Termino la nueva novela de Arturo
Pérez Reverte y confieso que he sentido una cierta emoción al dibujarse en sus
primeras páginas ese universo que rodea al libro antiguo, en este caso centrado en los ejemplares depositados en la
biblioteca de la Real Academia de la Lengua y las historias que se esconden
tras muchos de ellos –como es el caso de la Encyclopédie
que allí se custodia y sobre la que Pérez Reverte hace girar la trama de su
novela Hombres buenos. He sentido una
cierta emoción, como decía, pues sobre
este mundo del libro antiguo no es frecuente que la literatura se entretenga,
aunque cuando lo hace nos deje piezas eternas firmadas por Borges, Bioy
Casares, Eco... Es este mundo del que
hablo, transitado por
bibliófilos, bibliógrafos, libreros anticuarios, investigadores diversos y, por
supuesto, bibliotecarios, un territorio extraño para el que lo observe desde
fuera, al que incluso considerará fuera de lugar en estos tiempos
de lo digital. En la novela que les nombraba, Hombres buenos, uno de sus protagonistas es un bibliotecario
al que Reverte hace vivir una aventura viajera no exenta de peligros, lo
que sorprenderá al profano seguramente
influenciado por el tópico de “ratón de bibliotecas” que el tiempo y la
historia ha ido haciendo caer como un estigma sobre esta profesión, y que sólo
el paso de los siglos ha ido desdibujando. Volviendo a la fauna de la que
hablaba más arriba, siempre he tenido la impresión de que de las especies nombradas y que habitan el mundo del libro
antiguo, el bibliotecario de fondo antiguo es el que se lleva la peor parte, al
que con más recelo se mira. Quizás por
la imagen heredada de otras épocas de
guardián de unos tesoros de papel
que eran inaccesibles para el resto de mortales. Hoy día el acceso a los
contenidos de cualquier libro es posible para quien lo desee gracias a la
digitalización, pero bien es cierto también que el acceso a los originales más
antiguos y raros deben ser preservados del paso del tiempo. Sigue siendo ese un
cometido del bibliotecario que aún sigue
siendo motivo si no de enfrentamiento, sí
de recelo por parte de algunos investigadores. ¿Pero cómo se hubieran
conservado hasta hoy los Epigramas de Marcial en la edición
veneciana de 1475 o el Tratado de Oratoria de Agustinus Datus,
de 1514, si el bibliotecario de fondos patrimoniales no hubiera hecho
bien su trabajo? ¿Cómo se habría podido conservar la primera edición de la Encyclopédie hasta hoy en los anaqueles
de la biblioteca de la Real Academia de la Lengua, si bibliotecarios como el
que describe Pérez Reverte y sus sucesores no se hubieran dedicado en cuerpo y
alma a su profesión? RAMON CLAVIJO PROVENCIO
Una biblioteca es lo más parecido a un laberinto, un laberinto lleno de libros, de mundos por descubrir.En homenaje a las bibliotecas y a la lectura , preside la cabecera de este blog un dibujo del pintor jerezano Carlos Crespo Lainez: "Noche de lectura".
LECTORES SIN REMEDIO
Este blog tiene su origen en la página semanal de libros de "Diario de Jerez", "lectores sin remedio", que llevamos escribiendo desde el año 2007. Aunque el blog no es necesariamente una copia de la mencionada página, en él se podrán leer artículos que aparecen en ella. Pero el blog, por supuesto, pretende ser algo más... Los responsables son los dos lectores sin remedio, de los que facilitamos la siguiente información: Ramón Clavijo es Licenciado en Historia por la Universidad de Sevilla y es actualmente Técnico Superior Bibliotecario del Ayto. de Jerez de la Frontera. Está especializado en fondos bibliográficos patrimoniales. José López Romero es Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla y actualmente es Catedrático de Lengua y Literatura en el I.E.S. Padre Luis Coloma de Jerez de la Frontera. Especializado en la literatura dialógica del s. XVI y en la novela del s. XIX.
sábado, 28 de marzo de 2015
EL VASO
“Father. ¿Qué te parece si en ARCO del año que viene
expongo un platito de esos “deliciosos” (el diminutivo y el adjetivo, ironía
materna) potajes que nos haces y le llamo “quien bien te quiere, te hará
llorar”?”. Mi hija que para esto de las pullitas tiene una retentiva
extraordinaria, había visto en la tele esa majestuosa obra de arte “el vaso
medio lleno”, que se vendió en 20.000 euros, o esa montaña de papel triturado
que alcanzó la cifra de 8.000. Ferias de arte como la de ARCO vuelven a poner
sobre la mesa el ya viejo tema del fraude en el arte moderno. A los que nos
hemos educado en un arte figurativo y, como mucho, podemos llegar a entender
que existe otro arte más allá de las formas, nos suena a rollo de embaucador de
feria (y nunca mejor dicho) eso de que “el arte hay que verlo primero con el
corazón”, como se atrevió a afirmar en la tele una señora de cuyo cargo en ARCO
no quiero acordarme. El “todo vale” que Vargas Llosa denunciaba en su
“Civilización del espectáculo” (libro imprescindible), se radicaliza aún más en
el mundo de las artes, donde sin escrúpulos ni pudor de ningún tipo te pueden
vender un calcetín sudado por unos cuantos miles de euros (“No me des ideas,
pá”, le oigo a mi hijo). No hace mucho saltaba a los informativos el caso de
Damien Hirst y sus calaveras de diamantes o su tiburón en formol, otro fraude
para muchos y, sin embargo, uno de los artistas más cotizados del momento. Este
tipo de obras no hacen más que desvirtuar el concepto de arte por muy moderno
que nos quieran hacer entender y, sobre todo, vender. No sé qué hará con “el
vaso medio lleno” el comprador, que debe de tener un corazón tan pródigo como
la cartera, pero lo que sí sé es que 20000 euros se pueden utilizar de forma
mucho más beneficiosa para la humanidad. ¿El vaso medio lleno? Mi corazón lo ve
medio vacío. José López Romero.
sábado, 21 de marzo de 2015
LOS NIÑOS
No otra circunstancia que la casualidad puso en mis manos
recientemente y en un plazo de tiempo muy corto, tres libros a los que si
habría que buscarles algún punto en común, este sería sin duda la muerte de un
niño o niña. Tres textos de tres autores diferentes, de nacionalidades
distintas: “Deseo bajo los olmos” de Eugene O’Neill (estadounidense); “El
misterio de Christine” de Benjamin Black (pseudónimo de John Banville,
irlandés), y “Almas grises” de Philippe Claudel (francés). Mientras que en los
dos primeros libros (drama el de O’Neill y novela el de Black) son recién
nacidos o con pocos meses los asesinados, en “Almas grises” es el asesinato de
“belle de jour”, una niña de 10 años, el suceso que da inicio a la trama del
relato, aunque el narrador esconde un secreto del que solamente al final hará
partícipe al lector y que está relacionado con lo que estamos contando. En las
tres historias será la locura, la inmadurez o las bajas pasiones las causantes
de estas muertes de inocentes que, por serlo, dotan al texto de una mayor dosis
de tragedia. En “Deseo bajo los olmos” es el miedo de Abbie, la madre, a perder
a su amante, Ebbe, el hijo menor de su viejo marido, lo que le lleva a matar al
recién nacido al que cree el causante de su desamor o incluso rencor. Un
padrastro inmaduro y violento, que no soporta el llanto de la niña a la que
culpa del distanciamiento de su esposa, será el autor de la muerte de la pobre
Christine en la novela de Benjamin Black; y, finalmente, un soldado con
antecedentes criminales por violación que pasaba como desertor por los
alrededores del pueblo, es el asesino de la dulce “belle de jour”, aunque más
relacionado con las obras anteriores es ese secreto que esconde el protagonista
y que no desvela hasta el final de la novela. La infancia maltratada hasta
llegar a la muerte no es un tema ni nuevo ni excepcional en la literatura,
recordemos, a modo de otros ejemplos, el pobre hermanillo de Pascual Duarte que
sufre las patadas del amante de una madre desnaturalizada y al que le comen las
orejas unos cerdos; o, yendo un poco más lejos, la muerte de niños en las
novelas de Blasco Ibáñez (el niño Pasqualet en “La barraca”), punto de
inflexión de la trama narrativa. Muertes sin sentido, inocentes que pagan con
sus vidas los pecados de sus padres o las perversiones de los adultos; pero
ninguna muerte más terrible que la del pequeño Rafael del relato segundo de
“Los girasoles ciegos”, que no logra ni siquiera sentir el calor de su madre,
Elena, muerta en el parto, y que solo al final encuentra el amor de su padre
Eulalio, cuando este ya sabe que ambos van a morir. Hijo de la derrota en una
guerra que no llegará a entender. La infancia es, sin duda, la gran damnificada
de las guerras y de las crisis, de los problemas de los adultos que marcarán sus
vidas para siempre –o sus muertes-. José López Romero.
CALIPSO
En el primer canto de la Odisea de Homero (La asamblea de los dioses), se nos narra
cómo estos debaten sobre Ulises quien, una vez terminada la guerra de Troya
y regresados todos los griegos a su
patria, en cambio permanece retenido en la isla Ogigia por la ninfa Calipso,
que pretende que olvidé Ítaca. Atenea (La diosa de claras pupilas…), intercede
por el héroe ante Zeus, y finalmente
y pese a Poseidón- el único de los dioses que se opone-, logra su
libertad, lo que se nos narra en el capítulo titulado La cueva de Calipso. Jacques-Yves Cousteau, el gran oceanógrafo y
aventurero se sintió en su momento fascinado por el personaje de la ninfa,
hasta el punto de que bautizó con su nombre, Calypso (pero ahora sin la i
latina), el barco –un dragaminas británico de la segunda Guerra Mundial- con el que a partir de ese momento se haría
leyenda, protagonizando un periplo viajero que no le va la zaga del que nos
narrara Homero. Viajes estos del Calypso comandado por Cousteau, donde sus perfiles se desdibujan y funden
hasta el punto de que no podemos imaginarnos el uno sin el otro. Ahora Calypso,
el viejo barco de Cousteau, lleva años fondeado en los muelles de Concarneau, y
mientras se decide qué es lo que hacer con él, la herrumbre y el salitre van
lentamente deformando su casco. En la Odisea, Zeus logra convencer al resto de
los dioses para que finalmente liberen a Ulises
del hechizo de Calipso, enviando incluso a su mismo hijo Hermes, como
mensajero para anunciar a la ninfa el decreto. En este caso, el del legendario
navío de Cousteau, mucho nos tememos que ningún dios interceda y libere sus
amarras, y en pago a sus servicios a la ciencia y a la gran aventura lo libre de tan ignominioso destino.
RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO
viernes, 6 de marzo de 2015
PATRIMONIO Y NEGLIGENCIA
Acabo de leer las reflexiones que Lorenzo Silva
publica en torno a la destrucción del museo y la biblioteca de Mosul (Nínive
y los Barbudos. El Mundo). No es algo nuevo. Mejor dicho es algo muy, pero
que muy viejo, pues antes que nos escandalizáramos de los destrozos que unos
hinchas holandeses infligieron al patrimonio de Roma tras la finalización de un
partido de fútbol, o nos enterásemos del tesoro oculto fruto de la rapiña, escondido
en Múnich por Cornelius Gurlit, ya la historia estaba anegada de destrucciones
similares, premeditadas, fortuitas o negligentes –que para el caso es lo
mismo-. Es decir ya disponíamos lamentablemente de una geografía del patrimonio
destruido a nivel planetario donde algunos topónimos destacan aún dolorosamente: Alejandría, Granada, Yucatán, Berlín,
Dresde, Sarajevo, Bagdad… En el libro de
Robert M. Edsel Monuments men, luego llevado al cine por
George Clooney en la película del mismo nombre, se nos desvela como en los
periodos de guerra –en este caso en la más cruenta de ellas- se libran guerras
paralelas como la del patrimonio, donde pese a los esfuerzos las pérdidas son
tan inmensas que las pequeñas victorias apenas sirven de bálsamo, como se pone
de manifiesto en el espléndido libro de J.M. Merino y M.J. Martínez, La destrucción del patrimonio artístico español (Cátedra, 2012). De
entre todo lo que bajo el concepto Patrimonio Material podemos englobar, sigue
siendo el más débil y desprotegido el bibliográfico y documental, sobre el que
planea especialmente otra forma de destrucción, más soterrada y silenciosa,
cual es la de la negligencia. Pese a las normativas protectoras y lo que eufemísticamente
se denomina una mayor sensibilización
general sobre el patrimonio, no dejo de toparme con colecciones de valor incalculable
desmembradas a la muerte del propietario, personajes inapropiados en
instituciones depositarias de colecciones centenarias, tacañería rayana en la
irresponsabilidad a la hora de disponer medios para la protección de lo que
tenemos obligación de conservar. Sigo topándome con documentos y libros
destruidos por la humedad o arrasados por los parásitos, cuando hubiera sido
posible y sencillo evitarlo con muy
pocos medios. Hay numerosas formas de destruir nuestro patrimonio bibliográfico
y documental, pero la más peligrosa –por su inquietante y silenciosa
apariencia- es la de la negligencia. F. Báez acaba de sacar un impactante libro
sobre todo lo que comentamos (Nueva historia Universal de la destrucción
de libros. Océano, 2014). En él la protagonista, más que las razias
brutales impulsadas por la política, la religión o las mil caras del fanatismo,
es la negligencia, una negligencia que se viene disfrazando y justificando de mil formas diferentes desde
el comienzo de la historia. RAMÓN
CLAVIJO PROVENCIO
EDICIONES
“¿Usted también escribe?” es el título de uno de los
artículos de Jorge Ibargüengoitia incluido en el volumen “Revolución en el
jardín”, que reseñamos en esta misma página. Y aunque recomiendo la lectura de
todo el artículo y, por supuesto, de todo el libro por la fina ironía con que
suele el escritor mexicano acompañar sus textos, para esta ocasión me interesa
el dato con que inicia el artículo: “En Estados Unidos el número de personas
que han escrito una novela es monstruoso. Muchas veces mayor, por supuesto, al
número de personas que han publicado una novela”. En los años en que
Ibargüengoitia escribió este texto sin duda era una evidencia (de ahí su “por
supuesto”) que el número de novelas escritas en los EE.UU. fuera infinitamente
mayor que el de las publicadas. En la actualidad, esta diferencia con ser
también evidente no solo en los EE.UU., sino en todas las partes del mundo,
incluida España, se está acortando, está disminuyendo con inusitada rapidez. Y
buena culpa de ello la tienen dos elementos que de alguna manera están
provocando que la edición de un libro, sea del tipo o género que sea, no se
convierta en una tortura para su autor que le conduzca incluso, en casos
extremos, a la propia muerte, como a John Kennedy Toole. Por un lado, los
portales que en Internet se ofrecen para alojar cualquier tipo de publicación,
en los que el escritor puede ofrecer su libro ya sea bajo pago o de forma
gratuita; en este sentido, quizá sea Amazon, la empresa más fiable en todos los
aspectos. Por otro, si el autor quiere darse un pequeño capricho, o la propia
familia hacerle un regalo al joven (o no tan joven) literato, por un módico
precio muchas editoriales (modestas pero de calidad) ponen al alcance una
edición de 100 ejemplares en papel con los que puede felicitar Navidades a
familiares, amigos e incluso a enemigos. ¡Todo un regalo… envenenado! José
López Romero.
domingo, 1 de marzo de 2015
BIBLIOTERAPIA
“Novelas que curan”, “la biblioterapia literaria”, así se
titulaba un reportaje que hace unas semanas leía en una de esas revistas
dominicales, como si el psicólogo al que hace referencia el dicho reportaje
hubiese inventado o hecho el descubrimiento del siglo. Es más, en el mismo
texto se hacía alusión a como en el antiguo Egipto ya se consideraba la lectura
como medicina para el alma. El método, según declaraciones del doctor Berthoud,
consiste en pasarle al paciente previamente un cuestionario en el que este
indique gustos y hábitos literarios y, ya metidos en faena psicológica,
explique el momento vital por el que atraviesa; y tras una entrevista o sesión
de unos 50 minutos, el paciente se lleva su tratamiento en el que se incluye la
medicación y seis o siete libros para leer y posteriormente dar su opinión
sobre ellos. Así, dice el propio Berthoud, los pacientes tienden a hablar con
más distensión y naturalidad de sus problemas personales si toman como
referencia los problemas de los personajes de las novelas recetadas. Porque
descubrir las obsesiones o los defectos en los demás, aunque sean seres de
ficción, y analizar y hasta criticar su
comportamiento, son formas que nos ayudan a superar nuestras propias carencias
o debilidades. Nada nuevo bajo el sol, de ahí la alusión a los egipcios para
los que ya la lectura, sin necesidad de indicaciones médicas, era por sí misma
una fuente de salud. No hace falta demostración ninguna para afirmar
categóricamente que las artes en general tienen propiedades terapéuticas, la
música es un ejemplo palpable de ello, como la contemplación de una hermosa
pintura o escultura produce en sanos y enfermos efectos medicinales; sin
embargo, de la literatura estas cualidades no se habían puesto tan de
manifiesto o no se les había dado la importancia que se les había concedido a
las artes antes citadas. Y en cuanto se publique en español el libro “The Novel
Cure”, que ya está al caer, y cuya autoría comparte Berthoud con su compañera
de estudios de Literatura Inglesa en Cambridge Susan Ederkin, a nadie debería
extrañar que las librerías cambiaran la distribución de libros en sus anaqueles
en lugar de géneros, por enfermedades, y que a aquellas acudieran los pacientes
con recetas médicas. O incluso que en las farmacias dedicaran algunas de sus
estanterías a libros. O, echando más imaginación, las bibliotecas públicas se
lleguen a convertir en hospitales. Pero
mucho me temo que en este país en el que tan poco nos gusta ir al médico, pero
colapsamos las urgencias, terapias como la lectura de libros tienen los días
contados. Ya me imagino a más de uno que ante un tratamiento de choque de cinco
libros, con el fin de mitigar sobre todo su ignorancia y de paso algún complejo
mal curado en su infancia, le rogará al
doctor “¿y no tendría usted aunque fueran unos supositorios?”. José López
Romero.
NAUFRAGIOS
Tuve el
privilegio de escuchar a Manuel Ravina –archivero, bibliófilo, reputado
investigador de la cultura y magnífico orador- en la intervención que realizó
hace unos días dentro del ciclo organizado por el Archivo Histórico de Jerez,
sobre patrimonio documental. En la mencionada intervención –cargada de
información relevante, pero a la vez con la amenidad que sólo un humanista como
él puede lograr- el actual director del Archivo General de Indias nos descubría
a los allí presentes, qué colecciones documentales depositadas en el mencionado
archivo son relevantes para la historia de nuestra ciudad. Ravina, orador curtido
en mil batallas, sabe captar la atención del público, y en esta intervención a
la que me estoy refiriendo un elemento para ello era detenerse en la interesante
figura del jerezano Álvar Núñez Cabeza de Vaca. No reproduciré aquí lo que de relevante,
y fue mucho, se nos desveló sobre el personaje, aunque sí
resaltar la apasionada reivindicación que el conferenciante realizó de un
libro, “Naufragios”, escrito por nuestro paisano. Ravina reivindicó con
vehemencia, y muchos se lo agradecíamos en silencio, un libro tan admirado
fuera de nuestras fronteras - en Estado
Unidos es normal encontrarlo entre las lecturas escolares recomendadas en los
planes de estudios- como olvidado por estos lares. Es cierto que Cátedra lo
incluye entre sus colecciones y que Edhasa
publicaba recientemente otra edición con el atractivo de estar presentada por
José María Merino. Pero no es menos cierto que la gesta de Álvar, pese a la
increíble odisea que protagonizó, es poco conocida en sus detalles por el
lector de este país, grado de
desconocimiento igualmente aplicable a la ciudad de Jerez donde al
menos, hace unos años, se erigió una
escultura en su honor. Lo cierto es que
a los 473 años de la publicación de “Naufragios”
(1542) tuvo que venir Manuel Ravina –todo un lujo- a recordarnos la importancia
de un libro que podría ser la mejor novela de aventuras escrita jamás, si no
fuera por el nada baladí detalle de que todo lo relatado en él es real. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO
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