Finalmente, el escritor que ocupaba el estrado, procedió a revelarnos al grupo de oyentes que
casi llenábamos la sala una iniciativa
que se había decidido llevar a cabo hacia unos meses, con objeto de demostrar
algo sobre lo que pivotaba su intervención en aquella tarde desapacible en el
exterior, pero interesante y
entretenida en aquel circulo literario:
la accesibilidad generalizada a los instrumentos de edición y distribución
estaba desprestigiando la literatura, y
hasta cierto punto acabando con ella. “Envié
un original mío –explicaba el escritor- a no menos de una decena de editoriales.
Modestas algunas, otras de cierto prestigio
pero desechando las grandes y por
supuesto bajo pseudónimo. Sobre aquella pequeña colección de relatos que envié
- viejos textos por mí desechados hacía tiempo y que no tenía ninguna intención
de publicar-, casi la mitad contestaron. De ellas solo una razonaba el por qué
no aceptaba el manuscrito, sus puntos flacos- cosa que yo mismo ya había
descubierto hacía meses-. Las restantes, igualmente desechaban la publicación,
pero para mi sorpresa sugerían que podían hacerse cargo del manuscrito a través
de su división de auto edición, donde tras un necesario repaso de sus
correctores, podían por un módico precio poner el libro, en una muy cuidada
edición en la calle. El costo por
supuesto podría subir dependiendo del número de ejemplares, de qué tipo de
distribución y campaña publicitaria se hiciera, etc. En definitiva –sentenciaba
el escritor - publicar hoy no es
tanto cuestión , como antaño, de un lento, difícil y largo proceso selectivo, donde intervenía una depurada y
prestigiosa maquinaria humana, publicar
hoy depende cada vez más de los recursos
económicos de los que pueda disponer el autor. Y nos referimos tanto a las
ediciones en papel como digitales: más recursos más visibilidad. El resultado
el desconcierto de los lectores ante tanto libro absurdo, inútil, imposible”. No aprendí nada nuevo
de aquella charla, pero sí medité sobre
el peligro de que esta fácil accesibilidad a la edición a veces resulte tan
tentadora, que incluso los que siempre hemos aceptado sus tradicionales reglas
del juego tratemos ahora de eludirlas, dando un regate tramposo ante las ansias de publicar. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO
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