domingo, 26 de junio de 2016

MÁS PAPELES DEL MARQUÉS

El marqués de Torresoto, que en la ilustración aparece con sus hijos en plena guerra civil, tuvo, ya lo comentamos anteriormente, una vida fecunda cuajada de variopintos amigos, empleados y familiares que dieron lugar a curiosas anécdotas. Como el tío Paco, un abogado hermano de su padre con debilidad por las apuestas. Ganó una de ellas que consistía en cortarle las barbas a un obispo que estaba de paso por Sanlúcar, pero acto seguido hubo de embarcarse sin dilación hacia Filipinas. Escribió durante varios años, pero al final dejó de hacerlo y del tío Paco nunca más se supo. Otro personaje peculiar que aparece en el manuscrito fue un tal Mr. Larner, un gigantón inglés de nariz descomunal y mirada estrábica, aunque un competente taquígrafo “capaz de tomar al dictado con facilidad en cuatro idiomas”. Pero también un gran paranoico, veía por todas partes espías alemanes que pretendían eliminarlo, llegando a abofetear a un flamenco que tuvo la mala fortuna de mirarlo en plena plaza del Arenal. Con los casi dos metros del inglés, hizo falta la mitad de la fuerza pública jerezana para separarlo del gitano y llevarse detenido al malhumorado taquígrafo, que acabaría sus días arrojándose desde una ventana de un hospital gibraltareño. Aunque con buena salud, González Soto padeció algunas dolencias complicadas, como el tumor sobre el ojo derecho que motivó una agria disputa con el cirujano republicano Fermín Aranda y Fernández Caballero. Julio González Hontoria le convenció para que escuchara la opinión de este joven médico jerezano formado en París y dotado de “excelentes condiciones y aptitudes”. Pero al de cabecera, Dr. Del Blanco, no le hacía gracia la intrusión, acordándose  que celebrarían consulta conjunta con la participación de un tercero, el antiguo y reputado médico jerezano Germán Álvarez Algeciras. Como la consulta a tres bandas no ofreciera resultados definitivos, el enfermo recurrió al Dr. Rocafull, cirujano afincado en Cádiz, que fue quien finalmente lo intervino con feliz desenlace en 1892. Pero llegó la hora de saldar cuentas con el resto: Blanco y Álvarez Algeciras fijaron sus honorarios en 50 pesetas, pero el doctor Aranda alegó que él se había preparado en las mejores clínicas parisienses y se dejó caer solicitando ¡500 pesetas!. El asunto acabó en el Colegio Médico de Cádiz, que rebajó la cifra hasta las 250, pagaderas a quien no le había colocado al enfermo ni una simple tirita. La historia se repetiría 50 años más tarde, con el mismo paciente y el Dr. Aranda Latorre,  oftalmólogo e hijo del republicano, al que consultó sobre un problema de cataratas. Tras la consulta, y a pesar de no operarle, quiso cobrarle los cien duros de rigor, pero de nuevo el Colegio Médico dejó la cifra en la mitad. En ciertos casos, como en este, los “recortes” están plenamente justificados.  NATALIO BENITEZ RAGEL.


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