”, prodigándose en la recreación de motivos
ecuestres. En otra vitrina destaca el “Jardín de Albeyteria”, un tratado de
clínica veterinaria caballar impreso por la viuda de Ibarra en 1792 y
enriquecido con excelentes grabados calcográficos en láminas desplegables de
gran tamaño. Un libro por cierto también muy difícil de encontrar. Un “Quijote”,
de la misma Casa, de 1787; un tratado de legislación sobre el caballo de
Martres y Chavarry de 1826; la “Colección de marcas o hierros del ganado
caballar” del Consejo Provincial de Agricultura de Sevilla de 1885 ; o una
magnífica “Antología del caballo árabe en España” de 2007, son otros tantos de
los ejemplos que podemos admirar en la Muestra. Pero en esta ocasión, los
libros no están solos. Mediante las técnicas de la cartonflexia y la
papiroflexia, el jerezano Carlos Hermoso ha destacado el protagonismo del
caballo en la historia y la literatura universales. El Cid Campeador a lomos de
Babieca, don Quijote y Sancho con los ojos vendados “volando” sobre Clavileño,
un impresionante Caballo de Troya con guerreros en su interior, una cuadra de
La Cartuja jerezana, o un guiño a la fuente de los “caballitos de colores” del
Paseo de La Rosaleda, son algunas de las escenas que el artista ha
recreado para que la visita a Caballos
de Papel se convierta en un auténtico placer. NATALIO BENITEZ RAGEL
CORTESÍA
“Cortesía no es… una mera
forma externa de comportamiento; ni siquiera predominan en la noción de la
misma los elementos formales, sino que es el resultado de un cultivo interior,
esto es, el modo de ser de aquel que ha aprendido el saber de la virtud”. En
estos términos define el gran José Antonio Maravall el concepto “cortesía”
sacado de los numerosos textos medievales que va citando a lo largo de su
estudio (en Cuadernos Hispanoamericanos, 1965,
nº 186, p. 528 y ss.). Al hilo de una revisión de los poemas anónimos incluidos
en el llamado Mester de Clerecía, me encontré con este término que Manuel Alvar
aplica al rey Apolonio, protagonista de uno de esos textos, el que lleva su
nombre, y no pude por menos que pararme a pensar en el cambio de significado de
esta palabra, reducida ya casi al gesto amable, gentil de una persona que le
cede el paso o el asiento en un transporte público a una señora o, para mayor
desvío, al coche de sustitución. Y sin embargo, la “cortesía”, tal como la
entendían nuestros sabios medievales, era mucho más que actos puramente
formales, pues con ella se definía todo el saber aprendido por la persona,
manifestada en su virtud y, como consecuencia de esta, en el temor a Dios y el
respeto a los demás y a sí mismo. No otro sentido tiene la “cortesía” cuando es
utilizada por los humanistas del Renacimiento y no digamos en aquella
“república de las letras” que tan magistralmente nos describe Marc Fumaroli
(ed. Acantilado), en esos siglos y en aquellos intelectuales, hombres de letras
y de ciencias, que en sus salones galantes iban poniendo los pilares, los
cimientos de toda la cultura europea. Y la definición en los textos medievales
se extiende: “hospitalidad y generosidad con el prójimo, lealtad y fidelidad,
bondad y piedad, dulzura, liberalidad y largueza, alegría en trato y mesura”,
para concluir: “cortesía es nobleza de buenas costumbres”. ¡Qué distintos los
significados del pasado a nuestros días! Tanto como la diferencia entre la
apariencia y la verdad. José López Romero.
viernes, 9 de noviembre de 2018
NUEVA CARTA
“Nueva carta sobre el
comercio de libros” es un libro coral, es decir, de varios autores (veintiséis
en total, más un prólogo de Lorenzo Silva y un epílogo de Enrique Clarós),
publicado en abril de 2014 (ed. Playa de Ákaba). El título está tomado de la
“Carta sobre el comercio de libros” que en 1763 publicara el filósofo Denis
Diderot, que se convierte en permanente referencia de las intervenciones de
todos los autores del volumen, y casi todos vienen a concluir que poco ha
cambiado este siempre azaroso comercio de libros desde que el enciclopedista
francés escribiera su texto; dos siglos y medio largos y nada o, mejor dicho, a
peor. Y de 2014 a estos nuestros días se puede decir, los veintiséis autores lo
certificarían sin dudar, que el asunto sigue igual y empeorando, y si no,
¿cuántas librerías se habrán cerrado en España en estos últimos cuatro años? Un
excelente indicativo de la situación. Pero lo que destila de la mayoría de los
textos incluidos en esta “Nueva carta…” es un gran pesimismo, la proposición de
pocas y tópicas o utópicas soluciones y, sobre todo, mucho lamento, un cierto
lloriqueo que unas veces se tiñe de ironía que por momentos deriva en cinismo,
otras de una sensiblería tan torpe como incómoda. Escritores que aprovechan la ocasión
para quejarse de que los editores no les pagan o les pagan tarde y mal, de que
sus derechos como creadores quedan pisoteados por el todo gratis de las
plataformas de descargas de libros, por la piratería, y que como todo hijo de
vecino, el escritor tiene derecho a vivir de su creación que, al fin y al cabo,
es su trabajo. Hasta aquí, poco o nada que objetar. Sin embargo, algunos de
refilón tratan ciertos aspectos en torno a ese comercio de libros cada vez en
más alarmante decadencia. Por ejemplo, los editores (según algunos autores de
este libro, porque otros son también editores) ante estos tiempos (y menos en
los años de crisis) no suelen apostar por autores noveles de dudosa
rentabilidad, porque, se quejan, el comercio de libros se ha convertido en un
negocio (¡¡!!); incluso acusan a aquellos de editar libros de muy baja calidad literaria
solo por el nombre del autor o el éxito en otros países. De ahí que el lector
se sienta muchas veces engañado con campañas de publicidad agresivas y no
digamos con una crítica cada vez más vendida a los intereses de las grandes
editoriales. Como consecuencia de ello, el autor novel busca en la autoedición
o la edición digital la salida, difícil por no decir imposible, a un mercado
copado por estas grandes editoriales, que dominan librerías y grandes
superficies. Y sobre estas autoediciones, algunos de los articulistas se
permiten comentarios despectivos y malintencionados como “como esa ama de casa
que ahora es escritora de éxito” o “… los autoeditados o indies son en su mayoría escritores domingueros que garabateaban un
capitulito las mañanas que no van a misa”. Pero ninguno de los participantes en
el libro duda de su propia calidad literaria. Quizá en otro artículo vuelva
sobre este “Nueva carta sobre el comercio de libros”, en concreto con la figura
que nos dibujan del lector. De los veintiséis autores, me quedo con la firmada
por Noemí Trujillo, precisamente la editora del libro. José López Romero.
CAZADORES DE LIBROS
La verdad es que ignoraba
que existieran cazadores de libros en el más estricto sentido de la palabra.
Pero allí, a escasos metros de mí, tenía a uno de ellos inclinado sobre el mueble fichero de madera que contiene lo
que fue en otro tiempo el corazón de esta biblioteca: las fichas en papel con
las informaciones necesarias para la localización de los libros que en ella se
custodiaban. Hoy ese corazón hay que encontrarlo en las pantallas de los
terminales conectados a la Red, y que no solo rastrean el libro o libros que
intentamos localizar en la biblioteca que visitamos o de la que somos asiduos,
sino en otras muchas a través de una red de redes. Es difícil que la
localización de un libro se resista a las nuevas tecnologías, pero por lo visto
hasta ellas se ven impotentes ante ciertos retos. Era lo que traía a aquel
buscador de libros a la de Jerez, en pos de un impreso que se resistía a ser
localizado, pero que Humberto C., con muchos años de experiencia a sus espaldas,
no dudaba que finalmente localizaría. El libro en cuestión era el “Childe Harold´s
Pilgrimage” de Lord Byron, pero no la conocida y también admirada edición
londinense de John Murray fechada en 1841, de la que efectivamente había un
ejemplar en la Biblioteca de Jerez, sino una edición desconocida de un año
anterior de la misma editorial. Me
informó de las pistas que le habían conducido
a nuestra ciudad, y que la búsqueda se la había encomendado un importante
personaje de la capital del reino y reconocido bibliófilo, cuyo nombre excusaba
decirme. Pasó unos días en Jerez,
la mayor parte del tiempo en la biblioteca Municipal, donde rastreó ficheros
antiguos, inventarios y catálogos decimonónicos, para finalmente
despedirse anunciándome que había
encontrado aquí una nueva pista que le llevaría a Sanlúcar. Como lo cazadores de recompensas del antiguo “Far
West”, estaba claro que este Humberto C.
no cejaría en su empeño salvo, claro, que el bibliófilo que lo
financiaba se cansara de esperar. No tuve más noticias de él, pero me lo
imaginé cruzando el charco e iniciando una aventura incierta pero sin duda
apasionante. Ramón Clavijo Provencio
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