Finalizada la guerra civil el mundo del libro vivió una verdadera ofensiva de las
nuevas autoridades para controlarlo. Es muy significativa la frase que escribe el presidente del
Instituto Nacional del Libro (INLE), Julián Pemartín, en el primer número de la
revista Bibliografía Hispánica (Mayo- Junio 1942): “Tenemos que esgrimir
el arma del libro en todas direcciones y contra toda clase de enemigos…” Y esa
política se intentó llevar a rajatabla sobre todo en el primer periodo de la posguerra,
y donde la censura es el primer elemento, incluso para algún investigador casi
la única política del libro llevada por el régimen en esos primeros años. Lo
cierto es que el control que las autoridades ejercieron férreamente sobre la
radio, la prensa, el teatro o el cine jamás dio los mismos resultados con el
mundo del libro. ¿Por qué? Gabriel Andrés en su documentada visión de este
asunto, quizás esté acertando cuando escribe:
“En el entorno del libro, el Régimen encontró mayores dificultades de
las esperadas para imponerse y para disciplinar con sus consignas la voluntad
de una multitud de sujetos, protagonistas del mundo editorial no siempre
fáciles de gobernar: autores, editores, impresores, libreros, bibliotecarios,
traductores, ilustradores y, finalmente, los lectores que parecían mostrarse
pertinaz y calladamente insumisos ante las prácticas totalitarias anunciadas en
el ámbito de la lectura”. Esa política restrictiva sobre el libro iría suavizándose,
aunque no antes de la década de los cincuenta, donde aparecen novedosos medios
para acercar el libro a los ciudadanos como los primeros bibliobuses (ver
ilustración). En alguna ocasión hemos escrito sobre lo que sucedía en Jerez en
torno a este asunto, y la verdad es que no fue esta ciudad una “rara avis” dentro del panorama general.
Aquí se vivieron razias sobre librerías
y bibliotecas de todo tipo, consecuencia
de la aplicación de las directrices que sobre el libro regía para todo el
territorio peninsular. La aplicación de esa normativa en muchos casos culminaba
en la destrucción, pero no fueron pocas también las ocasiones en que la
picaresca hizo acto de presencia cuando algunos reputados hombres de letras
colaboradores del Régimen, aprovecharon sus posiciones para desviar a fines
particulares muchas de las piezas incautadas -las más valiosas- para enriquecer
sus propias bibliotecas y salvando así, y no por fines altruistas, un
patrimonio que en muchos casos hubiera desaparecido. El caso más llamativo es
la gran biblioteca de José Soto Molina, cuyos fondos se han podido estudiar en profundidad por una
finta del destino, ya que a la muerte del bibliófilo, que no dejó herederos,
pasaron a la Biblioteca Municipal de Jerez. Pero hay muchos más casos no tan
fáciles de rastrear. También sigue aún no estando claro el papel de la
mencionada Biblioteca Municipal en aquellos años, lugar donde se depositaban
provisionalmente muchos de los libros que incautaban las autoridades. Casos que
solo una paciente búsqueda de nuevos datos logrará desvelar. Ramón Clavijo
Provencio
Una biblioteca es lo más parecido a un laberinto, un laberinto lleno de libros, de mundos por descubrir.En homenaje a las bibliotecas y a la lectura , preside la cabecera de este blog un dibujo del pintor jerezano Carlos Crespo Lainez: "Noche de lectura".
LECTORES SIN REMEDIO
Este blog tiene su origen en la página semanal de libros de "Diario de Jerez", "lectores sin remedio", que llevamos escribiendo desde el año 2007. Aunque el blog no es necesariamente una copia de la mencionada página, en él se podrán leer artículos que aparecen en ella. Pero el blog, por supuesto, pretende ser algo más... Los responsables son los dos lectores sin remedio, de los que facilitamos la siguiente información: Ramón Clavijo es Licenciado en Historia por la Universidad de Sevilla y es actualmente Técnico Superior Bibliotecario del Ayto. de Jerez de la Frontera. Está especializado en fondos bibliográficos patrimoniales. José López Romero es Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla y actualmente es Catedrático de Lengua y Literatura en el I.E.S. Padre Luis Coloma de Jerez de la Frontera. Especializado en la literatura dialógica del s. XVI y en la novela del s. XIX.
lunes, 18 de diciembre de 2017
INFLUENCER
“¿Estás leyendo algo?
No”, con ese lacónico “No” despachaba la pregunta una tal Dulceida, para el
siglo Aida Domenech, barcelonesa, veintiséis años, y de profesión ‘influencer’
o, como ella prefiere, 'fashion blogger'. Para introducir la entrevista la
periodista nos adelanta unos datos que a aquellos más que iniciados, enviciados
en ese mundo de las redes sociales pueden
parecerles estratosféricos: “una marca que vale dos millones de seguidores en
Instagram y atrae colaboraciones de firmas de lujo”. Apabullante. Y ya tenía yo
ganas de habérmelas con una de estas ‘influencers’, sobre todo para saber de
sus gustos, sus estudios, a qué se dedican, sus lecturas… Y aquella entrevista
me vino que ni pintiparada para satisfacer mi curiosidad que, después de leída,
se trocó en decepción. La entrevista, tanto las preguntas como las respuestas,
no era más que un cúmulo de frivolidades que iba perfilando una vida
superficial, expuesta a la contemplación en las redes de esos dos millones de
seguidores tan vacíos como la protagonista, la tal Dulceida. Que si su línea de
ropa, que si los enormes armarios de su casa, que si su móvil, sus viajes, la
música que prefiere, cuándo se pone los cascos… Pero mi curiosidad fue aún más
lejos, no quería quedarme solo con la imagen hueca de la entrevista, y me metí
en su página: cientos de fotos de todos los colores, y en todos los espacios y
tiempos, pero nunca leyendo, en ninguna aparecía un libro. Una pregunta como
¿qué estás leyendo ahora? presupone el hábito lector del interrogado, quizá por
eso la entrevistadora la formulase en estos términos “¿Estás leyendo algo?” lo
que ya es altamente significativo, ¿qué puede haber dentro de ese “algo”? nada,
como la respuesta de Dulceida, a la que siguen dos millones de replicantes, un
rotundo “No”. Pues bien, estos son los modelos, las influencias que los jóvenes
reciben de las redes sociales. Por eso, a la pregunta ¿qué quieres ser de
mayor? La mayoría responde “famoso”, es decir, “algo” o nada. José López
Romero.
viernes, 1 de diciembre de 2017
EL QUIJOTE DEL CENTENARIO
Mariano Fortuny se encontraba afincado en Roma cuando se
enteró de la llegada de un joven pintor español que no había ido a verle. Se
dirigió a su estudio a las afueras de la capital, y examinó con suma atención los cuadros y
bocetos del taller, reparando especialmente en uno de ellos llamado “El rey,
que Dios guarde”. Le preguntó al autor el destino de ese cuadro, a lo que el
incipiente artista respondió: “Para nadie, llevo seis meses en la ciudad y no
he vendido nada”. Fortuny se lo compró, y a partir de ese momento la cotización
de aquel pintor subió como la espuma. Se trataba de José Jiménez Aranda, que
ilustra este artículo, nacido en Sevilla en 1837. Discípulo de cultivadores del
romanticismo como Cabral Bejarano o Eduardo Cano, fue incansable viajero que
fijó residencia en lugares como Madrid, París o Valencia, pero jamás estuvo
pensionado por persona o institución alguna, viviendo hasta el fin de sus días
del producto de su trabajo. Nadie lo subvencionó. Qué diferencia con el momento
actual, en el que subsidiados, pensionistas y prejubilados que no llegan a los
sesenta van a ocasionar que cuando la generación del “baby boom” lleguemos a
nuestra edad “jubilosa” estemos haciendo cola en la beneficencia con una mano
delante y otra detrás. Aranda se instaló brevemente en Jerez, pero su estancia
fue muy fructífera, ya que además de trabajar en la restauración de las
vidrieras de San Miguel (Caballero Ragel, 2007), sacó tiempo para echarse
novia, siendo la afortunada Dolores Velázquez, que a la postre se convertiría
en su esposa. Pero el motivo de traer al pintor sevillano a esta sección es la
colección de más de setecientas litografías que ilustraron el “Qujote del
Centenario”, publicado en Madrid a partir de 1905, dos años después de su
muerte, y continuando hasta completar la obra en 1908. Prologado por el
escritor y arqueólogo José Ramón Mélida y Alinari, se convirtió en el primer
coleccionable del clásico de Cervantes, saliendo en entregas sucesivas hasta
completar doscientos cuadernos con cuatro láminas cada uno. Aunque también se
publicó el texto, lo principal son los dibujos, que se suceden en una secuencia
tan fiel al texto que parece que estemos leyendo El Quijote visionando las láminas,
pues tal era su intención, contar la historia del Ingenioso Hidalgo a base de ilustraciones.
Es una obra rara, que solo encontramos catalogada en unas cuantas bibliotecas
públicas además de en la Nacional, entre ellas las de Melilla, Bilbao, la
“Celestino Mutis” en Cádiz o la de Palma del Rio en Córdoba. En Jerez no
tenemos todos los cuadernos, aunque contamos con unas quinientas láminas. No
hemos podido fijar con qué legado vino a parar la obra a nuestra Biblioteca,
aunque sabemos que alguien llamado Ignacio de la Hera estuvo comprando los
cuadernillos en Sevilla en el año de su edición, al precio de cinco pesetas
cada uno, según rezan los recibos que nos han llegado. Hoy completan la
colección de Quijotes que custodiamos en nuestra ciudad, a la vez que enriquece
el fondo de materiales gráficos patrimoniales. NATALIO BENÍTEZ RAGEL.
FIRMAS
Empezó en una
presentación de un libro cuyo autor apenas conocía; una amiga le había
insistido tanto que no encontró excusa para no acompañarla aquella tarde de un
abril lleno de actividades en torno al libro. “Cuando termine el acto, nos
compramos el libro para que nos lo dedique el autor”, le había dicho su amiga
con la ilusión dibujada en su cara. Y fue aquella dedicatoria y la firma como
un pistoletazo de salida de lo que con el tiempo se fue convirtiendo primero en
una afición, para terminar en una obsesión por el autógrafo. Había escuchado
que incluso grandes intelectuales habían sucumbido a lo que algunos llamaban
mitomanía, hasta el punto de acudir a subastas internacionales con tal de
hacerse con fragmentos del manuscrito del ‘Fausto’ de Goethe o una página de un
cuaderno de trabajo de Leonardo, preciados tesoros que se contaban entre la
colección que había logrado reunir un tal Stefan Zweig. Pero ella no llegaba a
tanto, se conformaba con la dedicatoria y la firma de los escritores, y para ello
no escatimaba ni el esfuerzo ni la tenacidad. No se perdía ni una presentación
de libro, a la que acudía ya no con la ilusión dibujada en su cara, que le notó
a su amiga aquella primera vez, sino con la obsesión por hacerse con un
ejemplar dedicado y firmado de puño y letra. Y todos los años preparaba al
detalle su viaje a la feria del libro de Madrid. Apuntaba en una libreta su
recorrido por las diversas casetas para que ningún escritor o escritora se le
pasara, aunque tuviera que esperar horas en una cola. Y así fue formando toda
una colección de libros dedicados y firmados que enseñaba a sus amigos y
visitas con el orgullo y la satisfacción de los que se saben privilegiados,
únicos, distintos por el prestigio de su afición. Y contaba las anécdotas más
sustanciosas para lograr el ansiado botín. Y en la soledad de su casa, cuando
se sabía libre de la mirada de sus suyos, pasaba sus dedos por los libros,
sacaba alguno de sus estanterías, lo abría por la página de la dedicatoria y lo
volvía a colocar en su sitio. Leerlo habría sido una profanación. José López
Romero.
viernes, 24 de noviembre de 2017
OBSESIÓN
Fue por casualidad, como
tantas otras veces en que había seguido la pista de un libro hasta lograr
poseerlo. Quizá fuera en una conversación en un congreso de bibliófilos,
círculos que frecuentaba por esa obsesión ya tan suya de hacerse con una pieza
codiciada, que se enteró de la existencia de un magnífico ejemplar de los
‘Adagia’ de Erasmo, en aquella edición que en 1508 saliera de los talleres de
Aldo Manuzio, al cuidado del propio autor. Conocía la historia de aquella
edición: el gran humanista había renunciado a su proyectado viaje a Roma con
tal de trabajar en la imprenta de Manuzio, de quien admiraba sus tipos y el
tamaño de su letra. Erasmo quería un libro manejable y de bajo coste, y solo en
los talleres del veneciano podía conseguirlo, como sabía que de su relación con
Aldo podía salir buena parte de su obra, siempre bajo su cuidado y atención.
Aquel ejemplar de los ‘Adagia’ era una pieza a la que no iba a renunciar y,
conocido el poseedor, de inmediato pasó a la estrategia. Y como si de un
asesino por encargo se tratase, lo primero fue informarse y seguir a la
víctima: su vivienda, sus costumbres, sus amistades, sus gustos, hasta que a
través de amigos comunes, lograra introducirse en la casa, y ya allí localizar
el preciado tesoro. Por los datos que había recabado, el trabajo no parecía muy
complicado, su víctima era un hombre de negocios, que solía invertir parte de
su dinero en obras de arte, sobre todo pintura, y seguramente convencido por
algún amigo se habría hecho con aquel ejemplar aldino. Su incursión en este
mundo del libro antiguo se reducía prácticamente a este texto de Erasmo. Lo que
significaba que no era uno de esos bibliófilos profesionales obsesionados por
la posesión de libros valiosos. Y dio su último paso: se hizo invitar a una de
esas fiestas que aquel hombre celebraba con cierta asiduidad, y una vez en la
casa, paseando por sus inmensos salones, descubrió dentro de un mueble, y
reposando sobre un atril el maravilloso volumen en 8º. Observó si tenía alguna
medida de seguridad que no fuera exclusivamente la cerradura de la vitrina y no
vio ningún cable que se conectara a una alarma. “El trabajo va a ser más
sencillo de lo que me esperaba”, pensó. En el descuido del anfitrión que se
multiplicaba por atender a sus invitados, cerró la puerta del salón y con una
simple ganzúa pudo abrir la puerta de cristal que lo separaba de su preciada
presa. Cuando tuvo el libro en sus manos, no se resistió a abrirlo, pasar sus
dedos por las páginas y acercar su nariz para oler el fuerte aroma a humanismo
que desprendía. Pasado aquel momento de éxtasis, se lo guardó en el bolsillo de
la chaqueta, salió del salón y se incorporó a la masa de invitados que en
amenas conversaciones se repartían por toda la casa. Cuando, transcurrido el
tiempo oportuno, fue a despedirse de su incauta víctima, esta, al saber de su
afición por los libros antiguos, le comentó con cierta complicidad: “Nunca
perdonaría al que roba obras de arte o libros por negocio, pero puedo perdonar
al que lo hace por el deseo de poseerlo, porque usted y yo sabemos que la
posesión y la contemplación de lo deseado no tiene precio, solo es pecado.
Dentro de dos semanas doy otra fiesta; espero que venga.” José López Romero.
DEL GONCOURT A ANA FRANK
Hace unos días nos enterábamos
con cierta sorpresa, debo confesar, que el premio Goncourt, el más prestigioso
del país vecino, se le concedía a la novela “El orden del día” de Eric
Vuillard. La sorpresa no era tanto por el autor del que conocemos algo de su
obra, sino por la temática de la novela premiada que se detiene en la
reconstrucción de los primeros días del régimen nazi, su evolución imparable hasta el fatídico año
de 1939 y el inicio de la II G.M. Por supuesto en este momento desconozco las
excelencias de la novela, de la que ya prepara una edición en castellano la
editorial Tusquets, pero es una prueba
más de que aún a inicios del siglo XXI seguimos mirando con intensidad hacia
acontecimientos de los que nos separan más de setenta años, lo que no deja de
ser inquietante. ¿Por qué? Asistimos en
la actualidad -aunque pensemos que vivimos en un mundo muy distinto al de los
años 30, que son en los que hurga la
novela, y por tanto estamos a salvo de sus consecuencias - al auge de fenómenos
como el autoritarismo, la xenofobia, los nacionalismos, las desigualdades etc.,
que acercan la realidad que vivimos a
aquel mundo que creíamos haber dejado atrás y superado. Está claro que no lo hemos superado. Un botón
de muestra, entre otros muchos, es la polémica por la mofa que hicieron de Ana
Frank algunos “hooligans” del equipo de
fútbol la Lazio de Roma, a los que en una sentencia ejemplar se les obligó a
visitar posteriormente el campo de
exterminio de Auschwitz. Pedía hace poco Guillermo Atares
leer el Diario de Ana Frank, repartirlo entre los trenes de línea alemanes, en
vez de la pretensión de la “Sociedad de
Ferrocarriles Alemanes” de poner su nombre a uno de ellos. En definitiva, quizás
el que la literatura siga fijando su atención con tanta intensidad en aquellos
años –como hace la novela premiada con
el Goncourt- con su poder de llegar al gran público, sea un buen instrumento
para que no olvidemos aquella gran tragedia que se empezó a gestar en 1933,
además de antídoto para evitar parecidos
errores futuros. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO
viernes, 10 de noviembre de 2017
JEREZ Y MIGUEL
Durante la pasada semana
se han sucedido en nuestra ciudad una serie de actos vinculados a la
literatura, de trascendencia más allá del ámbito puramente local: me refiero a
la conmemoración del 75 aniversario de la muerte de Miguel Hernández. Me voy a detener
brevemente en ellos. Más de uno, ya en los prolegómenos de estas Jornadas
dedicadas al poeta, se preguntaba por la vinculación de Miguel Hernández con
nuestra ciudad para justificarlas, incluso recuerdo que en la rueda de prensa
donde se presentaban las mismas, algún periodista preguntó por el particular.
Siempre he creído que buscar esa
vertiente localista para programar o realizar algo es una premisa equivocada, y
si alguien quería comprobarlo lo tenemos en este homenaje. No existe vinculación alguna entre nuestra ciudad y el poeta, es cierto. No la visitó que
sepamos, ni dedicó a ella alguna de sus creaciones, pero también es cierto que en Jerez como en tantos lugares Miguel
Hernández arrancó con sus escritos y poemas
emociones en miles de personas. Escritos y poemas que siguen arrastrando
a su lectura a otras tantas miles, también muchas de ellas en nuestra ciudad.
No había que justificar nada más. Y lo acertado de la propuesta se puso de
manifiesto en la respuesta del público y de las colaboraciones: La espléndida
ponencia de María José Rucio Zamorano, Jefa del servicio de incunables, raros y
manuscritos de la Biblioteca Nacional, que hizo un pormenorizado repaso de los
originales que se conservan en la
Biblioteca Nacional del poeta. Fue otra manera de acercarse a la obra de Miguel
que atrapó al público presente. Luego continuarían actos en el Ateneo –con
proyecciones de audiovisuales sobre el poeta- o la Biblioteca Central –en una
noche muy emotiva donde se leyeron poemas a cargo de asociaciones culturales
como “A Viva Voz” o “Argónida”, alternándolas con la interpretación de piezas musicales
a cargo de la Escuela Municipal de Música en el apropiado marco de su Sala de
Investigadores, rodeados de libros, algunos también de Miguel Hernández. Seguiría
el concierto de Paco Moyano, cantaor, acompañado por Fernando de la Morena, que
congregó a un público entusiasta en la Sala Compañía con su propuesta titulada
“Carta a Miguel Hernández”. Al final de una semana intensa, en un acto sencillo
en el exterior de la Biblioteca
Municipal Central se descubría una placa en honor del poeta de Orihuela, entre
los acordes musicales de la Joven Orquesta Álvarez Beigbeder, por lo que aparte
de esa vinculación de los lectores de la que hablábamos antes, a partir de
ahora permanecerá en la ciudad esta otra, material, visual, que lo hará estar
más presente si cabe entre nosotros. Pero lo relevante de estas Jornadas no ha sido solamente la altura de algunas de
sus propuestas, sino la implicación de tantos particulares y colectivos
culturales en un homenaje, ya no solo
merecido sino especialmente sentido.
RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO
A LA INMENSA...
“Anda. Pásate esta tarde
por aquí y nos tomamos un café. Tengo una buena noticia que darte”. La llamada
de su editor le cogió por sorpresa, y más aún lo de la buena noticia, de la que
no quiso avanzarle nada. Y con la misma expectación se presentó en el despacho,
donde lo esperaba con el café humeante. “Tu libro –le dijo con una sonrisa de
oreja a oreja- se está vendiendo muy bien, pero que muy bien. Te confieso que
no nos lo esperábamos”. Él se removió en el sillón y se acercó a la mesa para
coger la taza y saborear un sorbo de aquel brebaje que le sabía a gloria. Se
quemó la boca, pero ¡cómo iba a quejarse ahora! El editor prosiguió: “la
campaña publicitaria no ha estado mal; pero hemos tocado a algunos críticos y,
oye, ha funcionado. Ya hemos cubierto gastos y todo lo que se venda ya son
beneficios. Lo mismo sacamos una segunda edición”. Cuando se terminó el café a
duras penas y se dieron el abrazo de despedida, de camino a casa iba rumiando
un éxito un tanto inesperado, intentaba digerir el apabullante número de
ejemplares vendidos y por vender y el dinero que podía ganar. Pero una sombra,
la maldita sombra de la conciencia se le abalanzó de pronto. Él no quería ser
un autor de éxito popular, no ahora, en su espléndida madurez como escritor, y
recordaba aquella anécdota del divino Borges que ya a una edad provecta se
asombraba de las enormes ventas de sus libros, cuando en 1932 había publicado
un texto del que solo se habían vendido en todo el año treinta y siete
ejemplares. Él quería ser así, un autor de culto, un escritor para pocos (“a la
inmensa minoría siempre”), no uno más de entre las listas de los más vendidos,
porque eso sería bastardear su literatura, menospreciar su arte. Ya tendría
tiempo de ser leído por cualquiera, ahora solo necesitaba a esos pocos que
podían saborear su estilo, como se deleita con un sorbo de un buen café. Cuando
llegó a su casa, no pudo por menos que compartir con su mujer todas sus
inquietudes, la desazón de convertirse en un escritor de best-sellers. ¿Y el dinero?
Fue la pregunta que sonó como un golpe definitivo sobre una conciencia cada vez
más débil. José López Romero.
sábado, 4 de noviembre de 2017
A QUIEN CORRESPONDA
“-Father…” (ya veo venir
a mi hija, y de inmediato alcanzo mis posiciones de defensa) “… como tú ya
sabes, a mí esto del problema catalán lo veo un poco lejos…” (¡claro! Ahora
está trabajando en Inglaterra), “… y me gustaría que con la brevedad que te
caracteriza (ironía), me lo expliques sucintamente. Dicho de otro modo, como
una de tus clases exprés (nunca he impartido clases exprés) y divulgativas, es
decir, “en plan” faena de aliño” (sarcasmo). Consciente de la guasa de la niña,
me impuse más que la brevedad, la concisión más precisa: “un grupo de
trapaceros y rufianes han declarado el si es no es de una república
inexistente”. “-Father, te has superado a ti mismo. Ahora entiendo menos que
antes. Igual que tus alumnos.” (puñalada ¿trapera?). “Pues ya que insistes
(ahora me tocaba a mí la ironía). Te lo voy a explicar con más detalle”. Y
empezaré por una cita: “habla para que te conozca y sepa quién eres”, y en este
sentido la declaración de independencia es todo un ejemplo para aplicar esta
cita: un político hueco que expresa una idea vacía, y si ya nos podíamos
suponer lo que era, sus palabras no han hecho más que confirmar y refrendar la
opinión inicial, ahora ya lo conocemos y sabemos quién es. Es el mismo vacío,
la misma oquedad que se advierte cuando utiliza términos como nación o patria,
porque “la patria es algo que cada individuo construye desde la decencia y
claridad de su propio ser. Por eso he dicho alguna vez que no deberíamos
enorgullecernos por ser de algún sitio, ni siquiera por tener una determinada
lengua –se puede ser perfectamente
imbécil en castellano, en inglés, en vasco, en catalán, en francés-. La
lengua materna en la que por casualidad hemos nacido tiene que hacerse lengua matriz,
convertirse en lengua propia hecha de libertad, de racionalidad y de
sensibilidad”. Utilizar y aplicar la razón y la ley, yo creo que no otra cosa
se les pide a los políticos, “el entrar en razón es, por supuesto, un amargo
despertar cuando la sinrazón nos cerca”. O dicho de otro modo: solo pedimos de
los que nos gobiernan el empeño de administrar lo público, lo que es de todos
con entrega absoluta a la justicia y a la verdad”. Y, en cambio, bajo el nombre
de una inexistencia lo que se ha conseguido por desgracia es “una guerra
perpetua y no declarada de una ciudad contra todas las demás… de una aldea
contra otra aldea… y una casa respecto de otra casa, y de un hombre respecto de
otro hombre”. Un enfrentamiento que recuerda otros tiempos tan negros como
estos, cuando todo nuestro empeño tendría que ir dirigido a luchar “por formar
una ciudad feliz… no ya estableciendo desigualdades y otorgando la dicha en
ella sola a unos cuantos, sino a la ciudad entera”. Nota importante: todas las
citas entrecomilladas proceden del libro ‘Los libros y la libertad’ del gran
Emilio Lledó (reseñado abajo), la mayoría pertenece a Platón y Aristóteles.
Nihil novum sub sole. Y una última perla del mismo libro: “apoderarse de la
educación, condicionarla y maltratarla, ha sido una de las pretensiones
fundamentales de toda tiranía”. José López Romero.
ABANDONADOS
Llama mi
atención una columna de libros que en perfecto equilibrio yace junto a
contenedores de basura. En realidad lo que me llama la atención en sí no es el
hecho de toparme con unos libros abandonados en la calle –algo lamentablemente
más habitual de lo que pensamos- sino que entre el desorden que observo al pie
de esos contendores, donde parecen apilarse más objetos fuera que dentro de
ellos - bolsas con desperdicios, cartones o restos de muebles destrozados-
estos libros parezcan fuera de lugar, tan ordenados entre el caos y la suciedad.
Pese a que el contenedor azul de papel está a apenas medio metro de ellos,
intuyo que su propietario ha preferido
darles una oportunidad, y quizás llevado por un remordimiento de última
hora, haya dedicado unos instantes en levantar esa columna tan pulcra y
ordenada, para atraer quizás a algún transeúnte. Me acerco. No son libros
valiosos por su antigüedad o bellas encuadernaciones: apenas diez volúmenes en
ediciones baratas de autores tan dispares –alcanzo a leer en sus lomos- como Lindsey
Davis, Mankell, Michael Crichton o Roa Bastos, entre otros. Su interés es el
contenido y sin duda pueden dar momentos de variadas emociones al que los
rescate. Esta escena me trae a la memoria, aquella otra que aconteció en
nuestra ciudad años atrás, cuando un ciudadano ejemplar rescató a los pies de
otro contenedor de basura un ejemplar de “Mystica Ciudad de Dios”, un impreso
del siglo XVIII que depositó en la Biblioteca Municipal donde aún se conserva.
Pero como digo, estos libros no son raros ni valiosos materialmente salvo por
el tesoro que son sus historias, y pese a ello
nadie los profana, ni rompe el perfecto equilibrio de esa columna de
papel, aún cuando son numerosos los transeúntes que pasan ante ellos. La escena
sin duda tiene algo de reverencial, de respeto ante esos modestos libros, y por
tanto hacia lo que representan. Tengo la tentación de recogerlos, pero un
impulso me hace seguir mi camino convencido
–o quiero convencerme de ello- de que esos ejemplares siguen ahí, brillando
entre el desorden y los objetos inservibles, porque el destino les reserva unos
lectores desconocidos que finalmente
aparecerán. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO
viernes, 27 de octubre de 2017
LITERATURA PERIODÍSTICA Y LA TROMBA DEL 79
“La Voz del Sur”, en su edición del 12 de septiembre de 1979, informaba:
“es posible que en un futuro no muy lejano falte agua en nuestra provincia”. Y
los dioses “lo leyeron”, porque al día siguiente, a pesar de una previsión
meteorológica de tiempo soleado, “a las dos de la tarde, el cielo tembló”, como
lo expresaba Juan P. Simó en el “Diario de Jerez” en una crónica de 2011
rememorando la tromba de agua de finales del verano, cuando en apenas seis
horas cayeron ciento ochenta litros por metro cuadrado. En el Jerez de los años
70, las inundaciones se habían convertido en un clásico, y los escolares de
aquellos tiempos hacíamos piragüismo cuando teníamos que cruzar las calles
Arcos, para acceder al Buen Pastor, o Porvera para llegar a la Escuela de San
José. Pero lo de aquel día de septiembre superó
todas las previsiones, y sesenta familias estuvieron dos meses viviendo
en el Ayuntamiento, que volvía a ser democrático, porque sus hogares en las
“casitas bajas” de La Asunción habían pasado a la Historia. El temporal se cebó
también con varios inmuebles de la calle Larga, como el Banco de Bilbao, que
perdió su archivo, o una famosa relojería hoy inexistente, en cuyo sótano el
agua alcanzó los dos metros. En el casco urbano no hubo que lamentar desgracias
personales, pero en el campo un hombre cayó fulminado por un rayo mientras
realizaba labores agrícolas en una finca de la carretera de Cortes. En las
semanas que siguieron, el periódico
siempre abría con titulares alusivos a la riada: “las viñas arrasadas…,
petición de zona catastrófica…, 200 millones son los daños en los colegios...”,
ilustrados con imágenes del desastre: vehículos apilados en pleno centro,
inmuebles que habían perdido la techumbre, e incluso un coche empotrado contra
la cárcel cuyo dueño aseguraba haberlo abandonado en el puente de la calle
Arcos. En este contexto colocamos la instantánea captada por la cámara del
dermatólogo jerezano García Filgueira, cedida dentro de la “Campaña para la
Recuperación del Patrimonio Fotográfico” organizada por la Biblioteca
Municipal. En la imagen, un “Cuatro Latas” se aventura, solo ante el peligro,
en el cruce de Diego Fernández Herrera con la calle Mariñíguez, mientras al
fondo dos ejemplares del inolvidable “Seiscientos” se refugian aparcados a buen
recaudo. Fotografías inéditas como ésta, tomadas en aquellos tiempos donde casi
nadie llevaba una cámara al cinto, son las que buscamos para la campaña
referida. Gracias a ella, nos han llegado fotos de reuniones de concejales
republicanos, de toreros de la época agasajados por los vecinos, de
enfrentamientos deportivos entre los concejales de la recién estrenada
democracia, de estampas de calles y plazas antes de ser remozadas, etc. Y ahora
están aquí, en una Biblioteca Pública, donde, parafraseando a Parménides, “todo
permanece”, pero en este caso al servicio de la investigación. NATALIO BENITEZ RAGEL.
HACE UN MILLÓN DE AÑOS
Acabo de cruzarme por la
calle con dos bultos sospechosos, dos jóvenes (masculinos) que después de comer
sendas bolsas de patatas fritas o producto parecido han tirado los envases al
suelo, y después de beberse unas latas de otro producto propio de su edad, han
eructado y las latas han seguido el mismo camino que los envases de patatas. A
la vista de su atuendo y figura, la primera conclusión a la que llegué:
desconocen el invento papelera. O más exacto: lo conocen, pero a la que se han
encontrado en su camino, le habrán arreado una patada y la habrán tirado al
suelo, o es posible que la hayan quemado. Y estuve en un tris de acercarme a
ellos y preguntarles no por su actitud tan ciudadana, sino por los libros que
han leído. Pero de nuevo me asaltó la conclusión: ninguno. Y más: y si han
leído alguno, de muy poco les ha servido, o incluso es posible que lo hayan
quemado. ¿Juventud? La misma historia y la misma pedagogía buenista de la que
estamos hasta la punta del pelo (eufemismo) ¿Qué hacen esos especímenes más
propios de hace un millón de años, en un aula metidos durante seis horas los
cinco días de la semana escolar? Seguramente lo mismo que en la calle:
molestar, eructar, tirar las cosas al suelo del aula, del patio de su colegio, porque
no otra educación han tenido ni creo, por desgracia, que la vayan a mejorar.
¿Los profesores educadores? No, gracias. La educación se trae de casa,
incorporada a la mochila, a esa mochila de respeto, de ganas de trabajar, de
estudiar que antes nos inculcaban en casa nuestros padres. Preguntarles por los
suyos a estos bultos hubiera sido una temeridad, porque ya sabemos cómo se las
gastan estos seres primitivos cuando de los culpables de sus vidas se trata.
Pero no hay que hacer mucho esfuerzo para imaginárselos. Basta volver a ver
alguna película de la prehistoria para ver reflejado el ambiente familiar de
estos seres que aún no han evolucionado a personas. ¿Libros? Predicar en el
desierto. José López Romero.
viernes, 13 de octubre de 2017
VUELTA A LA REALIDAD
Una vez pasado el estío
con su efecto adormecedor, o como mi amigo Atanasio dice “la estación mágica
que parece detener el tiempo” – nos volvemos a topar con la realidad cultural
en torno al libro y observamos con preocupación que todo sigue igual o casi. Para
evitar el desasosiego busco como cualquier lector que se precie, libros
notables a los que nos podamos subir
para evadirnos en este retorno – acabo
de iniciar la lectura de 4,3,2,1 de Auster, y otros como “Berta Isla” de Javier Marías, o La “Mirada de los peces” de Víctor
del Árbol esperan turno-. Pero volviendo a la realidad, lo cierto es que brillan por su ausencia las
iniciativas culturales en torno al mundo del libro que atraigan nuestra
atención, pero sobre todo que nos ilusionen. Y me refiero a las planteadas como
proyectos estables y de futuro. Por otro lado los libros siguen siendo muy
caros. La lectura siempre ha sido un placer caro, que como todos los placeres
tiene un costo material para disfrutarlo. Lo curioso es que pese a todas las
herramientas que las nuevas tecnologías ponen a nuestro alcance, como es el
caso de los libros digitales, lo siga siendo, incluso estos últimos lo son,
propiciando que la puerta del pirateo sigue entornada como una tentación para
los que por distintas razones no pueden o no quieren pagar el “vicio”. Todo esto va sucediendo ante la
desesperación de los intermediarios naturales, las librerías, que resisten como
pueden en un paisaje tremendamente hostil, y donde los autores pierden el control de sus creaciones apenas
las entregan a los editores. La solución no parece fácil. Sí, es cierto, la industria editorial
española sigue siendo muy potente, pero tras las bambalinas se puede atisbar un coloso con los pies de barro,
además de la paradoja de una oferta editorial no acorde con los modestos
índices de lectura del país. ¿Y las bibliotecas públicas? Pues si a finales de
los años 80 del pasado siglo resurgieron, creándose nuevos equipamientos,
adaptándose a las nuevas herramientas que proporcionaba la sociedad de la
información y ofreciendo un nivel de
servicios y fondos bibliográficos nunca vistos, hoy siguen sufriendo los
efectos de la crisis, que en el ámbito
bibliotecario ha sido devastador: reducción de servicios, recortes de medios materiales
y humanos cuando no cierre de muchos centros. Les decía que volvemos a la cruda
realidad, que en el caso del mundo del libro en nuestro país, son políticas
cortoplacistas que miran más al espectáculo que a las auténticas necesidades. Llamar
más la atención que solucionar los problemas de la sociedad, paradójicamente
cada vez más necesitada de información. El paisaje vuelve a ser el mismo tras
el estío, y solo nos queda la esperanza un año más de que algunos libros
notables me evadan de esta realidad tan prosaica y miope. (Ilustración de
Edward Hopper, 1952). RAMÓN CLAVIJO
PROVENCIO
016
El matrimonio formado por
Theobald y Luise llegan a casa. A ella se le han caído las bragas en plena
calle hasta asomar por las faldas, lo que ha provocado un considerable revuelo.
El marido no puede estar más disgustado, no por la honestidad de su mujer, sino
porque el suceso puede acarrearles el desprestigio social y con este la ruina
económica, más cuando él es un modesto funcionario y, al parecer, el emperador
se hallaba cerca de allí. La golpea con el bastón y la insulta: “Tengo la culpa
de tener una mujer así, una puerca, una fulana, una lunática”. Pero aquí no
queda la cosa. Los insultos y desprecios que Theobald le dirige a su esposa son
continuos a lo largo de esta obra, ‘Las bragas’, del escritor alemán Carl
Sternheim (reseñada en esta página). ¿Qué se puede esperar de un individuo que
confiesa hasta con orgullo que no lee nada en absoluto, que apenas piensa y que
no conoce a Shakespeare y muy superficialmente a Goethe? Y él mismo declara que
su filosofía de vida es tan cómoda como primitiva: “Mi vida va a durar setenta
años. Ciñéndome a mi conciencia adquirida, en ese lapso de tiempo puedo
disfrutar a mi manera de algunas cosas. Si quisiera para mí un pensamiento más
elevado… en mi difícil condición intelectual apenas habría conseguido interiorizarlo
en cien años”. Una aclaración muy pertinente: Sternheim escribió ‘Las bragas’ a
principios del siglo XX. Y sin embargo, ¡cúantos Theobald siguen existiendo
repartidos por el mundo! Especímenes que se regodean en su primitivismo
(Theobald alardea incluso de su fuerza física), más cercano a la prehistoria de
la humanidad: comer, beber, dormir y marcar territorio. Pero a los Theobald se
les ve venir. Mucho peores son los “tartufos” que bajo el aspecto del manso,
del hombre de pensamientos elevados esconden su verdadera naturaleza: la del
violento, la del maltratador. No hay día en que la fatídica estadística no
aumente con una víctima más de este terrible mal. Hace más de un siglo que
Sternheim escribió su obra, ¡qué poco hemos aprendido!. José López Romero.
viernes, 6 de octubre de 2017
PUBLICACIONES DEL XIX Y "EL BELLO SEXO"
“El Gran Mundo: revista dedicada al bello sexo” se publicó en
Sevilla entre 1872 y 1876. Tocaba temas
de “literatura, salones, modas, paseos y noticias”, con ilustraciones
como la que acompaña este artículo. Salvo Benito Mas y Prat y algún otro, pocas
son las firmas consagradas que escribían en ella. Curiosidades, cotilleos en
algunos casos, llenaban sus páginas, lo que nos da una idea de la calidad de
las publicaciones dirigidas a las mujeres, en contraste con aquellas dedicadas a un público
mayoritariamente masculino, como las valoradas “La Ilustración Artística”
o “La Ilustración española y americana”, donde por cierto también
colaboraba Mas y Prat. Varios ejemplos
del contenido: un panegírico sobre las suegras ante el ancestral desprecio de
los yernos, pues “creyendo tener en su hija un tesoro inestimable, les
parece poco para ella todo hombre y abultados miran todos sus defectos” ;
una crónica de un baile ofrecido en Jerez por los señores Sánchez Romate y sus hijos
los duques de Almodóvar del Rio en diciembre de 1875 en su palacio de la calle Lealas ; o una
visita hecha por el poeta y dramaturgo sevillano José Velilla a la feria de
Jerez en mayo de 1876, acompañado por el historiador jerezano Manuel Cancela, donde
el dato más interesante que nos da es la “iluminación a la veneciana”
que lucía la calle Larga. Si esta revista resulta tan solo insípida, otras
publicaciones del XIX sobre la mujer asombran por el solo hecho de haber salido
de las imprentas, como el “estudio” de un tal Dr. Pouillet (ni siquiera en la
Espasa lo he encontrado) cuyo título ya da escalofríos: “Estudio
médico-filosófico sobre las formas, las causas, los síntomas, las consecuencias
y el tratamiento del onanismo en la mujer” (1883). Lo sorprendente ya no es
que este panfleto afirmase que “de todos los vicios de lesa naturaleza, uno
de los más grandes es la masturbación”, que dijera que “la mujer se haya
más propensa que el hombre al onanismo arrastrada por la exquisita sensibilidad
de su aparato genital”, o que enumerase hasta varios remedios contra estas
prácticas, como el sulfato de quinina, la belladona, el bromuro de potasio o,
para aquellas más recalcitrantes, la clitoridectomía, y todo ello escrito por
un hijo del país de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Más que eso,
lo realmente llamativo es que este
engendro superara las depuraciones de libros de la posguerra y acabara en manos
de Soto Molina. Quizás quienes integraban aquellas comisiones ni siquiera
sabían quien eran Onán, y puede que don José se lo quedara, como ejemplar
curioso, para su biblioteca particular, conservada en la Biblioteca Municipal
de Jerez. NATALIO BENITEZ RAGEL.
EL INFIERNO DE RULO
En el ‘Sueño del
Infierno’ o, por otro nombre, ‘las zahúrdas de Plutón’, el gran Quevedo nos
presenta a un poeta que no hace más que maldecir al que inventó las consonantes
(la rima consonante), “Pues porque en un soneto dije que una señora era
absoluta, / y siendo más honesta que Lucrecia, / por dar fin al cuarteto la
hice puta”. No suelo prestarles atención a las canciones actuales, que siempre
tengo de fondo mientras conduzco. La mayoría, si no todas, adolecen de una
ramplonería y una vacuidad artística que algunas hasta estremecen y levantan el
vello. Pero el otro día y por pura casualidad, sin premeditación ni alevosía
(lo juro), me puse a escuchar la canción “Noviembre” perteneciente al grupo
‘Rulo y la contrabanda’. El primer cuarteto dice así: “¿Cómo voy a hacer que el
corazón no te duela / Si llevo años durmiendo abrazado a cualquiera? / ¿Cómo
voy a conseguir dejarme de vicios / Si tengo menos voluntad que tu abogado de
oficio?”. Enseguida se me vino a las mientes el texto de Quevedo. ¡Maldito
inventor de las consonantes! El pobre de Rulo no ha podido encontrar mejor
consonancia para sus “vicios” que a un pobre “abogado de oficio” que pasaba por
allí (por su inagotable inspiración) y encima, para completar el ripio, lo
tilda de poco esforzado en su trabajo. No hace falta que aquí comente, porque
basta con acercarse al colegio de abogados para informarse, la labor tan
desagradecida y escasamente remunerada que realizan a diario los abogados de
oficio. Además de que tras cada uno de ellos hay una persona que se ha
esforzado en sacarse un título universitario, que ahora ejerce con más penas y
con tan poca gloria como escaso reconocimiento en los juzgados. ¿Y quién es
Rulo? ¿qué mérito tiene si no es el único ser perpetrador de malas consonantes?.
Para Quevedo, un serio y seguro candidato a su infierno. José López
Romero.
viernes, 29 de septiembre de 2017
LAS COMPARACIONES...
Hace ya un tiempo escribí
un artículo en el que comentaba cómo en la lectura simultánea de varios libros
(soy de esos lectores múltiples), unos se agrandaban, se agigantaban, o tomaban
exacta medida de su calidad, en comparación con otros, que se achicaban,
menguaban o tomaban exacta medida de su mediocridad. No me acuerdo ahora cuáles
fueron los libros o autores comparados en aquella ocasión, pero las lecturas
que he ido haciendo desde entonces han confirmado esta teoría o impresión que
tuve en aquel momento. Entre los que no resistirían ni una mínima comparación
yo pondría sin duda la novela sentimentaloide de Siri Hustvedt titulada ‘Un
verano sin hombres’, o ‘Zonas húmedas’ de Charlotte Roche, un delirante relato
de una grosería totalmente gratuita. A estas dos obras y autoras, incorporaría
una de mis últimas lecturas: ‘La gente feliz lee y toma café’ de Agnès
Martin-Lugand (reseñado en esta página). ¿Tres mujeres? Tres autoras cuyas
obras menguan hasta la vulgaridad, si las comparamos con otras tres mujeres,
para que nadie demasiado suspicaz nos pueda acusar de nada. Cojo con una mano
la novela de Hustvedt y en la otra ‘La señora Dalloway’ de Virginia Wolf y noto
cómo la primera va menguando, mientras que la segunda aumenta su tamaño; y lo
mismo pasa cuando tomo de la estantería ‘Zonas húmedas’ y en la otra mano
sostengo ‘Nada se opone a la noche’ de Delphine de Vigan (que incluso gana
altura en comparación con otra de sus novelas ‘Las horas subterráneas’). Ha
dado la casualidad de que simultáneamente haya leído la obra de Martin-Lugand y
los cuentos de Cristina Fernández Cubas. Quien haya pasado por mi misma
experiencia lectora seguro que habrá exclamado “¡No hay color!”. En efecto. Y
volviendo a mi teoría: ‘La gente feliz lee y toma café’ se va empequeñeciendo,
encogiendo a medida que uno va leyendo los textos de Fernández Cubas, que se
van agrandando, aumentando de tamaño; es decir, cada uno adquiere su exacta
categoría literaria. La originalidad de los cuentos de Fdez. Cubas, la calidad
del estilo, la estructura de los relatos, cómo lleva al lector por laberintos y
pasadizos psicológicos de sus personajes, con ese punto inquietante que lo
mantiene en un tenso vilo la convierten en uno de los mejores escritores, en mi
opinión, del panorama actual español. Nada que envidiar a los mejores cuentos
hispanoamericanos. En cambio, la novela de Martin-Lugand es un refrito de un
puñado de situaciones tópicas o clichés cuyo argumento ya hemos visto hasta la
saciedad en las películas romanticoides americanas. Y encima con ínfulas
líricas del tipo “hundió sus ojos en los míos”, que repite varias veces. Un
elenco de personajes que responden perfectamente a lo que se espera de ellos:
los amables y acogedores caseros irlandeses, el tipo duro y sufridor, la
perversa de su novia, el amigo gay que se tiraría hasta al tipo duro… Eso sí,
fuman como carreteros; quizá por ello a la señorita de la portada le han
cambiado el libro por el cigarrillo, por lo que no parece muy feliz. Lo mismo
es porque se le ha acabado el café o, peor aún, está leyendo ‘La gente feliz
lee y toma café’. ¡Horror! José López Romero.
NOSTALGIA
A veces es inevitable volver la vista atrás, aunque ello sea a
riesgo de vernos inundados de nostalgia.
No me gusta demasiado esa sensación por su poder adormecedor y paralizante, y
que nos deja indefensos cuando nos asalta. No hace mucho me entretenía
revisando libros depositados en una vieja librería y que tenía desde hacía
mucho tiempo olvidados. Entre ellos captó especialmente mi atención ‘El hijo
del Cielo. Crónicas de los días soberanos’ de Víctor Segalen. No es que los
avatares del penúltimo emperador de China, Kuang-Siu, que es de lo que trata el
mencionado libro me interesaran sobremanera y ahora, con aquel reencuentro, me volvieran
los gratos recuerdos de su ya lejana lectura. No, nada de eso, pero en cambio
tras aquella edición (Seix Barral, 1983) sí que se agazapaban unos recuerdos
que rápidamente me asaltaron, personalizándose en la figura de D. Antonio
Olmedo que fue el que me lo regaló hacía ya algunos años. Olmedo, gran bibliófilo,
poseedor por entonces de una más que notable biblioteca tanto por su número
como por las piezas conservadas en ella, formaba parte de un pequeño pero
selecto grupo de relevantes personajes de la cultura local que periódicamente
me visitaban en mi despacho de la Biblioteca Municipal, bien para solicitarme información
de los fondos allí depositados, y que por uno u otro motivo necesitaban, bien
para investigaciones en curso o por el ansia de ilustración
permanente que en todos alentaba. Junto
a Olmedo, Eduardo Pereiras, gran fotógrafo e incansable investigador de la
historia de la fotografía local y Juan de la Plata, referencia imprescindible en el mundo del flamenco, son los que más
huella dejaron en mí y durante años me enriquecieron con cada una de sus
visitas. Grandes conversadores a través de sus conocimientos y experiencias me
permitieron entrar en un mundo ya desaparecido por entonces, un Jerez del que
ellos fueron protagonistas desde distintos ámbitos de la cultura. Entrañables
personajes que espero el tiempo no borre su huella en la ciudad, pero sobre
todo añorados amigos que en un fogonazo de nostalgia me volvieron a visitar. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO
domingo, 10 de septiembre de 2017
LECTURAS DE VERANO V
El
arte de la distorsión
Juan
Gabriel Vásquez. Alfaguara, 2009
Hace
unas semanas fue ‘El arte de la novela’ de Milan Kundera, y hoy traemos a esta
sección ‘El arte de la distorsión’ de J.G. Vásquez: una colección de textos
que, al igual que el libro de Kundera, el escritor colombiano ha reunido en los
que reflexiona sobre obras y autores; reflexiones siempre interesantes y muy
aleccionadoras cuando se trata de un escritor, Vásquez, tan lúcido en muchas de
sus apreciaciones. Desde su visión de ‘Cien años de soledad’, pasando por ‘El
corazón en las tinieblas’ de Joseph Conrad y por los diarios de Julio Ramón
Ribeyro (magníficos), hasta llegar al libro ‘Hiroshima’ de Hersey que tradujo,
Vásquez nos ofrece una serie de trabajos que van de la crítica literaria, a los
datos biográficos de autores, para terminar en la denuncia de una bomba atómica
que pudo perfectamente evitarse. Vásquez sigue sin defraudarnos. J.L.R.
El turista perpetuo
Harkaitz Cano. Seix Barral, 2017
Evocador título este , y tanto más en las fechas que
nos encontramos, pues nos lleva a desear más si cabe la huida de la cotidianeidad y escapar en busca de destinos
soñados o, al menos, paisajes y rostros que nos alejen del gris y estresante
que nos rodea todos los días. Es el autor de esta colección de relatos un
ejemplo más de esa nueva generación de narradores procedentes del País Vasco, y
que no desdeña transitar por este género del relato corto en el que ya antes Kirmen Uribe había marcado
el camino como uno de sus más significados representantes. No le va a la zaga
Harkaitz, lo que podemos comprobar en esta corta pero imprescindible colección
de historias, donde los paisajes costeros y evocadores de esa vía de escape de
la que hablábamos antes, están muy presentes en una cuidada y fluida prosa trufada de guiños cinematográficos y homenajes a otros
relatos de grandes escritores.
R.C.P.
domingo, 27 de agosto de 2017
LECTURAS DE VERANO IV
Historia de los libros
perdidos
Giorgio Van Straten. Pasado
& Presente, 2016
Dentro de la historia general del libro -por cierto
un relato que cada vez atrae a un mayor número de lectores, fuera del ámbito
especializado- siempre ha ejercido una especial atracción esa otra crónica que
trata de desvelarnos de qué trataban y quiénes fueron sus autores, esos libros
de los que hemos oído hablar pero, por circunstancias diversas, no han llegado
a conservarse. Son pocos los autores que se hayan atrevido a hurgar en esta
particular historia, donde muchas veces la rumorología trata de suplantar la
realidad histórica documentalmente demostrada.
Stuart Kelly ya lo intentó en ‘La biblioteca de los libros perdidos’
(Paidos, 2007), y pese a la amenidad del libro, quizás pecaba de
centrarse excesivamente en el mundo anglosajón. No peca de este error Van
Straten, que amplía el espectro temporal y geográfico de su estudio, sin perder
amenidad. R.C.P.
Tokio blues (Norwegian Wood)
Haruki Murakami. Maxi Tusquets, 2007.
Aunque
la obra de este escritor japonés ya comenzaba su consolidación, fue esta
novela, publicada en 1987, la que le confirió definitivamente fama
internacional, hasta el punto de convertirse en escritor de culto para muchos
jóvenes. Porque de la juventud y sus inquietudes, sus problemas, sus
sentimientos, sobre todo sentimientos trata esta novela. Al escuchar la canción
de Los Beatles el narrador, Watanabe, ya maduro, va recordando aquella
adolescencia-juventud en el Tokio de finales de los años sesenta. Y entre los
recuerdos, en especial las relaciones con tres mujeres: Naoko, la novia de
Kizuki, su mejor amigo que se suicida a los diecisiete años; Midori, compañera
de universidad, con la que mantendrá una íntima relación; y Reiko, compañera de
la casa de salud de Naoko. Una visión a veces descarnada de una juventud
perdida, a ratos intimista y acogedora. Buena lectura. J.L.R.
martes, 8 de agosto de 2017
LECTURAS DE VERANO III
El
malentendido
Irène
Némirovsky. Salamandra, 2013
Irène
Némirovsky (Kiev, 1903 – campo de concentración de Auschwitz, 1942) fue una
precoz escritora, cuya primera novela es precisamente ‘El malentendido’,
publicada en 1926 en una revista y cuatro años más tarde editada en volumen.
Quizá más célebre por su narración ‘Suite francesa’ novela póstuma, no editada
hasta 2004 y llevada al cine con gran éxito. En ‘El malentendido’ Némirovsky
desarrolla la historia de un adulterio, el cometido por Denise, esposa de
Jessaint, y por Ives Harteloup, su antiguo amigo. El encuentro de los tres
personajes en Hendaya, mientras pasan unos días de veraneo, y la ausencia del
marido por negocios, propician unas relaciones amorosas siempre complicadas.
Una prosa que no deja de sorprendernos por su elegancia, su excelente ritmo
habida cuenta de la edad de la autora cuando escribió esta novela. Seguiremos
leyendo a Némirovsky. J.L.R.
El monarca de las sombras
Javier Cercas. Random House, 2017
Ha pasado algunos meses en el
estante este libro, aguardando paciente la lectura tranquila, sosegada que
merecía. No es Cercas un autor prolífico y de ahí el interés que despierta cada
nueva historia que nos presenta, y es que no hay en el panorama literario
nacional un escritor que utilice con tal maestría los recursos literarios, para
desvelarnos historias olvidadas por el paso del tiempo, pero que se tornan
trascendentes en el devenir de la historia más reciente de este país. Ahora el
foco de atención lo fija en desentrañar el pasado de un “héroe” familiar, un
tío abuelo que muere en los primeros meses de la Guerra Civil, en la Batalla del Ebro. El libro sigue ese
esquema que tan magistralmente domina Cercas, el de un relato en presente que
no es otro que el de la misma investigación que realiza sobre el pasado del
protagonista, y otro en el que se revive
al personaje con un salto en el tiempo posibilitado por la investigación. R.C.P.
viernes, 28 de julio de 2017
LECTURAS DE VERANO II
Tres días y una vida
Pierre Lemaitre. Salamandra, 2016
Después
de ‘Nos vemos allá arriba,
podemos hablar del fenómeno Lemaitre. Aquel excelente libro, premio Goncourt de
2015, hizo visible en nuestro país al escritor galo, provocando la reedición de
numerosos libros - unos inéditos en castellano otros que habían pasado sin pena
ni gloria- que al hilo del título anteriormente mencionado, lograron elevadas
cuotas de ventas. Ahora Lemaitre vuelve a cautivarnos con otro libro que sin
estar a la altura de ‘Nos vemos allá
arriba’, está más cerca de él que el resto de su obra. Algunos lo han
calificado como novela negra, y nada más lejos de la realidad. Aquí, salvo la
existencia de un crimen inesperado, no hay nada que nos haga pensar en ello.
Eso sí, hay un excepcional retrato de los personajes que desfilan por esta
novela, especialmente el de su protagonista al que Lemaitre nos lo retrata en
tres periodos de su vida. Y sobre todo el lector se topará con un final
inesperado y a tono con tan brillante relato. R.C.P.
Cine
Soledad
Francisco
González Ledesma. Ediciones don Balón, 1993.
‘Cine
Soledad’ es de esas novelas que a medida que vas leyendo más nos recuerdan las
inigualables películas en blanco y negro que Hollywood produjo en los años 50,
en las que se mezclaba una trama detectivesca con los bajos fondos de un
deporte tan denigrado por muchos, como admirado y seguido por pocos, como es el
boxeo; películas como ‘Más dura será la caída’ o ‘El ídolo de barro’. Un frustrado escritor, Paco Mayoral, termina
para mal ganarse la vida haciendo reportajes para una revista deportiva
catalana. Para uno de esos reportajes asiste a una velada clandestina de boxeo
en la que los púgiles son niños y, por desgracia, es testigo de la muerte de “Chico” Valverde, un niño deficiente. Su
investigación le lleva a Gaby Miranda, un boxeador que llegó a ser olímpico y
ahora intenta desesperadamente recuperar su prestigio. Una novela dura, como el
boxeo. J.L.R.
martes, 18 de julio de 2017
LECTURAS DE VERANO I
Francamente, Frank
Richard Ford. Anagrama, 2015.
Volvemos a reencontrarnos con Frank Bascombe, el
icónico personaje creado por Richard Ford, un encuentro que no podemos dejar de
calificar como afortunado. Es cierto que el
Frank, con el que aquí volvemos a toparnos es un hombre en la etapa
final de su vida, más melancólico y hasta cierto punto desencantado de la
misma, pero que no pierde su ironía, humor y lucidez que tanto nos hicieron
disfrutar en anteriores novelas de este autor. Al hilo de la devastación que ha
dejado el huracán Sandy, Ford nos deja cuatro historias independientes pero
todas bajo la influencia directa o indirecta, de esta catástrofe natural. En
estas historias Frank Bascombe se reencontrara con viejos amigos, que aparecen
ahora tras años de silencio, antiguas esposas,
desconocidos que le cuentan historias ignoradas y terribles. Historias
donde Ford nos deslumbra por su lucidez en analizarla realidad que
cotidianamente nos rodea y condiciona nuestras vidas. R.C.P.
El regreso de Titmuss
John Mortimer. Libros del Asteroide, 2014
Esta segunda entrega de la trilogía es tan buena como la primera, ‘Un
paraíso inalcanzable’, que no es poco mérito porque ya se sabe: segundas
partes… John Mortimer, polifacético escritor que ha obtenido grandes éxitos
como guionista para la televisión, vuelve aquí sobre su protagonista, Leslie
Titmuss, en la cima de toda su buena fortuna, es decir, ya convertido en
ministro de Territorio, Urbanismo y Fomento, el que fuera en su juventud chico
que cuidaba del jardín de los Simcox y meritorio aspirante a un cargo político
en el partido conservador inglés que ya ha conseguido. Su segundo matrimonio
con Jenny Sidonia y un problema urbanístico nos hacen profundizar en la
psicología del siempre escandaloso Titmuss, así como en las vidas de los
habitantes de Rapstone Fanner, con ese acerado humor y fina ironía de Mortimer.
Una novela para divertirse. J.L.R.
viernes, 30 de junio de 2017
LIBROS EN LA COSTA
La llegada del verano –dicen- favorece
la lectura, lo cierto es que ya sea por disponer de mayor tiempo libre o
cualquier otro aspecto que ahora se me escapa,
el estío parece una estación propicia para ello. En el verano nos
topamos en el paisaje cotidiano con lectores, una especie que parece
desaparecer –al menos visualmente- de los espacios públicos el resto del año y
ahora –como si fueren aves migratorias
que llegan de latitudes lejanas- y ahora tengo la sensación de que lo copan
todo. Hace algunos años a nadie le hubiera llamado la atención ver un lector absorto en su libro en el banco de
un parque o tranquilamente disfrutando de una historia apasionante, mientras
tomaba pequeños sorbos de su café en una terraza. De hecho algunos admirados
fotógrafos nos han legado sus paisajes de la lectura a lo largo del siglo
XX, en libros apasionados, hoy de culto
como ‘El íntimo placer de leer’ de André
Kertész, y donde lo que entonces era pura cotidianeidad hoy se nos muestra
envuelto por una pátina de misterio. Pero como les decía más arriba, el verano
parece –no sé si ficticiamente- resistirse
a borrar la imagen del lector y la lectura del paisaje cotidiano. Y de todos los
escenarios el más querido por estos lectores, cómo no, es el litoral. Los
lectores compiten aquí con bañistas, surferos, paseantes de orilla o practicantes
de deportes náuticos. Incluso alguno de estos lectores estivales me han regalado escenas verdaderamente curiosas, como cuando
un temporal de levante me hacía abandonar la playa de La Fontanilla hace un par
de veranos. Allí, caminando con dificultad sobre las pequeñas dunas que formaba
con la arena el viento, luchando con la que en suspensión hacía peligrar la
integridad de cualquiera que fuera desprovisto de unas buenas gafas de sol, pude contemplar a aquella lectora
impertérrita, por supuesto protegida con
unas enormes gafas, y que tirada
sobre la toalla, leía ajena al levante a Theisiger. Otro de los aspectos
relacionados con esa “vuelta” de los lectores a la visibilidad en verano, que
me intriga es el qué leen. Como todos sabemos la llegada del lector estival
provoca esa epidemia de recomendaciones, que editoriales, críticos, blogueros y
otras especies, tratan de orientarlos hacia este o aquel libro. A pocos, sin
embargo, he visto leyendo – en esta otra faceta mía de “voyeur de la lectura”- libros recogidos en algunas de esas listas.
Daría para otro artículo la lista de libros que he ido relacionando, en esta
“caza” de las lecturas del lector estival. Y les confieso una cosa: muchas
veces han sido ellos, cuando tumbados sobre la arena, o bajo la toldera de una
terraza frente al litoral, los que sin saberlo me han recomendado un libro
inolvidable. El último: ‘Helena o el mar del verano’ (Julián Ayesa. Acantilado,
2017). RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO
SENTIDO COMÚN
“Un hombre no difiere mucho de una mula o
un caballo, salvo que el caballo o la mula tienen algo más de sentido común”,
leo en ‘Mientras agonizo’, una de las novelas más emblemáticas de William
Faulkner, maestro de maestros, como así lo confiesa el mismísimo Vargas Llosa.
Me quedé con la frase por esas otras que relacionan a mulas o burros con
hombres, o las que aluden a ese sentido común tan extraño al ser humano y, sin
embargo, tan insistentemente demandado en los últimos tiempos por algunos
políticos. Quizá el mérito o el ingenio de la frase del gran escritor
estadounidense, sea haber compendiado en ella todos esos proverbios o refranes
que están en la mente de todos y destacar, como en aquellos, la imagen
peyorativa que se tiene del género humano. Concepto en el que también insistía
el filósofo galés Bertrand Russell:
“Me han dicho que el hombre es un animal racional. En todos estos años, no he
encontrado una sola prueba de que eso sea cierto”. Cuando esto escribía Russell
acababa de cumplir 90 años, es decir, en 1962, y fue en 1930 cuando Faulkner
publica por primera vez ‘Mientras agonizo’; ni veinte años habían pasado aún
entre el final de las dos grandes guerras mundiales en uno y otro caso (12 en
el caso del novelista; 17 en el caso del filósofo). Seguramente en la memoria
de estos dos enormes intelectuales frescos permanecerían los recuerdos de esas
dos terribles contiendas, ejemplos universales del escaso o nulo sentido común
de los seres humanos. Leer a George Steiner –autor con el que doy, desde hace
algunos años, por iniciado mi verano de lecturas- o releer textos de Zweig, o
los poemas de Erri de Luca, es un ejercicio que debemos hacer con cierta
periodicidad para intentar recobrar la confianza en nosotros mismos, porque son
intelectuales con sentido común; ese sentido que confiamos en que tengan
los gobernantes, y también los
gobernados, aunque en más de una ocasión, desalentados, nos invada el pesimismo
y hagamos nuestras las frases de Faulkner y de Russell. José López Romero.
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